lunes, 28 de febrero de 2011

Sobre callar y opinar

Anónimo
El bobo, si es callado, por talento es admirado.

Abraham Lincoln (1808-1865) Político estadounidense
Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.

Ernest Hemingway (1896-1961) Escritor estadounidense
No pierdas tan bellas ocasiones de callar como a diario te ofrece la vida.

Noel Clarasó (1905-1985) Escritor español
Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda.

Mark Twain (1835-1910) Escritor y periodista estadounidense
Hace más ruido un sólo hombre gritando que cien mil callados.

José de San Martín (1776-1850) Militar y político argentino
Muchas veces lo que se calla hace más impresión que lo que se dice.

Píndaro (521 AC-441 AC) Poeta griego
En boca cerrada no entran moscas.

Refranes

Quien calla, otorga.
Al buen callar llaman Sancho.
Bendito sea el hombre que no teniendo nada que decir se abstiene de demostrárnoslo con sus palabras.
Donde las dan las toman y callar es bueno.

Opinar

Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho.
No existen opiniones estúpidas, solo estúpidos que opinan.
Cuando un imbécil se queda sin argumentos, intenta imponer su opinión gritando, insultando o por la fuerza.
Cuando des una opinion, dala con fundamento; en caso contrario, dejarás a la luz tu ignorancia.
No des nunca un paso atrás ni para tomar impulso.

© Por la transcripción: J. L. A. F.

domingo, 27 de febrero de 2011

Clasica y Moderna

Natu Poblet dice en la dedicatoria del libro 70 años de Clásica y Moderna, que tuvo la gentileza de regalarme: Para el Caballero Español, por los buenos ratos de tanto tiempo.
Todos nosotros hemos pasado buenos ratos durante muchos años en el cálido y grato reducto de Clásica y Moderna.
¿Quiénes somos todos nosotros? Pues todos aquellos a los que nos gustan los libros, los buenos ambientes y los amigos.
Clásica y Moderna es una de las más importantes librerías de Buenos Aires, cuya historia se cuenta pormenorizadamente en el libro al que me referí antes, prologado por Ernesto Schoo, escrito por Álvaro Abós, bajo la dirección de Natu, al cuidado de Graciela Gliemno y traducido al inglés por Ian Barnett.
Intervinieron también Judith Gociol, Felicitas Luna, Rolando Costa Picazo, Daniel Gigena y Horacio G. de Vincenzo. El diseño es de Schavelzon y Ludueña.
No faltará alguno que se pregunte: ¿Por qué tanta gente para escribir un libro? Porque éste no es un libro convencional. Es un documento, el compendio de la historia fundacional y el desarrollo posterior de Clásica y Moderna y una pieza de colección.
Fue editado con el aporte económico de varias editoriales e instituciones. Mide 20 por 20 centímetros, tiene 156 páginas y está ilustrado por un centenar de fotografías.
Clásica y Moderna fue declarada Sitio de Interés Cultural por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Bar y Librería Notable por la Comisión de Patrimonio del Gobierno de la Ciudad y recibió el premio Konex 2004 (Letras. Mención Especial) y el de la Cámara Española de Comercio en la Argentina a la empresa PyME del año 2006.

Un feudo literario y cultural

Francisco Poblet padre fundó en 1938 la librería Clásica y Moderna. En 1986 la librería habilitó un café-bar-restaurante que desde entonces frecuentan escritores, periodistas, pintores, letrados, músicos y representantes de la cultura y otros quehaceres relacionados, fundamentalmente, con la letras y las artes. Se ofrecen espectáculos de variada índole, desde presentaciones de libros hasta conciertos de conjuntos musicales. Un piano solloza tangos en la penumbra.
Yo estoy unido por un cable que me conecta, desde la Clásica y Moderna de Buenos Aires al Café Gijón de Madrid y electrifica mi solaz por los libros, los cafés, las tertulias y los amigos. Sino que en el Gijón no hay más libros que los que llevan los parroquianos.
Conocí a los hermanos Poblet, Natu y Paco, casi recién llegado a Buenos Aires. Y desde entonces me hice amigo de ellos. Con Paco –que nos dejó infaustamente hace algunos años- he vivido jornadas inolvidables, “intra” y “extra muros” de su Clásica y Moderna. Solía acompañarnos otra amigo entrañable, también desaparecido por el negro escotillón de la muerte: mi colega y tocayo José Luis Agromayor.
Paco escribió una deliciosa novela, Viuda de Adán e hijos, editada por Planeta. Estuve en la presentación y tengo un ejemplar dedicado.
Nunca olvidaré a Paco, un hombre vital por encima de todo, abierto, generoso, buen amigo, con gracia y al mismo tiempo con sentido del humor, dos cosas distintas que casi nadie tiene a la vez.
Los Poblet crearon el premio que lleva su apellido, calcado del Goncourt, sin dotación económica pero de marcada significación en el mundo de las letras argentinas.

