Cerca del puerto hay un viejo baratillo colmado de heteróclitos objetos procedentes, casi en su totalidad, de la pacotilla marinera.
Un zorro disecado –y apolillado- al fondo, cómodas de madera oscura, espejos nublados, acuarelas que perdieron su alegría hace mil años, libros con las páginas amarillentas.
Tinteros de plata, renegridas tumbagas y un bastón estoque de caña de Malaca con puño de bronce en forma de cabeza de caballo; y debajo el escudo de España en oro y esmalte, como los gemelos del señor marqués, que va todas las tardes a tomarse unos whiskies al bar vasco, con cuadros de regatas, remos cruzados y redes de pesca en las paredes.
En el “bric–à–brac” del puerto se mezclan antiguas lámparas Davy de minero con cantimploras de campaña, cigarreras de oro con iniciales –alguna vendida, quizás, para pagar una deuda de juego o un turno en un “meublé” de lujo para una cita galante-, mapas polvorientos, sextantes. (“Tu negro piano, lleno de sextantes, solloza un vals entre los planisferios…”.)
De una percha de madera oscura pende un pequeño fanal oxidado; de otra, una chaqueta azul de almirante con botones dorados.
El dueño del tabuco quincallero es más bien bajo, tiene los ojos pequeños y azules, casi siempre semicerrados, como las personas acostumbradas a mirar a lo lejos: los marineros, los moros del Rif (1) y la gente de trueno, a ver si hay una buena pelea en la que meterse.
Loro monárquico
Todos llaman Maurice al baratillero de zarandajas y socaliñas, aunque saben que ese no es su verdadero nombre. Dicen que fue marino y que de noche repasa un viejo cuaderno de bitácora a la luz de un lámpara de cobre, como las de los camarotes de los antiguos galeones.
Faltan en la vieja almoneda el mirlo de alas rojas y la tanagra escarlata de Stendhal; pero hay un loro grande, un guacamayo hermoso de plumas bermejas, azules y verdes que grita cada tanto: ¡Viva el rey! –nadie sabe cuál- desde su jaula, ubicada en un rincón junto a un fusil de retrocarga tipo Hall (2).
Fuera, el mar y el horizonte lejano. Casi cada día se alternan el sol y la bruma. Mañanita de niebla, tarde de paseo.
Gabarras. Y las grúas, que parecen esqueletos de hierro.
El vetusto “bric-à-brac” extemporáneo tiene un aire enigmático y ligeramente sórdido, como casi todos los establecimientos de ese ramo, húmedos, con olor a óxido de hierro y a una especia difícil de identificar.
La luz del puerto es ambarina y amable, cuando el día está límpido. En las bodegas esperan a que se haga de noche para salir todos los gatos que de noche son pardos.
Una vela triangular, mediterránea. “Junto al mar latino te diré mi verdad…”.
(1) Comarca del Norte de Africa.
(2) Apellido de un armero inglés, autor de un proyecto de fusil patentado en 1818, del que se hizo un prototipo experimental en Nápoles.
© José Luis Alvarez Fermosel
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