Diciembre, en el norte, es un mes duro como la nieve del día siguiente, que se congela en el asfalto y se oscurece y se denigra, pisoteada por los viandantes.
Mes de nevadas que blanquean la ciudad, pero no las conciencias.
Una vez viajé en tren de Madrid a Segovia, en invierno, con mis dos hijos, que nunca habían visto la nieve.
La noche anterior había caído una nevada imponente. Todo estaba blanco, con reflejos de plata a la luz del sol: los tejados de las casas, los techos de los coches, los aperos de labranza dejados a la intemperie, los cables del tendido eléctrico…
Mis hijos se bajaban en cada estación, se precipitaban al campo, se aferraban a la nieve y volvían al vagón con brazadas de ella apretadas contra sus pechos. Efímera, como tantas otras cosas, la nieve se derretía enseguida y, convertida en agua, resbalaba por sus anoraks impermeables.
Diciembre, en el sur, tiene fiebre, que puede pasar de los cuarenta grados.
En muchos países del sur al calor le acompañan un elevado porcentaje de humedad y una baja presión atmosférica. De noche hace más calor que de día. La ciudad arde. Proliferan los insectos, las enfermedades tropicales y los golpes de calor, que afectan sobre todo a los ancianos.
En la mesa de la Navidad, el cochinillo pierde su nombre y su entidad: se llama lechón y se come frío. Malambo y ron. Y el prendedor de diamantes de la Cruz del Sur.
A pesar de las calles engalanadas por las fiestas con cadenetas y flores eléctricas, los villancicos y la alegría de las vacaciones, tanto en el norte como en el sur diciembre tiene en su corazón, como en los de ciertas frutas del trópico, un dejo agridulce porque en diciembre se termina un año y ya en el primer mes del nuevo se plantean incógnitas y nos acomete una cierta inquietud.
¿Habrá otra crisis? ¿Seguirá el mundo cabeza abajo? ¿Estallarán más guerras? ¿Nos amaremos más, nos odiaremos más? ¿Seremos más ricos, seremos más pobres? ¿Continuará siendo el hombre lobo para el hombre? ¿Persistirá en su obsesión de parecerse cada día más a la mujer?
Hemos entrado en diciembre, ya no nos acordamos si con el pie derecho o el izquierdo. Hace calor en el sur, donde nos encontramos. Añoramos la nieve, la sopa de almendras, el pato a la naranja, el tañido de las campanas y, en la sobremesa, el brandy y el perro echado frente a la chimenea, donde bailan llamas rojas y azules que parecen augurarnos horas felices.
Pidámoselas al caluroso diciembre del sur, que viene con el rostro rojizo, las mangas arremangadas y un sombrero de segador.
Mes de nevadas que blanquean la ciudad, pero no las conciencias.
Una vez viajé en tren de Madrid a Segovia, en invierno, con mis dos hijos, que nunca habían visto la nieve.
La noche anterior había caído una nevada imponente. Todo estaba blanco, con reflejos de plata a la luz del sol: los tejados de las casas, los techos de los coches, los aperos de labranza dejados a la intemperie, los cables del tendido eléctrico…
Mis hijos se bajaban en cada estación, se precipitaban al campo, se aferraban a la nieve y volvían al vagón con brazadas de ella apretadas contra sus pechos. Efímera, como tantas otras cosas, la nieve se derretía enseguida y, convertida en agua, resbalaba por sus anoraks impermeables.
Diciembre, en el sur, tiene fiebre, que puede pasar de los cuarenta grados.
En muchos países del sur al calor le acompañan un elevado porcentaje de humedad y una baja presión atmosférica. De noche hace más calor que de día. La ciudad arde. Proliferan los insectos, las enfermedades tropicales y los golpes de calor, que afectan sobre todo a los ancianos.
En la mesa de la Navidad, el cochinillo pierde su nombre y su entidad: se llama lechón y se come frío. Malambo y ron. Y el prendedor de diamantes de la Cruz del Sur.
A pesar de las calles engalanadas por las fiestas con cadenetas y flores eléctricas, los villancicos y la alegría de las vacaciones, tanto en el norte como en el sur diciembre tiene en su corazón, como en los de ciertas frutas del trópico, un dejo agridulce porque en diciembre se termina un año y ya en el primer mes del nuevo se plantean incógnitas y nos acomete una cierta inquietud.
¿Habrá otra crisis? ¿Seguirá el mundo cabeza abajo? ¿Estallarán más guerras? ¿Nos amaremos más, nos odiaremos más? ¿Seremos más ricos, seremos más pobres? ¿Continuará siendo el hombre lobo para el hombre? ¿Persistirá en su obsesión de parecerse cada día más a la mujer?
Hemos entrado en diciembre, ya no nos acordamos si con el pie derecho o el izquierdo. Hace calor en el sur, donde nos encontramos. Añoramos la nieve, la sopa de almendras, el pato a la naranja, el tañido de las campanas y, en la sobremesa, el brandy y el perro echado frente a la chimenea, donde bailan llamas rojas y azules que parecen augurarnos horas felices.
Pidámoselas al caluroso diciembre del sur, que viene con el rostro rojizo, las mangas arremangadas y un sombrero de segador.
© José Luis Alvarez Fermosel
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