Leer es un placer

A Natu la traté siempre en la librería, de la que sigue siendo el alma, como no podía ser menos, tratándose de una fanática de la lectura como ella y de una persona de gran bondad, inteligente, sensible, afectuosa y con muy buena mano para las relaciones humanas. Hemos compartido innumerables cafés y hablado “ad infinitum” de literatura, libros y casi todo lo divino y lo humano. Coincidimos en muchas cosas, entre ellas la afición a las novelas. Quizás por eso sea uno tan novelero. (1)
Natu, que es arquitecta, aunque me parece que nunca ejerció la carrera, tiene un espacio, Leer es un placer, en Radio El Mundo, junto a Carlos Clérici y una columna de libros, Haciendo camino, en el programa de Carlos Rodari.
El gran escritor español Rafael García Serrano, aficionado a los libros, los barcos y los bares, decía que la barra de un bar es como el espigón de un puerto, como el muelle más seguro, y allí nos amarramos entre singladura y singladura.
“Somos –decía Rafael- a un tiempo barcos y marineros y en ese sentido hay quien tiene un amor en cada barra. Todos podemos ir al puerto que nos dé la gana, pero en general estamos matriculados en el que más nos gusta”.
Por mi parte, soy José Luis, matrícula de Clásica y Moderna, y cuando fondeo en esa rada siento que he llegado a buen puerto.

(1) En España se dice de la persona apasionada en general y aficionada a novelerías, esto es, a cosas novelescas y fantásticas.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 26 de febrero de 2011

Pregunta


jueves, 24 de febrero de 2011

La verdad de la milanesa

No es la primera vez que me refiero con admiración y simpatía a Angélica Gorodischer. No estoy completamente seguro –ha pasado mucho tiempo-, pero me da la impresión de que ella escribía la columna de Mujeres en la revista Play Boy cuando yo hacía la de Hombres.
En cualquier caso, siempre me gustó su forma de escribir, su dedicación a los pequeños temas –sin abdicar de sus grandes líneas-, su interés por los detalles y su visión del ángulo de trastienda de los personajes.
Es subjetiva, y está en lo cierto. No hay nada más universal que la propia subjetividad.
Cuando aún aletea la cocina molecular en ciertas mesas y todos seguimos bebiendo –y siguen premiándose- vinos negros que dejan la copa manchada de azul y saben a frambuesa, Angélica Gorodischer nos revela desde Rosario la verdad de la milanesa -¡ahí es nada!-.
En primera persona, porque el “yo”, según Marguerite Yourcenar –una escritora detestada por los esnobs- es una comodidad gramatical, filosófica y psicológica.
A propósito, se dice que la milanesa fue un invento argentino.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:
Arte culinario

miércoles, 23 de febrero de 2011

Dichos y dicharachos

Hay que tener todo lo que se debe, aunque se deba todo lo que se tiene.
Si quieres que te cante, la “pasta” por delante.
Si me “quitrican” que me “quitriquen”, “pá” lo que me “potregen”.
Al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
No te digo que te vistas, pero ahí tienes la ropa.
No importa cuantos sean, sino que vayan saliendo.
Según tu trapo, así te trato.
Tiene menos dinero que uno que se está bañando.
La necesidad es la madre de la inventiva.
Es más listo que siete brujas.
Se lleva uno a la Trini al granero y se enteran Mariquilla y toda la villa.
Si sale con barba San Antón, y si no, la Purísima Concepción.
Dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma opinión.
Tampoco es cuestión de irse al charco.
Sabe más que el lapiz.

© Por la transcripción: J. L. A. F.

martes, 22 de febrero de 2011

Sobre el origen de la expresión OK

La expresión estadounidense OK para señalar que todo está bien ha dado la vuelta al mundo, como se sabe. Se usa ya en todas partes e incluso en España está reemplazando al castizo “¿vale?”.
Sobre su origen, el diario La Nación de Buenos Aires publicó un interesante artículo en el que se explica que las dos famosas letras juntas aparecieron por primera vez el 23 de marzo de 1839 en el diario estadounidense Boston Morning Post.
En la nota, que firma Luis Ini, se desestiman otras versiones acerca del origen de la expresión.
La BBC, por su parte, se refiere a cómo el OK conquistó el mundo como una forma de afirmar o expresar conformidad sin necesidad de dar una opinión.
Todo claro, OK?; quiero decir: ¿Vale?

© J. L. A. F.

Notas relacionadas:
De cómo el OK conquistó el mundo
Cuando la expresión OK ya estuvo OK

lunes, 21 de febrero de 2011

Diccionario para esnobs

Ya conocemos los gustos de los esnobs en materia de literatura. Nos resta saber lo que no les gusta.
Para enterarnos, deberemos leer el Diccionario de Literatura para Esnobs de Fabrice Gaignault, que acaba de editarse en España y está vendiéndose como pan caliente. Pronto llegará a la Argentina.
Leamos, mientras tanto, una nota de David González titulada Una Wikipedia en papel enumera los 10 libros más odiados por los escritores esnobs (ver nota relacionada).
González dice: "En este compendio reaparecen mini biografías de escritores de culto, olvidados, drogadictos, suicidas, pero muy admirados por los literatos esnobs", quienes según afirma Gaignault en el prólogo de su libro deberían acreditarse como “(…) una secta selectiva que siempre preferirá colocar en la cúspide de su panteón personal a un autor desconocido, aunque considerado por motivos que le incumben en exclusiva, mil veces superior a cualquiera de las eminencias universales de las letras”
En la lista de los diez autores más detestados por sus homólogos pertenecientes a la secta selectiva a la que se refiere Gaignault figuran Albert Camus, André Malraux, Jean Paul Sartre, Marguerite Duras y Ernest Hemingway.

