viernes, 5 de febrero de 2010

Chotis en tarde de otoño

El organillo desgranaba sus notas lentamente. Estaba allí, frente al cine, sobre un pequeño carro de madera oscura tirado por un burrito color canela, en el barrio popular y simpático alejado del centro, con gente modesta, tabernas y soportales.
La tarde se había tornado cenicienta. Hacía frío. El cielo estaba encapotado. A los árboles los mecía el viento y en un quiosco de periódicos una mujer madura, guapa, de estrechos ojos claros que recordaban los de la Pamela Landy de Bourne compraba un diario. Frente a la taquilla del cine se había formado una pequeña cola.
Sonaba el organillo. Su música alegre y triste a la vez era el contrapunto perfecto de la tarde otoñal, sin sol, con un presentimiento de lluvia en la atmósfera enrarecida.
Pegado al carromato, un hombre flaco de mejillas hundidas, con los bajos del pantalón manchados de barro seco, tocado con una sobada gorra de visera de “tweed” gris, tendía un recipiente de cobre a los transeúntes.
Accionaba el organillo una niña rubia con una chaqueta roja, demasiado grande para ella. Tenía los ojos dorados y luminosos.
Pasaba la gente de prisa. Abismado cada cual en sus pensamientos. Muchachos arrebujados en sus parkas. Algún matrimonio de mediana edad del brazo, en silencio. Nadie se detenía a escuchar el chotis. El organillo sonaba y sonaba en la tarde plomiza, ignorado, tan lejano: alegoría caduca, postrera reminiscencia sentimental de un Madrid del que ya no queda sino el recuerdo.
Al cabo, empezó a llover. Al final de la calle, una vendedora de castañas asadas se fabricó en un abrir y cerrar de ojos un toldo para su tenderete con un retazo de hule negro.
Desplegáronse los paraguas y las pocas personas que andaban por la calle aceleraron el paso.
El hombre del organillo todavía aguantó unos segundos. Cuando arreció la lluvia, extendió una lona encerada sobre el áspero lomo del rucio. La niña había dejado de darle al manubrio y se arrebujaba en su chaquetón rojo, sacudiendo su melenilla pajiza como un perro de aguas recién salido de una laguna.
Caía la lluvia sobre el organillo. Rebotaban las gotas sobre la desgastada madera pintada de azul. El hombre miró al cielo, que se había convertido en una difusa plancha de zinc, se encogió de hombros. Subió al carro y arreó al jumento.
Allá se fue bajo la lluvia la desvencijada pianola verbenera enmudecida. En la tarde solitaria punteaban aún las notas de un olvidado chotis de tiempos remotos de broma y drama.

© José Luis Alvarez Fermosel

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