El gato estaba a la entrada de la plaza, tomando el solecico de la atardecida, tan ricamente. Era un gatazo negro, lustroso, de ojos color de ámbar que se le cerraban cada tanto.
Era evidente que el gato se estaba echando una siestecita, un poco pasada la hora de la siesta, pero no importaba, porque lo que Camilo José Cela califica de yoga hispánico puede practicarse a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre y cuando éste reúna las mínimas condiciones de comodidad.
En la plaza ya no quedaba casi nadie. Un señor de pelo largo, gris, y una barba descuidada, leía un diario de Montevideo sentado en un banco, al fondo. Una pareja de novios se abrazaba bajo un ombú. Otros gatos iban y venían, con cierto aire de preocupación, de un lado a otro. Esperaban, seguramente, que llegara ese matrimonio viejecito que va todos los días a darles de comer.
El cielo se nublaba por Poniente. Olía a hierba húmeda –recién regada- y la tarde se prolongaba, remolona como el gato negro, que seguía hecho un ovillo con la cabeza entre las patas delanteras, ajeno al sordo rumor del tráfago callejero y al paso de la gente.
De pronto, una paloma cenicienta y pesada que vino volando de no sé dónde se posó sobre el lomo del gato, que se quedó impertérrito. Después de su aterrizaje, por así llamarlo, la paloma, o el palomo, se esponjó tranquilamente, metió el pico bajo un ala, lo sacó enseguida y permaneció inmóvil, mirando cada tanto a diestra y siniestra con sus ojillos oscuros, ribeteados de rojo.
Lamenté no tener una cámara fotográfica. De llevarla, habría podido hacer por lo menos una foto que me hubiera servido de prueba, porque di por sentado que cuando contara lo que había visto nadie me creería, como así fue.
Pero, en fin de cuentas, ¿qué tiene de particular que una paloma confraternice con un gato, siempre y cuando éste haya comido bien...?
Los animales, todos, incluso los que se consideran más feroces, no se comen los unos a los otros ni se agreden porque sí, como hace el hombre. Es cierto que el pez grande se come al chico, el leopardo a la gacela y otros a otros, pero sólo por extrema necesidad de subsistencia.
Precisamente, hablando de gacelas, volví a ver el otro día por televisión ese documental en el que un hipopótamo trata de salvar a una gacela, herida de muerte por las dentelladas de un cocodrilo, de cuyas fauces pudo escapar por milagro.
El hipopótamo salió del mismo río donde estaba el cocodrilo que apresó a la gacela en la orilla, y que pudo zafarse del golpe de gracia del saurio y caer unos pasos más allá. El hipopótamo la empujaba con el hocico y le daba grandes lametazos, tratando de reanimarla. Pero, al fin, la pobre gacela murió y el hipopótamo, visiblemente entristecido, volvió a meterse en el rio.
Así que no es nada raro, creo yo, que una paloma decida de pronto posarse en el lomo de un gato que está durmiendo la siesta, y sestear ella también, mirando el paisaje urbano en la pesada tarde porteña, desde un gato bonachón, permisivo y somnoliento.
Era evidente que el gato se estaba echando una siestecita, un poco pasada la hora de la siesta, pero no importaba, porque lo que Camilo José Cela califica de yoga hispánico puede practicarse a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre y cuando éste reúna las mínimas condiciones de comodidad.
En la plaza ya no quedaba casi nadie. Un señor de pelo largo, gris, y una barba descuidada, leía un diario de Montevideo sentado en un banco, al fondo. Una pareja de novios se abrazaba bajo un ombú. Otros gatos iban y venían, con cierto aire de preocupación, de un lado a otro. Esperaban, seguramente, que llegara ese matrimonio viejecito que va todos los días a darles de comer.
El cielo se nublaba por Poniente. Olía a hierba húmeda –recién regada- y la tarde se prolongaba, remolona como el gato negro, que seguía hecho un ovillo con la cabeza entre las patas delanteras, ajeno al sordo rumor del tráfago callejero y al paso de la gente.
De pronto, una paloma cenicienta y pesada que vino volando de no sé dónde se posó sobre el lomo del gato, que se quedó impertérrito. Después de su aterrizaje, por así llamarlo, la paloma, o el palomo, se esponjó tranquilamente, metió el pico bajo un ala, lo sacó enseguida y permaneció inmóvil, mirando cada tanto a diestra y siniestra con sus ojillos oscuros, ribeteados de rojo.
Lamenté no tener una cámara fotográfica. De llevarla, habría podido hacer por lo menos una foto que me hubiera servido de prueba, porque di por sentado que cuando contara lo que había visto nadie me creería, como así fue.
Pero, en fin de cuentas, ¿qué tiene de particular que una paloma confraternice con un gato, siempre y cuando éste haya comido bien...?
Los animales, todos, incluso los que se consideran más feroces, no se comen los unos a los otros ni se agreden porque sí, como hace el hombre. Es cierto que el pez grande se come al chico, el leopardo a la gacela y otros a otros, pero sólo por extrema necesidad de subsistencia.
Precisamente, hablando de gacelas, volví a ver el otro día por televisión ese documental en el que un hipopótamo trata de salvar a una gacela, herida de muerte por las dentelladas de un cocodrilo, de cuyas fauces pudo escapar por milagro.
El hipopótamo salió del mismo río donde estaba el cocodrilo que apresó a la gacela en la orilla, y que pudo zafarse del golpe de gracia del saurio y caer unos pasos más allá. El hipopótamo la empujaba con el hocico y le daba grandes lametazos, tratando de reanimarla. Pero, al fin, la pobre gacela murió y el hipopótamo, visiblemente entristecido, volvió a meterse en el rio.
Así que no es nada raro, creo yo, que una paloma decida de pronto posarse en el lomo de un gato que está durmiendo la siesta, y sestear ella también, mirando el paisaje urbano en la pesada tarde porteña, desde un gato bonachón, permisivo y somnoliento.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
Es cierto que es una pena que no haya tenido una máquina de fotos para esa imagen que hubiera sido hermosísima. Sin dudas. Pero ud. escribe y describe tan bien las cosas y las circunstancias, que a mi me da la sensación de estar leyendo un libro porque me hace volar con la imaginación. Mil felicitaciones. Besos. Cristina (de Olivos)
¡Cuánto me alegro, Cristina, de que te dé la sensación de ver las cosas que yo escribo, como quien ve una foto o una película! Es cosa de nuestro oficio. ¡Pobre el de nosotros que no tenga la capacidad de hacer ver a la gente con lo que escribe! Muchas gracias por tus felicitaciones y muchos cariños.
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