© J. L. A. F.

domingo, 20 de febrero de 2011

El perro diabólico

Coincido punto por punto y coma por coma con Arturo Pérez Reverte, que defiende a machamartillo los libros de papel, que pueden leerse a la luz de la luna.
Poéticamente por momentos, y siempre con su contundencia habitual, el autor de la saga del capitán Alatriste reivindica el libro de papel en una columna publicada en la revista dominical del diario La Nación de Buenos Aires.
Mi compatriota y colega, ex reportero de guerra, siempre periodista, escritor y académico, dice más de cuatro verdades de a puño en su columna, titulada “Leer con con luz de luna”.
“Con un libro electrónico, sea El gatopardo o El perro de los Baskerville, no puedo anotar en sus márgenes, subrayar a lápiz, sobarlo con el uso, hacerlo envejecer a mi lado y entre mis manos, al ritmo de mi propia vida”, dice el escritor español.
Pérez-Reverte –y algunos más, entre ellos un servidor- está harto de toparse con pantallas en todas partes, hasta en el bolsillo, y se niega a transformar su biblioteca de 30.000 volúmenes en un cybercafé.
El autor de El maestro de esgrima –que he leído varias veces- es uno de los escritores y lectores españoles que ha tocado el tema del libro electrónico con más sinceridad y convencimiento.
El tema es una de las cuestiones palpitantes –que diría Emilia Pardo Bazán- de esta sociedad distópica del tercer milenio.
Leo el artículo de Pérez-Reverte precisamente cuando acabo de recibir de Casa del Libro de mi añorado Madrid –gracias a los buenos oficios de Maite, otra vez-, uno de los libros de mi niñez que más feliz me hicieron con la lectura de sus casi 600 páginas, que devoré en pocos días en un rincón de mi cuarto, junto a la estufa de carbón, convaleciente de una bronquitis.
Había nevado. La contemplación del jardín del viejo caserón de la Dehesa de la Villa me hacía evocar –con mi calenturienta imaginación-, los paisajes del Yukon tan bien descritos en las novelas de James Oliver Curwood.
El libro que me llega de Madrid por correo certificado es El perro diabólico, de Frederick Marryat, un avezado marino inglés y uno de los primeros y mejores narradores de aventuras en el mar, precursor de C. S. Forrester y Patrick O’ Brien y admirado por Conrad y Hemingway.
Pertenece al club Diógenes de Valdemar, está magníficamente traducido por Francisco Desantos y en la portada campea la reproducción en color de un cuadro excelente de John Atkinson Grimshaw sobre un tema recurrente en el pintor de sombríos muelles a la luz de la luna –la misma luna a cuya luz puede leerse un libro…-: el puerto de Whitby.
El ejemplar que yo tuve era de Editorial Molino, que editó tantas novelas de aventuras, incluídas las de los hierbateros de Karl May, un alemán que escribió novelas del Oeste americano.
El placer que antes de volver a leerlo me está proporcionando El perro diabólico, de lustrosa portada y páginas tan suaves que acarician los dedos al pasarlas, no podría dármelo una sucesión de letras Comic Sans, por ejemplo, desfilando por la pantalla del ordenador.
Arturo, tienes razón. Y gracias.
Porque con la lectura de tu estupendo artículo he sido capaz de mandar al síndrome del domingo por la tarde a hacer puñetas.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:
Leer con luz de luna

Arcoíris

El sol brillaba en todo su esplendor. El cielo era de un azul tan duro que parecía mineral. Dos o tres nubes se habían alejado de su rebaño y rodaban sin ton ni son, deshilachándose.
Sin embargo, gruesas gotas de lluvia caían, sesgadas y violentas, muy separadas unas de otras; y al romperse contra el asfalto dibujaban grandes manchas redondas, de un color oscuro que se desleía enseguida, yendo hacia el gris.
Me refugié bajo la marquesina de una sastrería. Había unas telas preciosas en el escaparate. Y como siempre en estos casos, me acometieron tentaciones de entrar y encargarme un traje para usarlo furiosamente durante unos cuantos días, colgarlo después junto a los otros y olvidarme de él por una temporada larga o regalárselo a mi hijo, que tiene mis mismas medidas -¡qué capricho!-.
Una de las nubes perdidas ocultó en su paso errante el sol naranja. Se esfuminó la tarde recién nacida. Pero la boba nube retomó su ignoto rumbo y el sol reapareció, descargando de nuevo su cruda luz, que doraba fachadas, muros, tejados y cúpulas

La lluvia había cesado

La lluvia había cesado. El suelo humedecido, según iba secándose, despedía un vapor que aumentaba la temperatura de la atmósfera.
Abandoné mi refugio y me encaminé hacia la avenida. Apenas di tres o cuatro pasos lo vi. ¡El arcoíris!
Había salido el arcoíris, o el arco iris -que de ambas maneras puede decirse-, tornando policroma la tarde.
¡No sé el tiempo que hacía que no veía yo el arcoíris! De modo que experimenté una sensación muy grata, porque si bien el arcoíris luce mejor a campo abierto, sobre los picos de una montaña, o sobre el mar, también hace bonito en la ciudad.
Va a cambiar la suerte –pensé-. Este es un buen síntoma. Todo va a ir bien de ahora en adelante. Mañana empiezo a apostar de nuevo a los caballos.
El arcoíris, ya se sabe, es un fenómeno meteorológico y visual que produce la aparición de un espectro continuo de frecuencias de luz en el cielo cuando los rayos de sol atraviesan una gota de lluvia.
Algunos estudiosos dicen que Isaac Newton -despabilado por el manzanazo que le hizo descubrir la ley de la gravedad- fue el primero que reveló el fundamento del arcoíris. Según otros expertos, Antonius de Demini desarrolló primero, en 1611, la Teoría Elemental del arcoíris, que retomó y refinó luego Descartes –el de “Pienso, luego existo”-. Pero fue Thomas Young, se estima, quien propuso en forma inicial la Teoría Completa del arcoíris, elaborada en detalle por Potter y Airy.

