domingo, 7 de febrero de 2010

La Gran Vía de Madrid cumple cien años

Me pierdo la celebración del centenario de la Gran Vía de Madrid, donde trabajé, soñé, amé y por la que me pasée durante muchos años.
En cada uno de los cafés, bares, restaurantes, “boutiques”, cines, teatros, cabarés, librerías y otros establecimientos de cada uno de sus tres recorridos ardió parte de la cera noble de mi juventud andariega y soñadora.
En el número 38, frente al cine Palacio de la Música, vivió mi abuela. Creo que de esa casa salió mi madre para casarse con mi padre.
Tantos años, tanta gente, tanta vida, tantos recuerdos…
Yo llegué a conocer al camisero Fernández al que cita de paso Agustín de Foxá en su novela “Madrid, de corte a checa”, pero él no me hacía las camisas; nos las hacían, a Mario Lozano y a mí, en Butler, al principio de la Gran Vía, cerca de la calle de Alcalá.
Casi enfrente, en Samaral –que todavía existe y apenas ha cambiado-, comprábamos las corbatas. Años después mi hijo, a los 15 años, en su primer viaje a Madrid, se empeñaba en adquirir un bastón estoque, mientras que su hermana se interesaba por unas cajitas de música de esmalte azul y oro.
Maite y yo compramos siempre algo en Samaral cuando vamos a Madrid, aunque no necesitemos nada. Es un rito.
Como comprar todas las semanas un billete en la lotería de Doña Manolita, que murió hace años, pero el local sigue llamándose así. Dentro hay una foto enmarcada de Doña Manolita, morena, cuarentona, con un pañuelo blanco al cuello. El viejo papel amarillea y contrasta con el recinto modernizado y la juventud de las empleadas actuales.
Los ritos se mezclan con los hitos, los mitos, los iconos, los hábitos, el pasado y los recuerdos. Dice Paco Umbral que somos lo que recordamos o lo que nos recuerda.
Yo soy la Gran Vía, que nunca vi alfombrada de claveles, como en el chotis de Agustín Lara, pero donde estaban el bar y el museo de bebidas de Perico Chicote y el Café Molinero, en el que Elena Carvajales solía celebrar sus cumpleaños. No he vuelto a tomar un té con crema tan rico como el de Molinero, ni en Londres.
Elegías la tela del traje en una pañería cercana a la calle de la Montera y te la llevaban al taller de tu sastre, al que tú ibas cuando tenías ganas a que te tomaran las medidas.
Se llevaba todavía un dandismo del que daba ejemplo César González-Ruano –siempre lo cito-, dejando en la mesa del café la pitillera de oro firmada por el Rey Alfonso XIII y al lado las cerillas de la cocinera.
No había visto nunca a aquella señora tan maquillada y con el abrigo de piel, pero me hizo el cuento, el del tío u otro y me sacó veinte duros con mucha clase.
En la cafetería del hotel Washington nos reuníamos por la tarde directores, productores, guionistas, artistas y cronistas de cine. Opiniones, discusiones, café con sombras, tabaco negro, habanos, coñac…
Julio, el limpiabotas, que nos dejaba los zapatos relucientes como espejos, sostenía que muchos de los circunstantes no se habían llevado una cuchara caliente a la boca en mucho tiempo. Probablemente tenía razón.
Cerca de la Plaza de España estaba El Trocadero, donde aquel gigantón tocaba el tambor y cantaba con voz de trueno.
Pasapoga, a un paso de Callao, donde estuvieron las Galerías Preciados y el hotel La Granja Florida, era por antonomasia el cabaré de Madrid, que frecuentaba lo más granado de la golfería autóctona. Luego se llenó de americanos.
Uno iba a Morocco, en la calle Marqués de Leganés, paralela a la Gran Vía. Allí bailaba la danza del vientre Naïma Cherky, bayadera de futbolistas y reina mora de una noche cansada, a la que se le saltaban lágrimas de ginebra mientras se demoraba una madrugada que carecía de futuro.
Alguien está dando los datos. Que la Gran Vía se llamó una vez Avenida de José Antonio, que cada tramo tuvo un nombre, que el proyecto para su construcción se aprobó en 1907, pero que las obras comenzaron en 1910, inauguradas por Alfonso XIII con una piqueta de oro.
¿Qué importan los datos, los números, las fechas? Hoy no estamos haciendo periodismo. Ya no hacemos periodismo. Ni literatura. El tiempo hace literatura con el tiempo.
Dicen también que se han cerrado, o se van a cerrar algunos cines. Sería penoso.
Los estrenos en los cines de la Gran Vía de las películas que nos llegaban de Hollywood con bastante retraso constituían un acontecimiento social. La gente se vestía como para una fiesta para la sesión de la noche. Muchas señoras lucían en invierno abrigos de visón. Todas se maquillaban, perfumaban y enjoyaban concienzudamente. Los caballeros iban de oscuro. En verano se usaban atuendos más livianos, pero la corbata era imprescindible para los señores.
Los cines de la Gran Vía… El Palacio de la Prensa –arriba está la Asociación de la Prensa-, el Capitol, el Callao, el Coliseum… Eran caros, ¡pero tan cómodos, tan bien puestos, tan elegantes…!
En la Gran Vía se abrió una cafetería norteamericana, California, que fue la primera de una serie de ellas que proliferaron enseguida en todo Madrid, poniendo de moda los platos combinados y “cakes” con sirope.
En Espasa Calpe, que todavía no era La Casa del Libro, hemos pasado muchas tardes de lluvia contemplando y hojeando libros.
Hace muy poco salía yo en un programa de una radio de Buenos Aires al son del vals del Caballero de Gracia de la zarzuela La Gran Vía, de Federico Chueca y Joaquín Valverde. (Ver vídeo:
http://www.youtube.com/watch?v=TF_JjOzj0N0&feature=related).
Ya pasaron cien años. No nos dimos cuenta. Abriremos, igualmente, una botella de cava y pondremos un CD con una selección de música madrileña.
Porque no podemos ir a "Chicote, a un agasajo postinero, con la crema de la intelectualidad…”.


© José Luis Alvarez Fermosel

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