Hay una tonada de J. Styne y S. Cahn, “Saturday night is the loneliest night in the week” (La noche del sábado es la más solitaria de la semana), que fue uno de los “hits” de Sinatra.
“Jamais le dimanche” (Nunca en domingo) es una película de Jules Dessin interpretada por su mujer, Melina Mercouri y por él en 1960. Ganó un Oscar por la música. La canción era “Los niños del Pireo”.
La tarde del domingo es la más tediosa, la más melancólica y la más dañina de la semana. Ha causado trastornos varios y planteado problemas mentales que, por fortuna, se solucionan el lunes, que tampoco es un día muy lucido.
Ni siquiera uno, que está curtido en el chaflán, ha podido escapar a la ponzoña del domingo por la tarde.
Al acercarse el crepúsculo, el loco corazón acelera su lento latido de atleta, quizás activado por un ronco ritornelo de verbenas lejanas, relojes rotos, antañonas mazurcas y guitarras cuyo trémolo rubricó rupturas de relaciones y despedidas. Los héroes se alejan cabalgando hacia el ocaso…
(El tren partió, sucio y mojado, sembrado de luces dispersas...)
El domigo es un traidor. Te vende el discursito de que es el séptimo día: el elegido por Dios para descansar después de haber creado el mundo; un día tranquilo, proclive al reposo, a la tregua.
Pero en cuanto te descuidas, te clava su aguijón, como ese abejorro que entra por la ventana abierta una noche de verano, y tú lo dejas revolotear, y que se golpée contra las paredes, pobre bicho, ya se irá tal como llegó, y luego te pega un picotazo en el cuello que te hace ver las estrellas y te deja una roncha roja que te escuece durante una semana.
Nunca en domingo hay que cometer la torpeza de poner una música de violines, o un tango, o una canción del tipo de “Ramona”, “Polvo de estrellas”, “Hay humo en tus ojos”, “Para Vigo me voy” o algo de Sibelius; ¡ni qué hablar de “El vals de las velas”!
Los domingos por la tarde no hay que escuchar música, ni mucho menos música romántica.
¡Y nada de tragos! Lo peor que puede hacer uno en esa hora maldita es abrir una botella de champán, o de whisky. Queden las copas para otro día.
Tampoco hay que escribir; ni un pensamiento, ni una reflexión, ni una carta. Una carta menos que menos. ¡A nadie!
Y si llueve, como suele pasar, ¡por el amor de Dios, que no se te ocurra pegar la cara al cristal de la ventana para ver cómo cae la lluvia sobre el jardín, con los árboles floridos si es primavera, o con las ramas desnudas, sin flores ni hojas, retorcidas como sarmientos si es invierno!
En ese caso, lo que hay que hacer es ponerse inmediatamente el pijama, el antifaz de dormir, los tapones para los oídos, tomarse un somnífero, meterse en la cama y taparse con las cobijas hasta las orejas. ¡Hasta mañana!
Ni siquiera hay que esperar a que venga Gil y apague el candil.
“Jamais le dimanche” (Nunca en domingo) es una película de Jules Dessin interpretada por su mujer, Melina Mercouri y por él en 1960. Ganó un Oscar por la música. La canción era “Los niños del Pireo”.
La tarde del domingo es la más tediosa, la más melancólica y la más dañina de la semana. Ha causado trastornos varios y planteado problemas mentales que, por fortuna, se solucionan el lunes, que tampoco es un día muy lucido.
Ni siquiera uno, que está curtido en el chaflán, ha podido escapar a la ponzoña del domingo por la tarde.
Al acercarse el crepúsculo, el loco corazón acelera su lento latido de atleta, quizás activado por un ronco ritornelo de verbenas lejanas, relojes rotos, antañonas mazurcas y guitarras cuyo trémolo rubricó rupturas de relaciones y despedidas. Los héroes se alejan cabalgando hacia el ocaso…
(El tren partió, sucio y mojado, sembrado de luces dispersas...)
El domigo es un traidor. Te vende el discursito de que es el séptimo día: el elegido por Dios para descansar después de haber creado el mundo; un día tranquilo, proclive al reposo, a la tregua.
Pero en cuanto te descuidas, te clava su aguijón, como ese abejorro que entra por la ventana abierta una noche de verano, y tú lo dejas revolotear, y que se golpée contra las paredes, pobre bicho, ya se irá tal como llegó, y luego te pega un picotazo en el cuello que te hace ver las estrellas y te deja una roncha roja que te escuece durante una semana.
Nunca en domingo hay que cometer la torpeza de poner una música de violines, o un tango, o una canción del tipo de “Ramona”, “Polvo de estrellas”, “Hay humo en tus ojos”, “Para Vigo me voy” o algo de Sibelius; ¡ni qué hablar de “El vals de las velas”!
Los domingos por la tarde no hay que escuchar música, ni mucho menos música romántica.
¡Y nada de tragos! Lo peor que puede hacer uno en esa hora maldita es abrir una botella de champán, o de whisky. Queden las copas para otro día.
Tampoco hay que escribir; ni un pensamiento, ni una reflexión, ni una carta. Una carta menos que menos. ¡A nadie!
Y si llueve, como suele pasar, ¡por el amor de Dios, que no se te ocurra pegar la cara al cristal de la ventana para ver cómo cae la lluvia sobre el jardín, con los árboles floridos si es primavera, o con las ramas desnudas, sin flores ni hojas, retorcidas como sarmientos si es invierno!
En ese caso, lo que hay que hacer es ponerse inmediatamente el pijama, el antifaz de dormir, los tapones para los oídos, tomarse un somnífero, meterse en la cama y taparse con las cobijas hasta las orejas. ¡Hasta mañana!
Ni siquiera hay que esperar a que venga Gil y apague el candil.
© José Luis Alvarez Fermosel
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