Un colorido garabato

Uno prefiere pensar que ese haz de siete colores que cruza muy de cuando en cuando el cielo carece de fundamento científico, y está, por tanto, muy lejos de coordenadas, algoritmos, triangulaciones y otras tecnologías.
Para uno el arcoíris es un colorido garabato trazado en el cielo por un ángel travieso, o un mensaje que viene del infinito y nos trae un poco de alegría, aunque sea efímera, y un recreo para la vista, a la que no suelen ofrecerse colores vívidos.
Quizás el arcoíris sea el reverso de la Luz Mala; una luz verde como la de la luna, algunas noches; pero mala: trae desgracia.
La Luz Mala es una leyenda traída a la América de habla española por los emigrantes gallegos, también llamada en su tierra la Santa Compaña, que agosta de noche el bosque galáico (la fraga).
El arcoíris aparece para ahuyentar a los malos espíritus, que tambien alientan de día, a pleno sol.
Y, desde luego, es el novio de la Cruz del Sur, que se luce como una joya iridiscente prendida en el terciopelo azul del cielo.

© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 18 de febrero de 2011

De leer y montar

Los jóvenes no leen, sabido es. Ni aquí ni en Pekín.
El 28 por ciento de los jóvenes españoles de edades comprendidas entre los 14 y los 24 años no lee, ni poco ni mucho ni nada. Así lo informó el último estudio del Gremio de Editores.
Cristina Adrián García, profesora de Lengua, dijo en una carta publicada en el diario conservador ABC de Madrid: Es una lástima que una asignatura como la lengua española, con tantas posibilidades y tanto qué ofrecer y enseñar a los alúmnos, deje en su recuerdo sólo la huella de unos escasos y pobres conocimientos de sintaxis y morfología, que además no están dirigidos a mejorar la expresión y el conocimiento del español.
De ortografía, mejor no hablemos. La Real Academia Española es la primera que hace su aporte a la confusión general.
Tan así es que lo curioso -por no decir lo surrealista- es que los mismos académicos, o algunos como Arturo Pérez Reverte y Javier Marías lo reconocen y lo critican. (Adjuntamos dos artículos de Javier Marías que no tienen desperdicio, y de paso, otras notas sobre el particular.)
Los mayores tampoco leen mucho. Algunos leen cosas difíciles que no digieren y se convierten en grandes mixtificadores. Otros cometen errores muy gruesos que aparecen en las cosas que publican. Porque leer no leerán mucho, pero escriben bastante. Y lo que es peor, les publican.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 17 de febrero de 2011

Londres, sueños y hechos

Londres es una encantadora macrociudad donde se conjugan el absurdo, la libertad y la belleza.
Mesocrática, ordenada, tradicional y puntillosa –a pesar de los hippies nunca dejó de ser victoriana en el fondo- finge, displicente, una calma que se quiebra sin estridencias todos los días, a la misma hora, en Chelsea o en el West End.
Se ha dicho que Londres es "el arte de vivir". Dreams and facts. (Sueños y hechos.) He aquí una buena definición. Porque a pesar de que la mayoría de las calles y edificios son antiquísimos, el ambiente es actualmente joven, libre y amistoso.
Londres se despereza como un viejo y formal coronel de highlanders cada mañana, cuando levanta la niebla que camufla al viejo Father Thames (el Támesis).
Despabilada por las sirenas de las lanchas rápidas de la policía fluvial –minúsculos islotes móviles del río plomizo-, late con espasmódica sordina en Fleet Street, literalmente la Calle de la Tinta, donde están las redacciones de los principales diarios, revistas y agencias de noticias.
La ciudad se torna un tanto sombría en el Soho al anochecer, se anima, y a veces pierde ese tono y ese tino tan insulares en las discotecas de King's Road.

El Parlamento más antiguo del mundo

Londres es una ciudad muy poblada. En el área metropolitana moran casi quince millones y medio de almas. En su puerto se agolpan marineros de todo el orbe. La reina Isabel reside en el palacio de Buckingham, ceremoniosamente escoltada por soldados de uniformes escarlata y negros morriones de piel de oso. Hay otros cuatro palacios reales. El Parlamento inglés es el más antiguo del mundo.
En cerca de 7000 pubs se bebe cerveza por pintas y medias pintas y se lanzan flechitas de colores contra blancos de corcho. Algunas de esas tabernas son muy antiguas, entre ellas Ye Old Cheshire Cheese, en Fleet Street, lugar favorito del doctor Johnson y la Prospect Whitby, a orillas del Támesis, en el corazón de los muelles.
Restaurantes franceses, italianos, españoles, malteses, chipriotas, tailandeses, chinos, paquistaníes, hindúes, españoles, nepaleses, japoneses… Entre los nacionales destacan Rules –el más caro- Overton’s, Simpson’s, Stone’s, Brummell’s, The Place Opposite…-. En todos se come un excelente salmón ahumado de Escocia, pasteles de pollo, carne y riñones, el estofado irlandés a base de carne de vaca con nabos y la marmita de Lancashire. Los puddings son exquisitos, sobre todo los de Yorkshire, hechos a fuego lento en pots de plata de ley. Puré de manzanas para el pato asado, salsas picantes y pepinillos.
El hotel Brown, en Dover Street, es muy adecuado para tomar el té. Se sirve en el salón de 16 a 18. Emparedados, pasteles de crema, scoons, tartas de frambuesa y de ruibarbo, y por supuesto té con leche, crema o limón. Se sirve primero la leche, por cierto.
El café hay que tomarlo en el Café Royal, en Piccadilly, donde se esconde tras pesados cortinones de moaré, espejos, bronces y cristales de Bohemia, el fantasma torturado de Oscar Wilde.

