Nos vemos en los claros ojos de ciertas mujeres como en los cristales de esas gafas de sol que ocultan los ojos -el espejo del alma…- de quien las lleva y reflejan los de quien mira.
Aquella mujer se tomaba de vez en cuando unas copas porque le habían dicho que se le ponían los ojos brillantes como los de una gata en celo después de la tercera. No faltó alguien de mala leche que comentó que ni aun así conseguía que se le acercara un hombre en el bar.
Tenía tan poco éxito con las mujeres, el pobre, que le había tomado un odio mortal a George Clooney.
Salía del banco alegre como una moneda de plata recién acuñada... ¡ahora que no hay monedas ni en los bancos! ¿Dónde están las monedas? ¿Quién tiene el clavel?
Me crispan los nervios esas personas tan previsoras, tan ordenadas, tan minuciosas, que se pasan la vida alineando las sillas, corrigiendo la caída de las cortinas, inspeccionando las habitaciones para ver si hay un balcón mal cerrado; que se levantan a medianoche para cerrar bien un grifo que gotea o desconectar la heladera, que hace un ruidito; ponen la mano bajo el vaso cuando beben, interrumpen una conversación interesante para levantarse a cerrar una puerta porque hay corriente; coleccionan estampillas -una inofensiva manía consistente en acopiar salivas internacionales- y llevan en el coche una botella de agua mineral –imprescindible, hoy en día-, un barómetro, un termómetro y hasta un calendario.
Hay el placer de escaparse de la oficina al atardecer, y recorrer la parte vieja de la ciudad para ver cómo da el sol naranja en muros descascarados, y pasean los novios lentamente bajo las acacias en flor, con las manos tomadas…
Era muy joven, y se creía que lo sabía todo. El otro hombre que apenas hablaba, que le escuchaba sonriendo, era tan viejo que sabía que, a pesar de todo, no sabía casi nada.
Yo miraba a los dos hombres y me daba pena del joven.
Yo miraba a los dos hombres y me daba pena del joven.
© José Luis Alvarez Fermosel
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