Encuentro, plasmada en las páginas de mi vieja y querida agenda Moleskine –todavía me quedan algunas en blanco-, una estampa que no había dado a la luz hasta ahora y lo hago hoy, domingo, no lejos del síndrome de la última hora de este día que, si te descuidas, se convierte en aburrido y un poco, es decir, bastante angustioso.
Se trata del hombre de las diez de la noche, que a esa hora, poco más o menos, sale de su casa, o de donde esté, y se da un paseíto por la Gran Vía de Madrid. Yo siempre me lo encuentro en el tramo comprendido entre la red de San Luis y la Plaza Callao.
Lo he visto varias veces, casi siempre en invierno. Es un señor de una edad indefinida. Lo mismo puede tener cincuenta y ocho años que setenta. Tenga los que tenga, se lo ve muy bien.
De estatura media, tirando a alto, macizo pero no gordo, va siempre muy bien vestido, a la antigua usanza, con un abrigo cruzado color canela que si no es de alpaca y lana por ahí anda.
Lleva guantes de cuero claros. Los zapatos, negros, le brillan en la oscuridad aliviada por las luces violentas de los anuncios luminosos y el alumbrado público.
No me atrevería a asegurarlo, pero me parece que se da un toque de tintura color mesa de comedor en el pelo, ya bastante ralo.
Se deja de su color natural un bigote ceniciento y recortado que, con un poco de imaginación, parece una mariposilla que se hubiera posado en su labio superior, quedándose ahí sin que al hombre le importara.
El señor de las diez de la noche no tiene nada de enigmático ni de inquietante, ni se funde con las sombras como un ninja. Por su aire ligeramente marcial podría ser un coronel retirado, o quizás un “white collar” –como dicen los norteamericanos- o un ex gerente de banco. Los gerentes de banco tienen cierto imperio.
De cualquier manera, se percibe que es hombre terne y está acostumbrado a imponerse, o a destacar. Despliega una autoridad contenida, pero ha de ser simpático, da esa impresión.
Desafía con elegancia el frío y el sutil viento del invierno madrileño, que viene de la sierra del Guadarrama y dicen que mata a una vieja y no apaga un candíl.
Tengo al caballero de las diez de la noche en mi agenda Moleskine y en mi santoral –donde no hay mucha gente-. La próxima vez que lo vea lo saludaré. Me juego cualquier cosa a que él me saludará, también. Y tal vez hasta me guiñe un ojo con picardía.
Porque seguro que el hombre de las diez de la noche va a esa hora a encontrarse con su amante.
Se trata del hombre de las diez de la noche, que a esa hora, poco más o menos, sale de su casa, o de donde esté, y se da un paseíto por la Gran Vía de Madrid. Yo siempre me lo encuentro en el tramo comprendido entre la red de San Luis y la Plaza Callao.
Lo he visto varias veces, casi siempre en invierno. Es un señor de una edad indefinida. Lo mismo puede tener cincuenta y ocho años que setenta. Tenga los que tenga, se lo ve muy bien.
De estatura media, tirando a alto, macizo pero no gordo, va siempre muy bien vestido, a la antigua usanza, con un abrigo cruzado color canela que si no es de alpaca y lana por ahí anda.
Lleva guantes de cuero claros. Los zapatos, negros, le brillan en la oscuridad aliviada por las luces violentas de los anuncios luminosos y el alumbrado público.
No me atrevería a asegurarlo, pero me parece que se da un toque de tintura color mesa de comedor en el pelo, ya bastante ralo.
Se deja de su color natural un bigote ceniciento y recortado que, con un poco de imaginación, parece una mariposilla que se hubiera posado en su labio superior, quedándose ahí sin que al hombre le importara.
El señor de las diez de la noche no tiene nada de enigmático ni de inquietante, ni se funde con las sombras como un ninja. Por su aire ligeramente marcial podría ser un coronel retirado, o quizás un “white collar” –como dicen los norteamericanos- o un ex gerente de banco. Los gerentes de banco tienen cierto imperio.
De cualquier manera, se percibe que es hombre terne y está acostumbrado a imponerse, o a destacar. Despliega una autoridad contenida, pero ha de ser simpático, da esa impresión.
Desafía con elegancia el frío y el sutil viento del invierno madrileño, que viene de la sierra del Guadarrama y dicen que mata a una vieja y no apaga un candíl.
Tengo al caballero de las diez de la noche en mi agenda Moleskine y en mi santoral –donde no hay mucha gente-. La próxima vez que lo vea lo saludaré. Me juego cualquier cosa a que él me saludará, también. Y tal vez hasta me guiñe un ojo con picardía.
Porque seguro que el hombre de las diez de la noche va a esa hora a encontrarse con su amante.
© José Luis Alvarez Fermosel
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