Trafalgar Square, centro topográfico de Londres

Trafalgar Square (la Plaza de Trafalgar) es el centro topográfico de Londres. Pertenece al distrito de Westminster, que en sus orígenes fue la ciudad real de Inglaterra. La plaza data de 1825 y en su centro está el monumento a Nelson: una gigantesca columna de 51 metros que sostiene la estatua del almirante, erigida en conmemoración de la victoria naval de los ingleses sobre la flota francesa en 1805. En el pedestal, relieves hechos con el bronce de los cañones franceses recuerdan las batallas de Aboukir, el cabo San Vicente y Copenhague y la muerte de Nelson. La Plaza de Trafalgar es un centro de asambleas políticas más o menos ortodoxas. Casi todas las manifestaciones concluyen en esta plaza.
Como fondo de la histórica conmemoración, la National Gallery -obra de W. Wilkons-, de fachada neoclásica, la más importante galería de arte de Inglaterra.
En Charing Cross (el cruce de Charing) se colocó en 1221 la última de las tres cruces que señalaron las varias etapas del funeral de la reina Eleonora de Castilla, esposa de Eduardo I, muerta en el condado de Nottingham y sepultada en la Abadía de Westminster. La cruz, derribada en 1647 para colocar la estatua de Carlos I, fue posteriormente trasladada a Whitehall.
En Londres se reviven constantemente hechos que siguen siendo historia viva. Este año se cumplió el 926° aniversario de la construcción de la Torre de Londres, definida como un multifacético monumento que no descuella precisamente por su arquitectura, sino por lo que contiene en su interior: objetos, armas y uniformes de distintas épocas, recuerdos de reyes y reinas: un conjunto de piezas de museo en magnífico estado de conservación y las joyas de la corona que un pintoresco cuerpo de guías, los beefeaters, se encarga de mostrar a los visitantes.

Ceremonias

Todos los días se puede ir al palacio de Buckingham para contemplar por la mañana la ceremonia del relevo de la guardia. Por la noche hay que asistir a la Ceremonia de las Llaves, en la que los Guardias Alabarderos, uniformados como en la época de Tudor, cierran las puertas de la Torre de Londres. En ocasiones especiales se celebran cabalgatas o desfiles que recorren las calles de la ciudad de manera espectacular. El Trooping the Colour -presentación del estandarte real- en junio y el Lord's Mayor Show (Cabalgata del Alcalde) son dos de los más brillantes acontecimientos.

Compras

Londres es una de las ciudades más interesantes del mundo para ir de compras. El comercio varía entre grandes almacenes como Harrod's, en la elegante Knightsbridge, y Selfridges, en Oxford Street, hasta antiguos puestos callejeros en Portobello Road.
Portobello se transforma los sábados, convirtiéndose en un multicolor caleidoscopio. Se abre el asfalto, por así decirlo, y emergen puestos de vajilla, carros de fruta, ropavejeros y sobre todo gente; más turistas que londinenses, más turistas que puestos y más puestos que puesteros, que se confunden en una bulliciosa y policroma mezcolanza en virtud del vanagloriado azar por el que el swinging London confirió el título de lugar de moda a este rincón de la ciudad.
Regent Street y Oxford Street son calles ideales para ir de compras. No hay que olvidar Jermyn Street y Burlinghton Arcade, donde se pueden comprar prendas de lana de Cachemira, escopetas, trajes, alhajas, cerámica, objetos de plata y antigüedades. En Mark and Spencer puede adquirirse de todo, fundamentalmente objetos de valor, así como en los legendarios y aristocráticos Fortnum and Mason, Peter Jones y Harvey and Nichols. En Locks, sobre un estante raído se conserva el aludo sombrero con el que Oscar Wilde escandalizó a la sociedad inglesa de su tiempo. El canciller Disraeli encargó nada menos que siete gorros de dormir, uno de cada color del arcoiris, a esta sombrerería.

El resplandeciente Londres nocturno

Londres se transforma cuando anochece. La ciudad se torna resplandeciente, a uno y otro lado del Támesis. Sus edificios adquieren una nueva fisonomía y resaltan los contornos sobre el telón oscuro de la noche, quizás con más fuerza que sobre el cielo diurno, frecuentemente gris. Si la luz de la luna en cuarto creciente se filtra por un jirón de nube, resultarán fantasmagóricos los estandartes dorados del palacio de Buckingham, que proyectan sombras como de nocturnas aves emprendiendo el vuelo contra el verde cambiante de los altos plátanos del Mall y de Green Park. Las campanadas del Big Ben rebotarán contra el asfalto enrojecido por los reflejos de los anuncios luminosos, invitando a la ensoñación y el romance, mientras parecen perfilarse en el Temple las figuras de, Dickens, Goldsmith o Thackeray.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 15 de febrero de 2011

Doña Pepita

El hoy es el discípulo del ayer. (Publio Siro)

Doña Pepita destaca entre los personajes que le echaron, sin saberlo, sal y pimienta a los primeros años de nuestra agridulce juventud, en la que cualquier nadería era importante y lo que de verdad lo era se nos daba un ardite.
Con el tiempo aprendimos a separar la ganga de la mena. Nos costó lo nuestro y lo del vecino, pero aquí estamos.
A Doña Pepita debemos algunas alegrías de nuestra juventud universitaria; alegrías o gustos que, dárnoslos, costaba dinero y nosotros no podíamos sufragar con la soldada, por más generosa que fuera, que nos daban nuestros padres semanal o mensualmente.
Doña Pepita tenía una librería de compra y venta de libros de texto usados –y si a mano venía, nuevos-, en la calle de Los Libreros, muy cerca de la Universidad de Madrid, en la que hacíamos como que estudiábamos Derecho.

