No sólo en las redes sociales se puede ver quién es quién. También en los ascensores.
Recuerdo los Cuentos para leer en el ascensor de Enrique Jardiel Poncela. Está faltando alguien que escriba unos cuentos sobre las gentes que los transitan fugazmente.
Confieso que, por las cosas que veo a diario en los ascensores, he pensado más de una vez en, por lo menos, tomar alguna nota, aunque no sea más que para ponerla en mi diario; pero siempre me olvido.
Hoy, casi a punto de cerrarse la puerta, lleno el ascensor hasta los topes, se precipitó en él una de las diez criaturas más feas que yo he tenido oportunidad de ver en mi vida: un masculino, que diría la policía.
“¡Doce!”, dijo con voz estentórea. Hubo un silencio en el ascensor. Y después, una muchacha muy linda que estaba cerca de la botonera reprimió un estremecimiento y pulso el botón correspondiente al piso doce.
El hombre feo no le dio las gracias.
Parecía un trasgo, un extraterrestre; me recordaba a Biscuter, el ayudante del detective Pepe Carvalho, tal como lo describe su creador, Manuel Vázquez Montalban, pero todavía más feo.
No sería eso lo peor, sino que esgrimía una prepotencia y una grosería, desde su menguada estatura, que aunque fuera para sobrecompensar no tenían por qué sufrir las demás personas que se apretujaban en el ascensor, como si eso no fuera ya bastante incómodo.
¿Tánto trabajo cuesta, tan duro, tan difícil, tan poco moderno resulta decir: buenos días, o buenas tardes -según el caso-, que alguien marque el piso doce? Muy largo, ¿no? ¿Y qué tal piso doce, por favor?
Tiene uno que recibir órdenes de cualquier berzotas a quien se le ocurra pensar que porque es muy feo ha de mostrar en un ascensor que, sin embargo, manda. ¡Tene castaña, la cosa!
La buena educación es para todos. Los feos no están eximidos.
No es digno ni justo que se agreda a nadie gratuitamente con malos modales, o con órdenes imperiosas que no tiene por qué recibir ni aceptar, ni mucho menos cumplir. En ningún sitio, ni siquiera en el ascensor.
El deterioro es enorme. Se nota día a día. En todo, en todas partes: en la calle, en los transportes públicos, en las oficinas, en las tiendas, en los restaurantes, en los ascensores –ya dije-.
Nadie contesta una llamada telefónica, un mensaje transmitido por cualquiera de los infinitos sistemas de comunicación, cada vez más sofisticados, con los que contamos. No responder es sinónimo de decir que no, se ha explicado.
El egoísmo, las malas maneras, la necedad, la soberbia, la pedantería, la prepotencia, todo globalizado, eso sí, son el pan nuestro de cada día.
¡Como si no tuviéramos bastante con los ladrones, los drogotas, los corruptos, los engreídos, los falsos profetas, los esnobs y los sinsorgos!
¿No era Henry James quien decía que las tres cosas más importantes de esta vida son: primera, ser amable; segunda, ser amable y, tercera, ser amable?
© José Luis Alvarez Fermosel
Notas relacionadas:
El hombre del trámite largo
Un hombre bajo y probablemente rico y poderoso
Recuerdo los Cuentos para leer en el ascensor de Enrique Jardiel Poncela. Está faltando alguien que escriba unos cuentos sobre las gentes que los transitan fugazmente.
Confieso que, por las cosas que veo a diario en los ascensores, he pensado más de una vez en, por lo menos, tomar alguna nota, aunque no sea más que para ponerla en mi diario; pero siempre me olvido.
Hoy, casi a punto de cerrarse la puerta, lleno el ascensor hasta los topes, se precipitó en él una de las diez criaturas más feas que yo he tenido oportunidad de ver en mi vida: un masculino, que diría la policía.
“¡Doce!”, dijo con voz estentórea. Hubo un silencio en el ascensor. Y después, una muchacha muy linda que estaba cerca de la botonera reprimió un estremecimiento y pulso el botón correspondiente al piso doce.
El hombre feo no le dio las gracias.
Parecía un trasgo, un extraterrestre; me recordaba a Biscuter, el ayudante del detective Pepe Carvalho, tal como lo describe su creador, Manuel Vázquez Montalban, pero todavía más feo.
No sería eso lo peor, sino que esgrimía una prepotencia y una grosería, desde su menguada estatura, que aunque fuera para sobrecompensar no tenían por qué sufrir las demás personas que se apretujaban en el ascensor, como si eso no fuera ya bastante incómodo.
¿Tánto trabajo cuesta, tan duro, tan difícil, tan poco moderno resulta decir: buenos días, o buenas tardes -según el caso-, que alguien marque el piso doce? Muy largo, ¿no? ¿Y qué tal piso doce, por favor?
Tiene uno que recibir órdenes de cualquier berzotas a quien se le ocurra pensar que porque es muy feo ha de mostrar en un ascensor que, sin embargo, manda. ¡Tene castaña, la cosa!
La buena educación es para todos. Los feos no están eximidos.
No es digno ni justo que se agreda a nadie gratuitamente con malos modales, o con órdenes imperiosas que no tiene por qué recibir ni aceptar, ni mucho menos cumplir. En ningún sitio, ni siquiera en el ascensor.
El deterioro es enorme. Se nota día a día. En todo, en todas partes: en la calle, en los transportes públicos, en las oficinas, en las tiendas, en los restaurantes, en los ascensores –ya dije-.
Nadie contesta una llamada telefónica, un mensaje transmitido por cualquiera de los infinitos sistemas de comunicación, cada vez más sofisticados, con los que contamos. No responder es sinónimo de decir que no, se ha explicado.
El egoísmo, las malas maneras, la necedad, la soberbia, la pedantería, la prepotencia, todo globalizado, eso sí, son el pan nuestro de cada día.
¡Como si no tuviéramos bastante con los ladrones, los drogotas, los corruptos, los engreídos, los falsos profetas, los esnobs y los sinsorgos!
¿No era Henry James quien decía que las tres cosas más importantes de esta vida son: primera, ser amable; segunda, ser amable y, tercera, ser amable?
© José Luis Alvarez Fermosel
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