El odio es lo opuesto al amor, definió con gran
sencillez Elie Wiesel.
Con él coincidieron, entre otros muchos, René
Descartes, Baruch Spinoza, David Hume…
El odio es de larga duración, es más una actitud que
un estado emocional temporal, como la ira. Es un sentimiento destructivo, irracional,
que tiene algo de repulsivo y mucho de aversión hacia personas, animales o
cosas.
El odio se nutre de sentimientos como la envidia, la
codicia de los bienes ajenos, la rivalidad, el resentimiento, la frustración…
También puede odiarse a impulsos de la indignación,
que es no es innoble, o cuando uno es objeto de una injusticia, de un acoso, o
de agresiones repetidas.
Los peores odiadores son los que odian porque sí,
porque son odiadores por naturaleza, porque nacieron así. Pasa lo mismo con los
envidiosos, o con muchos de ellos, que envidian desde que nacen.
El armero de Tarascón (ver nota relacionada) envidia
al héroe local, Tartarin (1) hasta el extremo de que sufre ataques que parecen
de epilepsia cuando se entera de un éxito, o un logro de quien él considera su principal
competidor en cuestiones de popularidad.
El odio nubla la razón, enloquece. De ahí que por odio
se cometan iniquidades y se llegue al crimen.
Odiar se ha odiado siempre, sabido es. Desde Caín
hasta los políticos actuales, que se odian entre sí y a los que odia la gente
por los desastres que hacen constantemente, y por su rapacidad.
En todas las épocas hubo odiadores notorios, como
Herodes, Nerón, Cromwell, Hitler, Stalin
No seguimos porque no terminaríamos nunca.
Además, saldrían a relucir nombres de personas
odiosas, y también de odiadores que podrían dedicarnos una parte de su odio, y
no nos gusta odiar ni que nos odien, aunque esto último no podamos evitarlo.
Odiadores profesionales
La publicidad definió años ha como “El hombre al que
le gustaría odiar” al director de cine y actor austríaco Erich von Stroheim,
con su cabeza afeitada (fue un precursor); elegante según los dictados de la
época, con monóculo y el cigarrillo en un larga boquilla de marfíl.
Antonio Astorga nos recuerda que en el café Gijón de
Madrid había odiadores profesionales, que odiaban por encargo de otros que los
pagaban. Casi todos tenían poco o mucho del odiado, al menos en lo físico, con
la excepción del de Camilo José Cela, que era calvo y bajito. El de Buero
Vallejo era grave, como el mismo Buero –un excelente dramaturgo-.
Había un escritor con dos zetas en su apellido que
tenía fama de “jettatore”. Su odiador lo era a conciencia. Un día tropezó con
un camarero que llevaba una bandeja llena de tazas de café y allá volaron
tazas, platos y cucharillas y algunos contertulios resultaron escaldados con el
café caliente. Otra vez se ligó un puñetazo que en realidad no estaba destinado
a él, cayó sobre una mesa, barrió todo lo que había en ella y dio por fin con
sus huesos en el santo suelo.
Francisco Umbral dijo del odiador: “El enemigo, el
odiador, el que ha hecho del odiarnos su profesión, el ángel custodio de
nuestra muerte en vida, tiene temporadas de asténico, de falso muchacho con
suéters acusadoramente gastados, como tiene días de gordo albino, sonrisa
blanca y blanda, cordialidad apaisada y
letal, manos sudadas y alguna enfermedad que se le adivina por dentro, como el
contrabando mortal de su estar vivo”.
Hay muchas frases sobre el odio por ahí volando. Nos
quedamos con ésta como final: Si odias a una persona, pregúntate alguna vez
si de verdad merece la pena que la odies, y si no sería mejor que la ignoráras.
(1) Tartarin de Tarascón, personaje de varias novelas
costumbristas del escritor francés Alphonse Daudet.
© José Luis Alvarez Fermosel
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