“Quel serait mon plus grand malheur? L’exil.”
(André Maurois)
Las notas de la canción del inmigrante
rebotan con saudades indescriptiblas contra una lontananza que se torna cada
vez más lejana. Y hay música triste de gaitas, y percutir de panderos monótonos.
La canción del inmigrante es la canción de
la amargura del destierro.
La tragedia de aquel que abandona su
tierra y llega a un país extraño, con otros modos de vida, otras costumbres y a
veces otro idioma, en busca de un futuro mejor, o por las razones que sean es
de las peores que puede sufrir un ser humano.
A veces al inmigrante le va bien,
económica y socialmente hablando. Después de trabajar de sol a sol durante
muchos años –en lo que sea- consigue lo que en la calle se llama un buen pasar.
Sus hijos, los que deciden estudiar, pasan
por la universidad, de la que salen con un título. (“M’hijo El Dotor”, del
dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez.) Otros trabajan con el padre.
Algunos inmigrantes viajan a su patria
lejana al cabo de muchos años, pero allí ya nada es igual. En la aldea, de la
familia sólo queda una prima viejecita que cultiva tomates en un jardín con
pretensiones de huerta, y tiene un no menos añoso perro que se echa a sus pies
cuando ella se sienta en una mecedora por la noche, frente al televisor.
Su novia se casó con el hijo del dueño de
la tienda de ultramarinos y se fue a la capital.
Su casa, la casa de la que se fue soñando
con una vida mejor, la casa en que nació fue derribada y en su lugar hay una
sucursal de La Caixa de Galicia.
La taberna a la que iba a tomar un vasito
del vino de la tierra, terminada la faena, es hoy un locutorio con
computadoras.
El poeta español Néstor Astur Fernández,
que vivió la mayor parte de su vida lejos de su amada Asturias natal, reflejó
magistralmente en sus versos la nostalgia del terruño perdido, siempre soñado, que
va royendo lenta e inexorablemente el corazón del desterrado hasta convertirlo
en una llaga viva. La triste canción del inmigrante.
Astur, como se le llamaba cariñosamente en
Buenos Aires, publicó esta poesía, perteneciente a la serie Poemas del Camino
en el diario La Prensa de Buenos Aires, en 1977.
El
desterrado
I
Desde la
orilla otea brumas de lejanía.
Fue allá
-donde talaron los árboles sagrados-
donde
hacharon su vida.
Y allá
lejos, muy lueñe, detrás del horizonte,
quedó
inmóvil un mundo. Ese mundo era el suyo.
Siente
calar la ausencia, gota a gota, en sus días,
y
atracción de raíces bajo el humus lejano.
A veces,
cuando añora, presagia un paraíso
a través
del retorno; pero no es más que un sueño.
La
realidad es otra, porque es otra la vida.
No
siempre la esperanza leuda las ilusiones.
Por eso
cuando adviene la hora del ocaso,
y todo
le sugiere angustias y fatiga,
desde un
acantilado cortado a pico, sueña
siempre
con esa tierra
por la
que sufre el nombre fatal de desterrado.
II
Su
memoria recubre de verdor el paisaje,
y la
nostalgia enciende las rosas del invierno;
de oro y
nácar las playas, mientras se va quedando
triste,
apagado, seco.
¡Oh,
infancia hecha de ensueño, de mimo, de ternura;
adolescencia
ardiente, juventud impetuosa!
Ahora
desde el exilio las ve allá en lontananza,
pero
llorar no sabe. No le enseñaron nunca.
No he de
volver –presiente-,
no he de
volver -se dice-.
No ha de
tornar al punto de partida, al origen,
para
cerrar su ciclo.
Sus
brazos fueron mástiles, y están rotas las velas.
Todo su
cuerpo un asta. Se quedó sin bandera.
Ceniza
de tabaco le susurra el memento,
y está
de pie y suspira, creyendo que está vivo.
© José Luis Alvarez Fermosel
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