Salgo a caminar; pero no por la cintura cósmica del sur, como dice una canción de hermandad latinoamericana, sino por la Avenida de Mayo, lo cual es congruente, siendo español como soy.
A mi lado pasa un señor de pelo gris corriendo velozmente. Está bien: cada persona tiene derecho a elegir su propio curso de acción, aunque sea con celeridad; con tal de que no cause daño a otros…
Una paloma intenta comerse la mitad de una media luna tirada en el suelo, al lado de una sucursal del Banco Francés, pero no puede con ella: es demasiado pesada.
El sol tiene la acidez y la frescura de un vino blanco de pueblo.
Se ven mujeres espectaculares por doquier, de toda edad y condición. Las argentinas, digámoslo una vez más con certidumbre y alegría, son hermosísimas. No les van a la zaga las turistas brasileñas que también se ven por todas partes.
El contraste: un muchacho con el aspecto grisáceo de las piedras de las aceras; esa expresión de las gentes a las que nadie ni nada esperan.
Reparo fuerzas almorzando en El Imparcial con amigos. La sobremesa se prolonga.
Cuando salgo del restaurante se ha nublado; pero pronto fulgirá de nuevo el sol, que ya empieza a calentar a conciencia, en una primavera a punto de ser relevada por el verano: ese segador transpirado con sombrero de paja.
El teatro Avenida da ópera; ya lo saben, ¿no? Me detengo a echar un vistazo a la cartelera, a ver qué se anuncia.
“Carmen” (Bizet), “Der preischütz” (Webber), “Il Mondo della Luna” (Haydn), “Macbeth” (Verdi), “Pagliacci” (Leoncavallo)...
Noto que los precios están caros. Me han dicho que es por el turismo, pero no lo entiendo. A los turistas hay que atenderlos bien y darles buenas cosas a precios razonables, a fin de que vuelvan; o en todo caso que digan a sus compatriotas, a su regreso a sus países, que los han tratado bien.
Esto de los precios, la verdad, yo no lo entiendo. No me entra en la cabeza que las zapatillas cuesten más que los zapatos, que zapatos de primerísima calidad de tiendas de lujo.
Entro en un lugar especializado en cafés y pido un granizado, pero no tienen. ¿Un mazzagran? (1). No saben lo que es. Un café, entonces, con unas gotas de brandy. No tienen brandy. Pues café negro, sin azúcar.
Me voy con la música a otra parte. Doy un tropezón que me hace trastabillar. Las calles están rotas; es decir, siguen rotas, están rotas desde hace casi medio siglo. Nadie las arregla. ¿Por qué? No se sabe. Las cosas son así.
Es una lástima, porque Buenos Aires es una ciudad muy bella. Tampoco creo que a los turistas les haga mucha gracia, además de pagarlo todo caro, ir dando tumbos por la ciudad.
¿Pasaré por el bar del hotel Castelar, o por el café Tortoni?
Mejor me voy a casa, antes de encontrarme con alguien y empezar a decir trivialidades como un Babbit en su día libre (2).
A mi lado pasa un señor de pelo gris corriendo velozmente. Está bien: cada persona tiene derecho a elegir su propio curso de acción, aunque sea con celeridad; con tal de que no cause daño a otros…
Una paloma intenta comerse la mitad de una media luna tirada en el suelo, al lado de una sucursal del Banco Francés, pero no puede con ella: es demasiado pesada.
El sol tiene la acidez y la frescura de un vino blanco de pueblo.
Se ven mujeres espectaculares por doquier, de toda edad y condición. Las argentinas, digámoslo una vez más con certidumbre y alegría, son hermosísimas. No les van a la zaga las turistas brasileñas que también se ven por todas partes.
El contraste: un muchacho con el aspecto grisáceo de las piedras de las aceras; esa expresión de las gentes a las que nadie ni nada esperan.
Reparo fuerzas almorzando en El Imparcial con amigos. La sobremesa se prolonga.
Cuando salgo del restaurante se ha nublado; pero pronto fulgirá de nuevo el sol, que ya empieza a calentar a conciencia, en una primavera a punto de ser relevada por el verano: ese segador transpirado con sombrero de paja.
El teatro Avenida da ópera; ya lo saben, ¿no? Me detengo a echar un vistazo a la cartelera, a ver qué se anuncia.
“Carmen” (Bizet), “Der preischütz” (Webber), “Il Mondo della Luna” (Haydn), “Macbeth” (Verdi), “Pagliacci” (Leoncavallo)...
Noto que los precios están caros. Me han dicho que es por el turismo, pero no lo entiendo. A los turistas hay que atenderlos bien y darles buenas cosas a precios razonables, a fin de que vuelvan; o en todo caso que digan a sus compatriotas, a su regreso a sus países, que los han tratado bien.
Esto de los precios, la verdad, yo no lo entiendo. No me entra en la cabeza que las zapatillas cuesten más que los zapatos, que zapatos de primerísima calidad de tiendas de lujo.
Entro en un lugar especializado en cafés y pido un granizado, pero no tienen. ¿Un mazzagran? (1). No saben lo que es. Un café, entonces, con unas gotas de brandy. No tienen brandy. Pues café negro, sin azúcar.
Me voy con la música a otra parte. Doy un tropezón que me hace trastabillar. Las calles están rotas; es decir, siguen rotas, están rotas desde hace casi medio siglo. Nadie las arregla. ¿Por qué? No se sabe. Las cosas son así.
Es una lástima, porque Buenos Aires es una ciudad muy bella. Tampoco creo que a los turistas les haga mucha gracia, además de pagarlo todo caro, ir dando tumbos por la ciudad.
¿Pasaré por el bar del hotel Castelar, o por el café Tortoni?
Mejor me voy a casa, antes de encontrarme con alguien y empezar a decir trivialidades como un Babbit en su día libre (2).
(1) Hielo, brandy, un poco de angostura, café frío y un clavo de olor (molido). El mazzagran fue descubierto por los soldados franceses que defendían en Marruecos la localidad de ese nombre. Hacían café, le ponían hielo y un buen chorro de brandy, o del aguardiente que tuvieran a mano. La mezcla refrescaba y, al mismo tiempo, elevaba el tono vital.
(2) Ver la novela “Babbit”, de Sinclair Lewis.
© José Luis Alvarez Fermosel
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