Hay la ilusión de quedarse solo en el jardín, en el liquidámbar de un atardecer de otoño, y lanzar a navegar por el estanque nuestra fantasía en un barquito de papel de periódico.
Escuchar arrebujados entre las mantas, una nocha de sábado en que llueve y sopla el viento, la retransmisión por radio de una comedia de intriga.
Despertarnos al amanecer el fragor de una tormenta, sin que tengamos que levantarnos dentro de unas horas, saltar de la cama y recorrer toda la casa, para ver cómo rayan los relámpagos los espejos de los pasillos.
Quedarse en la playa, sentado en la arena, acariciándonos las olas los pies desnudos, cayendo la noche, oyéndose a lo lejos el pitido de un tren…
La ilusión de estrenar un traje o una botella de champán.
O de irse a Ravena a escoger un mosaico.
Escuchar arrebujados entre las mantas, una nocha de sábado en que llueve y sopla el viento, la retransmisión por radio de una comedia de intriga.
Despertarnos al amanecer el fragor de una tormenta, sin que tengamos que levantarnos dentro de unas horas, saltar de la cama y recorrer toda la casa, para ver cómo rayan los relámpagos los espejos de los pasillos.
Quedarse en la playa, sentado en la arena, acariciándonos las olas los pies desnudos, cayendo la noche, oyéndose a lo lejos el pitido de un tren…
La ilusión de estrenar un traje o una botella de champán.
O de irse a Ravena a escoger un mosaico.
© José Luis Alvarez Fermosel
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