El joven cura vino a Madrid de su pueblo a hacer unos trámites. Los sacerdotes vestían todavía ropa talar (sotana negra abotonada hasta los pies), llevaban una pequeña Biblia con tapas de cuero en la mano y, algunos, un rosario bendecido por el Papa.
Eran piadosos y sobrios: no fumaban, no bebían más que un sorbo de vino de consagrar en la misa; sacristanes y monaguillos sostuvieron siempre que, en la sacristía, le daban al tinto que era una gloria, pero sabido es que hasta en recintos sagrados como las iglesias hay gente que levanta falsos testimonios y miente.
Los curas de antaño eran castos, ¡pues no faltaba más! Sin embargo, hubo quienes… “se entendían” con sus amas de llaves (las de su corazón…), con falsas sobrinas y alguna viuda alegre (1).
Ciertos golfos del pueblo le dijeron al presbítero de nuestra historia que, ya que iba a estar unos días en Madrid, no dejara de darse una vuelta por el bar de Pedro “Perico” Chicote, en la Gran Vía.
“Perico” (foto) había sido barman del Congreso de los Diputados y de Pidoux, el bar más elegante de los años 20 en Madrid, el primero que sirvió whisky. Estaban también Coq, La Ballena Alegre y el bar vasco Orkompon, en cuyo sótano compusieron el himno de la Falange Española José Antonio Primo de Rivera y su escuadra de poetas.
Pedro abrió su propio bar en 1930 e inauguró en él, con una botella de aguardiente que le regaló un embajador de Brasil, su museo de bebidas, que llegó a tener 15.000 botellas.
Chicote fue “el primer bar eléctrico de Madrid”, recuérda Cristina de Alzaga citando a César González-Ruano. Se hizo tan famoso que su nombre figura en el inmortal chotis “Madrid” del compositor mexicano Agustín Lara. Todavía está, pero ya no es el mismo, dicen los que lo frecuentaron antes.
Durante la posguerra española, es decir, en los años cuarenta acogió a espías, estraperlistas (contrabandistas al menudeo de alimentos, penicilina, tabaco y quisicosas) y a las inefables señoritas del “alterne”, que en el bar de Pedro y en el de enfrente, El Abra, “alternaban”… y algo más con panzudos banqueros y señores de Bilbao –los únicos que tenían dinero-.
Algunos las convirtieron en sus amantes, les pusieron piso y les compraron coche: casi siempre el minúsculo y simpático Fiat llamado Topolino, antecesor del “Seiscientos” de la década posterior.
Las señoritas de Chicote eran muy discretas. Llevaban vestidos negros –con grandes escotes, eso sí- collares de perlas falsas y se empolvaban la nariz con polvos de arroz Tokalon.
Aparece entonces en ese Chicote nuestro joven cura, que mira atónito el ambiente del bar, elegante, sofisticado, mundano a más no poder. Una vez dentro, no se atreve a salir. Se ajusta las gafas, se acerca a la barra y le pide con voz vacilante al barman, que no era Pedro, que estaba cenando con unos señores en un restaurante de las inmediaciones: “¡Un vaso de leche, por favor!”.
En la bulliciosa barra se hace inmediatamente un silencio que se puede cortar con cuchillo. El bartender, con gran flema, no dice nada, sonríe imperceptiblemente, vierte leche en su coctelera niquelada, le añade un chorro de brandy, un poco de azúcar, unas gotas de angostura, otro poco de vaya uno a saber qué, lo agita todo y sirve la mezcla al curita en un vaso largo.
El cura toma el vaso y se echa un trago. Se estremece de gusto. ¡Qué leche tan deliciosa!
Eleva los ojos al cielo y exclama, arrobado: “¡Bendita vaca…!”
Pedro Chicote le contó esta anécdota a mi padre y mi padre me la contó a mí en una corrida de toros.
Eran piadosos y sobrios: no fumaban, no bebían más que un sorbo de vino de consagrar en la misa; sacristanes y monaguillos sostuvieron siempre que, en la sacristía, le daban al tinto que era una gloria, pero sabido es que hasta en recintos sagrados como las iglesias hay gente que levanta falsos testimonios y miente.
Los curas de antaño eran castos, ¡pues no faltaba más! Sin embargo, hubo quienes… “se entendían” con sus amas de llaves (las de su corazón…), con falsas sobrinas y alguna viuda alegre (1).
Ciertos golfos del pueblo le dijeron al presbítero de nuestra historia que, ya que iba a estar unos días en Madrid, no dejara de darse una vuelta por el bar de Pedro “Perico” Chicote, en la Gran Vía.
“Perico” (foto) había sido barman del Congreso de los Diputados y de Pidoux, el bar más elegante de los años 20 en Madrid, el primero que sirvió whisky. Estaban también Coq, La Ballena Alegre y el bar vasco Orkompon, en cuyo sótano compusieron el himno de la Falange Española José Antonio Primo de Rivera y su escuadra de poetas.
Pedro abrió su propio bar en 1930 e inauguró en él, con una botella de aguardiente que le regaló un embajador de Brasil, su museo de bebidas, que llegó a tener 15.000 botellas.
Chicote fue “el primer bar eléctrico de Madrid”, recuérda Cristina de Alzaga citando a César González-Ruano. Se hizo tan famoso que su nombre figura en el inmortal chotis “Madrid” del compositor mexicano Agustín Lara. Todavía está, pero ya no es el mismo, dicen los que lo frecuentaron antes.
Durante la posguerra española, es decir, en los años cuarenta acogió a espías, estraperlistas (contrabandistas al menudeo de alimentos, penicilina, tabaco y quisicosas) y a las inefables señoritas del “alterne”, que en el bar de Pedro y en el de enfrente, El Abra, “alternaban”… y algo más con panzudos banqueros y señores de Bilbao –los únicos que tenían dinero-.
Algunos las convirtieron en sus amantes, les pusieron piso y les compraron coche: casi siempre el minúsculo y simpático Fiat llamado Topolino, antecesor del “Seiscientos” de la década posterior.
Las señoritas de Chicote eran muy discretas. Llevaban vestidos negros –con grandes escotes, eso sí- collares de perlas falsas y se empolvaban la nariz con polvos de arroz Tokalon.
Aparece entonces en ese Chicote nuestro joven cura, que mira atónito el ambiente del bar, elegante, sofisticado, mundano a más no poder. Una vez dentro, no se atreve a salir. Se ajusta las gafas, se acerca a la barra y le pide con voz vacilante al barman, que no era Pedro, que estaba cenando con unos señores en un restaurante de las inmediaciones: “¡Un vaso de leche, por favor!”.
En la bulliciosa barra se hace inmediatamente un silencio que se puede cortar con cuchillo. El bartender, con gran flema, no dice nada, sonríe imperceptiblemente, vierte leche en su coctelera niquelada, le añade un chorro de brandy, un poco de azúcar, unas gotas de angostura, otro poco de vaya uno a saber qué, lo agita todo y sirve la mezcla al curita en un vaso largo.
El cura toma el vaso y se echa un trago. Se estremece de gusto. ¡Qué leche tan deliciosa!
Eleva los ojos al cielo y exclama, arrobado: “¡Bendita vaca…!”
Pedro Chicote le contó esta anécdota a mi padre y mi padre me la contó a mí en una corrida de toros.
(1) La incursión de los curas en el pecado de la carne no es nueva. Por poner un solo ejemplo, Lope de Vega, vistiendo ya los hábitos sacerdotales, tuvo variasi. amantes. Su última “liaison”, la más intensa, la más ardiente, fue la que mantuvo con Marta de Nevares.
© José Luis Alvarez Fermosel
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