La Calle Ancha

La Universidad Central de Madrid estaba entonces en la calle de San Bernardo, a la que todo el mundo llamaba la Calle Ancha.
A Doña Pepita iban a parar los libros en los que teníamos que estudiar. No sin regatear más que en el Rastro (1), sacábamos unos dinerillos que nos permitían darnos esos gustos de los que hablaba antes.
En épocas de exámenes nos veíamos y nos deseábamos para recuperar nuestros libros, que ya no eran los nuestros, sino otros bastante viejos.
Baja, feotona, de pelo gris recogido en la nuca; más bien robusta, es decir, gordita; de ojos pequeños y oscuros, duros como botones, que no perdían ripio, Doña Pepita estaría en los sesenta años, así que para la época era una anciana, o una sexagenaria, que venía a ser lo mismo.
Listísima, manejaba su negocio con mano maestra. Tenía dos dependientas, Fortunata y Felisa, que se quedaron con el negocio cuando desapareció Doña Pepita, pero no tenían su talento y al poco tiempo tuvieron que cerrar.

El barrio latino

La tienda de Doña Pepita era un chiscón abarrotado de libros, como los juzgados de expedientes. Estaba en el epicentro de un barrio que Emilio Carrere bautizó como nuestro “quartier latin”, el barrio latino de Madrid.
Emilio Carrere, poeta maldito, baudeleriano pero en castizo, un bohemiazo de bigote con guías y chalina, se pasaba las horas muertas en cafés y tertulias de escritores y ganapanes. Cantó en estrofas de percal a la vida arrastrada de prostitutas, proxenetas, golfos, la desesperanza de los pobres –y la suya propia- y las eufemísticamente llamadas “casas de tolerancia”, que no podían ser más opuestas a la “tolerancia cero”.
Carrere pertenecía al decadentismo modernista. Escribió obras como La tristeza del burdel, Las sirenas de la lujuria y otras por el estilo. Debía ser una bella persona, pues todo el mundo le quería. Heredó una pequeña fortuna de su padre, que se zapateó alegremente en poco tiempo, aunque llegó a tener un piso cerca del centro de Madrid y un automóvil.
Nuestro “barrio latino” estaba formado por un dédalo de calles, cortadas, callejuelas con pensiones miserables que olían a lejía y coles hervidas, librerías de lance como la de Doña Pepita, cafés llenos de bohemios, poetas, estudiantes y señoritas de vida inequívoca, no equívoca, porque nadie podía equivocarse acerca de cuál era y cómo la llevaban.

El Bar Ideal

De todos esos cafés con divanes de peluche rojo y espejos –el Café Gijón todavía los tiene-, el más famoso, o el más infame, era el Bar Ideal. No había en primavera ni en verano terrazas donde poder tomar el aperitivo mirando a los transeúntes bajo el sol poniente .
La cruda luz de Madrid iluminaba por la mañana ese barrio tachonado de organillos, con salas de billar soterradas y húmedas en las que ganaba todas las partidas un chino vestido de negro, pianistas de café –alguno con una cicatriz en un pómulo- y misántropos de chambergo, capa –pero no espada- y mirada acuosa.
Los atardeceres eran, como todos los atardeceres en todas partes, un poco melancólicos. De noche, a la luz de fósforo verde de los faroles de gas, cobraba vida una gallofa variopinta y descarada que componía un retablo barroco y un tanto misterioso para la gente de paso, no iniciada en los prohibidos placeres ocultos de ese barrio mórbido y tentador.

Abelardo y… Doña Pepita

Volvemos a la Universidad. Unos cuantos alumnos estábamos por entrar en el aula Valdecilla –así llamada en honor del marqués del mismo nombre-. De pronto vino corriendo Juanito Corredoira.
- ¿A qué no sabéis de lo que me he enterado? -nos preguntó-.
- No -le respondimos-.
- ¡Doña Pepita y Abelardo se entienden!
- ¿Cómo?
–preguntamos a coro-.
- ¡Lo que acabáis de oir!
A todo esto convendría explicar que Abelardo Irízar, natural de Bilbao, rubiasco, buen mozo, espigado, más golfo que Cardona, era un compañero nuestro que, entre paréntesis, se había atrancado en Derecho Civil. Nos llevaba un par de años, así que tendría entonces unos diecinueve.
- ¿Cómo lo sabes? –rugió el coro-.
- Me lo acaba de decir Encinas.
- La fuente no es buena. Encinas miente más que habla.
- Pues me ha jurado por su madre que anteanoche vio a Doña Pepita y Abelardo besándose como locos en una esquina del Callejón del Perro.
- Entonces habrá que llamar Eloísa (2) a Doña Pepita a partir de ahora-,
dijo García de Losada, que era el chistoso del curso.

(1) Gran mercado de pulgas al aire libre de Madrid.
(2) Juego de palabras referente a los amantes franceses Abelardo y Eloísa. La historia de sus desgraciados amores es tan larga y tan intrincada que no podemos contarla aquí por falta material de espacio y mucha dificultad para resumirla, tan complicada es. Quienes no la conozcan y quieran conocerla, obténganla de alguno de los muchos libros y enciclopedias en que figura y léanla, si tienen tiempo y paciencia.

© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 14 de febrero de 2011

Más refranes

Entre todos la mataron y ella sola se murió.
El que no cojea, renquea.
En casa del jabonero, el que no cae, resbala.
Sobre negro no hay tintura.
Aunque vestido de lana, no soy borrego.
Déjame entrar que yo me haré luego lugar.
Quien con hambre se acuesta, con pan sueña.
No hay calvo que no haya tenido buen pelo.
Quien tiene buen anillo, todo lo señala con el dedillo.
No hay como cantar mal para cantar mucho.
Al que de ajeno se viste, en la calle lo desnudan.
No se acuerda el cura de cuando fue sacristán.
Dedo encogido no rebaña el plato.
No te metas donde salir no puedas.
Con arte y engaño se vive medio año; con engaño y arte, la otra parte.
Del pecho del ladrón cuelgan las cruces.

© Por la transcripción: J. L. A. F.

jueves, 10 de febrero de 2011

Testigo infalible

Llevaba más de una semana en Nueva York. Aquel día había decidido ir a ver a mi amigo O’Halloran a la brigada de Robos y Hurtos, al sur de Manhattan, donde trabajaba, para invitarle a comer a Forlini, un restaurante italiano que está cerca del Palacio de Justicia.
Como es lógico, siempre hay allí jueces, abogados, policías y ocasionalmente algún mafioso, todos entusiastas degustadores de la “pasta asciutta”, que no desdeñaba O’Halloran, pese a su ascendencia irlandesa.
Apenas llegué pregunté por él en la guardia.
- Está en una de las habitaciones del fondo, interrogando a una testigo; puedes pasar -me dijo la voluminosa y simpática sargento Strasser-.
Me fui para el fondo, encontré el lugar y vi a O’Halloran por ese cristal por el que se puede ver lo que pasa en la sala de interrogatorios, aunque desde dentro parece que no. Di un golpecito en la puerta y O´Halloran se levantó de su silla, abrió, me saludó y me invitó a pasar.
Dentro había una señora que no llegaría a los cincuenta años, pelirroja, bastante guapa, de ojos claros y vivaces. Estaba bien vestida.
- Entonces -decía O´Halloran-, el asaltante era poco más o menos como yo.
- Muy parecido
–respondió la testigo-.

Un hombrón de más de un metro ochenta y cinco

Mike O’Halloran es un hombrón de más de un metro ochenta y cinco de estatura y ochenta y tantos kilos de peso. Jugó al “rugby” varios años. Es rubio, de ojos castaño-verdosos y rostro muy blanco, que se arrebola con frecuencia.
- ¿Está segura? –y Mike se levantó y se irguió cuan largo era-.
- Quizás un poco más bajo –admitió la señora, que se llamaba Mathilda, según me enteré luego, y parecía muy despabilada-.
El interrogatorio prosiguió más o menos en los siguientes términos:
- ¿Blanco o negro?
- Blanco.
- ¿El color del pelo?
- Rubio, como el suyo; pero lo llevaba más corto.
- ¿Cómo iba vestido?
- No con traje, como usted; con una de esas chaquetas azules..-
- ¿Un “blazer”?
- Sí, creo que sí.
- ¿No está segura?
- No; de eso, no.
- ¿Llevaba una navaja?
- No, una pistola.
- ¿Una pistola o un revólver?
- ¿Qué diferencia hay?
O’Halloran sacó de la funda que llevaba al costado derecho su revólver de reglamento –la policía neoyorquina no usaba todavía pistola-, y se lo mostró a la testigo, a la que le brillaron los ojos. Se notaba que hubiera dado cualquier cosa por agarrar el revólver: un Smith & Wesson del 38, de cañón corto.
- Esto es un revólver –explicó el detective-, mostrándolo en la palma de la mano.
- Pues eso, eso es lo que llevaba el ladrón.
- ¿Cómo pudo usted fijarse en todos los detalles, desde el "diner" (1) donde estaba?
- Porque soy muy observadora. Yo estaba frente a la ventana, comiendo mi "sveltburger" (2) pero mirando a la calle. Lo vi todo desde que empezó, y no me perdí detalle.

Al cabo, Mike dejó a la testigo…

El interrogatorio siguió durante un buen rato y al cabo Mike dejó a la testigo en manos de otro detective y nos fuimos a comer, no sin decirle antes a la maciza sargento Strasser donde íbamos a estar.
Terminábamos nuestros "bavette alla calabrese" (3) cuando vino un "camariere" y le dijo a O’Halloran que lo llamaban por teléfono desde la comisaría –todavía no habían proliferado los teléfonos celulares-.
Después de unos minutos regresó con la sonrisa en los labios.
- ¡Ya se detuvo al asaltante del “drug store”! –reveló-.
- ¡No me digas! Y al final, ¿era un mastodonte como tú?
- No; era una mulata del Bronx de 17 años, con un “jogging” gris, el pelo rapado y… “armada” con una pistola tan rudimentaria o más que la que tenía Dillinger (4) cuando se fugó de la cárcel de Crown Point.
- ¿Pistola o revólver?
- Pistola.
- Testigo infalible…
El detective de primera Mike O’Halloran soltó una estentórea carcajada. Y a continuación vació de un trago su copa de vino barolo de Pio Cesare.

