jueves, 17 de octubre de 2013

La canción del inmigrante



“Quel serait mon plus grand malheur? L’exil.”                                         
(André Maurois)  

Las notas de la canción del inmigrante rebotan con saudades indescriptiblas contra una lontananza que se torna cada vez más lejana. Y hay música triste de gaitas, y percutir de panderos monótonos.   
La canción del inmigrante es la canción de la amargura del destierro.
La tragedia de aquel que abandona su tierra y llega a un país extraño, con otros modos de vida, otras costumbres y a veces otro idioma, en busca de un futuro mejor, o por las razones que sean es de las peores que puede sufrir un ser humano.
A veces al inmigrante le va bien, económica y socialmente hablando. Después de trabajar de sol a sol durante muchos años –en lo que sea- consigue lo que en la calle se llama un buen pasar.
Sus hijos, los que deciden estudiar, pasan por la universidad, de la que salen con un título. (“M’hijo El Dotor”, del dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez.) Otros trabajan con el padre.
Algunos inmigrantes viajan a su patria lejana al cabo de muchos años, pero allí ya nada es igual. En la aldea, de la familia sólo queda una prima viejecita que cultiva tomates en un jardín con pretensiones de huerta, y tiene un no menos añoso perro que se echa a sus pies cuando ella se sienta en una mecedora por la noche, frente al televisor.
Su novia se casó con el hijo del dueño de la tienda de ultramarinos y se fue a la capital.
Su casa, la casa de la que se fue soñando con una vida mejor, la casa en que nació fue derribada y en su lugar hay una sucursal de La Caixa de Galicia.
La taberna a la que iba a tomar un vasito del vino de la tierra, terminada la faena, es hoy un locutorio con computadoras.
El poeta español Néstor Astur Fernández, que vivió la mayor parte de su vida lejos de su amada Asturias natal, reflejó magistralmente en sus versos la nostalgia del terruño perdido, siempre soñado, que va royendo lenta e inexorablemente el corazón del desterrado hasta convertirlo en una llaga viva. La triste canción del inmigrante.
Astur, como se le llamaba cariñosamente en Buenos Aires, publicó esta poesía, perteneciente a la serie Poemas del Camino en el diario La Prensa de Buenos Aires, en 1977.

El desterrado

I
Desde la orilla otea brumas de lejanía.
Fue allá -donde talaron los árboles sagrados-
donde hacharon su vida.
Y allá lejos, muy lueñe, detrás del horizonte,
quedó inmóvil un mundo. Ese mundo era el suyo.
Siente calar la ausencia, gota a gota, en sus días,
y atracción de raíces bajo el humus lejano.
A veces, cuando añora, presagia un paraíso
a través del retorno; pero no es más que un sueño.
La realidad es otra, porque es otra la vida.
No siempre la esperanza leuda las ilusiones.
Por eso cuando adviene la hora del ocaso,
y todo le sugiere angustias y fatiga,
desde un acantilado cortado a pico, sueña
siempre con esa tierra
por la que sufre el nombre fatal de desterrado.

II
Su memoria recubre de verdor el paisaje,
y la nostalgia enciende las rosas del invierno;
de oro y nácar las playas, mientras se va quedando
triste, apagado, seco.
¡Oh, infancia hecha de ensueño, de mimo, de ternura;
adolescencia ardiente, juventud impetuosa!
Ahora desde el exilio las ve allá en lontananza,
pero llorar no sabe. No le enseñaron nunca.
No he de volver –presiente-,
no he de volver -se dice-.
No ha de tornar al punto de partida, al origen,
para cerrar su ciclo.
Sus brazos fueron mástiles, y están rotas las velas.
Todo su cuerpo un asta. Se quedó sin bandera.
Ceniza de tabaco le susurra el memento,
y está de pie y suspira, creyendo que está vivo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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