viernes, 31 de diciembre de 2010

Desde mi silla de lona verde de director de cine

El salón era oblongo, desnudo, extraño. Las paredes estaban pintadas de color indefinido, blanco sucio, quizás. No había muebles ni adornos. Sólo, en una pared, un retrato grisiento y desvaído de Mies van der Rohe. Cerca, otro con la leyenda “menos es más”. Ninguno de los dos tenía marco. Estaban pegados a la pared.
La habitación carecía de zócales, había dos ventanas sin marcos, una en un extremo del cuarto y otra en el otro. Ni ornamentación ni color. Una sustracción continua marcada por una severidad casi monacal.
Un anciano decaído y macilento, de cabello blanquísimo, vestido con un traje oscuro y brillante por el uso prolongado, se desmadejaba en una silla ergonómica. Profundos surcos agrietaban su rostro curtido y grandes venas azules le palpitaban en las sienes. Se veía, por el rictus amargo de su boca sumida, que había sufrido; pero sus ojos, enterrados en gruesas bolsas violáceas, conservaban parte del brillo del que ha visto cosas alegres y disfrutado de buenos momentos, y se acuerda.
Frente a él, sentada en el suelo, había una criatura preciosa, una especie de querubín: un niño en el que no se distinguían colores característicos; lo mismo podía ser rubio que moreno, tener el pelo y los ojos claros como oscuros. Un niño de cualquier raza, de todas las razas.
Sus ojos y su boca sonriente irradiaban un gozo ilimitado, un júbilo que parecía que iba a estallar en carcajadas; era la quintaesencia de la alegría, el optimismo: la felicidad, en suma.
En un momento dado, el anciano se levantó trabajosamente, se acercó al niño, se inclinó sobre él y ambos hablaron unos segundos. Después intercambiaron unos papeles con unos números. El viejo, como quien ha cumplido con un requisito importante y ya puede disponer de sí mismo y de su tiempo, se dirigió a una puerta sin falleba y la traspuso.
El niño se irguió y abrió los brazos, como si quisiera abrazar a alguien, a mucha gente, a todo el mundo.
Restalló una música que me pareció que pertenecía a la Llegada de los Invitados de la ópera Tanhauser, de Wagner. Y me desperté.
Me encontré rodeado de azul y de belleza. Los recuerdos, vestidos de púrpura, corrían a no sé dónde, como liebres a campo traviesa. Escuché decir por todas partes: “¡Feliz Año!”, “¡Feliz 2011! Nadie exclamaba, sin embargo: “¡Preparen las uvas, que van a dar las doce!”.
El caso es que me había quedado dormido en mi silla de lona verde de director de cine. Desde ella os deseo a todos lo mejor de lo mejor, y más aún, si cabe, para el año que empieza y para los sucesivos. Entre otras no menos poderosas razones porque os lo meréceis ampliamente
Extraño, sí, mis uvas de la suerte y las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de mi Madrid, tan querido y añorado.
Pero, darme unos minutos, que tengo aquí cerca una botella de champán puesta a enfriar y ya me estoy sirviendo una copa para brindar por vosotros.
¡Os quiero tanto…!

© José Luis Alvarez Fermosel


Nota de la Editora Asociada, o sea, Maite: El autor, o sea, mi marido, se refiere más o menos elípticamente en los dos primeros párrafos de su texto al movimiento arquitectónico de decoración de interiores denominado minimalismo. ¡Feliz Año!

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