Rindamos homenaje en
el Día Mundial de los Animales a nuestros hermanos menores, los animalitos de
Dios que nos acompañan como mascotas en el calor del hogar y donde quiera que
estemos, que nos prestan una ayuda inapreciable en infinidad de tareas y
labores y nos cuidan y nos defienden a ultranza.
No necesitan para
estar a nuestro lado, brindándonos afecto y una lealtad ciega, más que una frugal
pitanza, un cuidado elemental y, desde luego, nuestra presencia.
Sin embargo, son
maltratados en las cinco partes del
mundo por muchos seres humanos: esos seres sombríos y esquinados, crueles, cobardes
en extremo e ingratos.
No se concibe que se
patée, porque sí, a un pobre gato perdido en la calle o se ahorque con un
alambre a un viejo galgo –un galgo no vale una bala he oído decir,
estremeciéndome- que ya no puede correr a la misma velocidad de la liebre que
tiene que cazar a campo traviesa. Gente sin corazón, de alma negra.
Nada tan agradable
como oir piar a los pájaros tempraneros en las mañanas luminosas de la primavera,
o ver de pronto en la oscuridad del bosque los enormes y fosforescentes ojos
amarillos de la lechuza, o el atlético salto de la rana al charco, o sentir en
la mano el peso leve y acariciador de la ardilla que mora en el árbol del
bulevar, y se ha acostumbrado a bajar a la calle y jugar con los niños, que les
dan avellanas.
Yo las he visto en
las inmediaciones de la Casa Blanca, en Washigton, en el parque de El Retiro de
mi Madrid natal y en otros lugares de otras ciudades.
Mientras escribo
estas líneas, mi perra Dolce, que ya está viejecita, pero sigue animosa y ágil
de cuerpo y de espíritu, me mira desde mi sillón favorito, del que tomó
posesión desde que lo trajeron con sus ojos redondos y negros como botones de
azabache, que tienen una expresión aprobadora.
Para mí que sabe de
lo que estoy escribiendo.
© José Luis Alvarez Fermosel
Notas relacionadas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario