El salón era oblongo, desnudo, extraño. Las paredes estaban pintadas de color indefinido, blanco sucio, quizás. No había muebles ni adornos. Sólo, en una pared, un retrato grisiento y desvaído de Mies van der Rohe. Cerca, otro con la leyenda “menos es más”. Ninguno de los dos tenía marco. Estaban pegados a la pared.
La habitación carecía de zócales, había dos ventanas sin marcos, una en un extremo del cuarto y otra en el otro. Ni ornamentación ni color. Una sustracción continua marcada por una severidad casi monacal.
Un anciano decaído y macilento, de cabello blanquísimo, vestido con un traje oscuro y brillante por el uso prolongado, se desmadejaba en una silla ergonómica. Profundos surcos agrietaban su rostro curtido y grandes venas azules le palpitaban en las sienes. Se veía, por el rictus amargo de su boca sumida, que había sufrido; pero sus ojos, enterrados en gruesas bolsas violáceas, conservaban parte del brillo del que ha visto cosas alegres y disfrutado de buenos momentos, y se acuerda.
Frente a él, sentada en el suelo, había una criatura preciosa, una especie de querubín: un niño en el que no se distinguían colores característicos; lo mismo podía ser rubio que moreno, tener el pelo y los ojos claros como oscuros. Un niño de cualquier raza, de todas las razas.
Sus ojos y su boca sonriente irradiaban un gozo ilimitado, un júbilo que parecía que iba a estallar en carcajadas; era la quintaesencia de la alegría, el optimismo: la felicidad, en suma.
En un momento dado, el anciano se levantó trabajosamente, se acercó al niño, se inclinó sobre él y ambos hablaron unos segundos. Después intercambiaron unos papeles con unos números. El viejo, como quien ha cumplido con un requisito importante y ya puede disponer de sí mismo y de su tiempo, se dirigió a una puerta sin falleba y la traspuso.
El niño se irguió y abrió los brazos, como si quisiera abrazar a alguien, a mucha gente, a todo el mundo.
Restalló una música que me pareció que pertenecía a la Llegada de los Invitados de la ópera Tanhauser, de Wagner. Y me desperté.
Me encontré rodeado de azul y de belleza. Los recuerdos, vestidos de púrpura, corrían a no sé dónde, como liebres a campo traviesa. Escuché decir por todas partes: “¡Feliz Año!”, “¡Feliz 2011! Nadie exclamaba, sin embargo: “¡Preparen las uvas, que van a dar las doce!”.
El caso es que me había quedado dormido en mi silla de lona verde de director de cine. Desde ella os deseo a todos lo mejor de lo mejor, y más aún, si cabe, para el año que empieza y para los sucesivos. Entre otras no menos poderosas razones porque os lo meréceis ampliamente
Extraño, sí, mis uvas de la suerte y las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de mi Madrid, tan querido y añorado.
Pero, darme unos minutos, que tengo aquí cerca una botella de champán puesta a enfriar y ya me estoy sirviendo una copa para brindar por vosotros.
¡Os quiero tanto…!
La habitación carecía de zócales, había dos ventanas sin marcos, una en un extremo del cuarto y otra en el otro. Ni ornamentación ni color. Una sustracción continua marcada por una severidad casi monacal.
Un anciano decaído y macilento, de cabello blanquísimo, vestido con un traje oscuro y brillante por el uso prolongado, se desmadejaba en una silla ergonómica. Profundos surcos agrietaban su rostro curtido y grandes venas azules le palpitaban en las sienes. Se veía, por el rictus amargo de su boca sumida, que había sufrido; pero sus ojos, enterrados en gruesas bolsas violáceas, conservaban parte del brillo del que ha visto cosas alegres y disfrutado de buenos momentos, y se acuerda.
Frente a él, sentada en el suelo, había una criatura preciosa, una especie de querubín: un niño en el que no se distinguían colores característicos; lo mismo podía ser rubio que moreno, tener el pelo y los ojos claros como oscuros. Un niño de cualquier raza, de todas las razas.
Sus ojos y su boca sonriente irradiaban un gozo ilimitado, un júbilo que parecía que iba a estallar en carcajadas; era la quintaesencia de la alegría, el optimismo: la felicidad, en suma.
En un momento dado, el anciano se levantó trabajosamente, se acercó al niño, se inclinó sobre él y ambos hablaron unos segundos. Después intercambiaron unos papeles con unos números. El viejo, como quien ha cumplido con un requisito importante y ya puede disponer de sí mismo y de su tiempo, se dirigió a una puerta sin falleba y la traspuso.
El niño se irguió y abrió los brazos, como si quisiera abrazar a alguien, a mucha gente, a todo el mundo.
Restalló una música que me pareció que pertenecía a la Llegada de los Invitados de la ópera Tanhauser, de Wagner. Y me desperté.
Me encontré rodeado de azul y de belleza. Los recuerdos, vestidos de púrpura, corrían a no sé dónde, como liebres a campo traviesa. Escuché decir por todas partes: “¡Feliz Año!”, “¡Feliz 2011! Nadie exclamaba, sin embargo: “¡Preparen las uvas, que van a dar las doce!”.
El caso es que me había quedado dormido en mi silla de lona verde de director de cine. Desde ella os deseo a todos lo mejor de lo mejor, y más aún, si cabe, para el año que empieza y para los sucesivos. Entre otras no menos poderosas razones porque os lo meréceis ampliamente
Extraño, sí, mis uvas de la suerte y las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de mi Madrid, tan querido y añorado.
Pero, darme unos minutos, que tengo aquí cerca una botella de champán puesta a enfriar y ya me estoy sirviendo una copa para brindar por vosotros.
¡Os quiero tanto…!
© José Luis Alvarez Fermosel
Nota de la Editora Asociada, o sea, Maite: El autor, o sea, mi marido, se refiere más o menos elípticamente en los dos primeros párrafos de su texto al movimiento arquitectónico de decoración de interiores denominado minimalismo. ¡Feliz Año!
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