(1) Restaurantes prefabricados característicos de los Estados Unidos que permanecen abiertos hasta la madrugada. El primero del que se tiene noticia fue un vagón -del que tiraba un caballo-, equipado para servir comida caliente a los empleados del periódico Providence Journal, en Rhode Island, en 1872.
(2) Hamburguesa vegetariana. Las mejores son las de Long Island.
(3) Espaguetis con miga de pan frito.
(4) Crown Point, Indiana (Medio Oeste de los Estados Unidos). Dillinger se evadió de esa prisión amenazando a los carceleros con una pistola hecha de madera, jabón o un material parecido, pintada de negro –probablemente con betún-. John Dillinger fue un famoso ladrón de bancos que acabó muerto a tiros por agentes del FBI el 22 de julio de 1934, cuando salía del cine Biograph, en el centro de Chicago. El hecho de que robara a instituciones financieras que habían contribuido a llevar a la ruina a la población norteamericana, durante la Gran Depresión, le convirtió en un héroe folklórico.

© José Luis Alvarez Fermosel

miércoles, 9 de febrero de 2011

Los misterios de Julio Verne

Ayer se cumplieron 183 años del nacimiento de Julio Verne (1828 – 1905).
El escritor e investigador español Juan José Benítez estudió exhaustivamente la vida y obra de Julio Verne, nacido en Nantes y muerto en Amiens (Francia).
Benítez estudia en un libro titulado, Yo, Julio Verne -editado por Planeta-, los misterios del que quizás fuera el más incomprendido de los genios, no solo de la literatura sino de la anticipación científica.
Las sesenta y cuatro grandes obras de Julio Gabriel Verne Allotte son mundialmente conocidas.
Tal vez no pueda decirse lo mismo de su vida, nimbada de secretos, y de sus frustraciones.
Como dice Benítez en su inquietante libro, a Verne le torturaron determinadas circunstancias de su tiempo y sus largas temporadas de pobreza. Su muerte equivalió a un suicidio provocado por los editores, que le obligaron a trabajar como un galeote. (Emilio Salgari, otro escritor inolvidable para los niños de antes, se suicidó, apuñalándose en un bosque, porque quienes le hacían trabajar a destajo no le pagaban lo necesario para vivir.)
¿Fue Julio Verne un profeta de la ciencia? ¿Cuántos de sus lectores descubrieron el subterráneo y esotérico mensaje encerrado entre las páginas de sus obras?
Quizás no muchos de esos lectores sepan que Julio Verne se hizo abogado contra su voluntad y que trabajó en la Bolsa durante cinco años.
Fracasó en el amor y en el matrimonio.
¿Fue víctima de un atentado? ¿Perteneció a una oculta hermandad iniciática? ¿Qué le impulsó a ser concejal?
Julio Verne, apasionado por los enigmas, murió en 1905. Su tumba, en la opinión de Juan José Benítez, encierra su gran y último criptograma.
Benítez afirma: “El mensaje de la sepultura de Amiens es estremecedor”.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

Julio Verne

martes, 8 de febrero de 2011

Julio Verne

Julio Verne, de cuyo nacimiento se cumplieron hoy 183 años, fue además de un taumaturgo uno de los escritores que más nos arrebató en nuestra niñez con sus obras.
Junto con Salgari, Conrad, Karl May –aquel alemán que escribió novelas del Far West-, Conan Doyle, Edgar Wallace y tantos otros nos inició no ya en el hábito, sino en el vicio de la lectura.
Quisimos ser el Gideon Spilett de su Isla misteriosa –si no de su talla, terminamos nosotros también por ser periodistas como él-, Miguel Strogoff, el providente capitán Nemo y desde luego hubieramos acompañado de buen grado a Phileas Fogg en su apasionante vuelta al mundo en 80 días.
Para los pertenecientes a determinada generación, Julio Verne fue un personaje maravilloso, mágico. Ocupa un lugar de privilegio en una de las salas más amplias de nuestra memoria, en la que permanece, inolvidable, junto con otros queridos amigos como él.
Hemos nombrado antes sólo a unos pocos. Todos mis coetáneos saben quienes son porque ellos también los tienen y los recuerdan frecuentemente con cariño y gratitud. Por lo menos, algunos.
Esos escritores contribuyeron eficazmente a espolear nuestra imaginación. Nos hicieron adquirir una cultura -acaso la verdadera-, que fue lo que quedó cuando se nos olvidó todo lo que aprendimos en los libros de texto.
Me dispongo a empezar a releer esta misma noche Las tribulaciones de un chino en China, el libro de Verne que tengo más a mano.

© José Luis Alvarez Fermosel

Hotel

Mi colega -y sin embargo amigo- Marcelo Zapata ha viajado lo suyo y lo del vecino y conoce en profundidad el mundo colorido, proteico e interesante por de más del hotel, en el que bulle la vida y un mal día se muere alguien y el difunto sale, entre gallos y medianoche, por una puerta de servicio que parece que da a la nada.
El hotel es un microcosmos que acumula muchas historias de vida, casi ninguna de las cuales llega a conocerse a pública subasta. No es un hogar y no deja de serlo; es un recurso, una fuente de pequeños placeres, un buen catalizador de emociones y un generador de vivencias y recuerdos.
Si nos sorprende en el hotel la dudosa luz de la tarde, con un sol tamizado por las grandes cristaleras, que deja un rastro acaramelado de luminosidad y polvo, hay que ir enseguida al bar y pedir un Negroni demi sec, que es un cóctel idóneo para el atardecer.

Una actriz de cine de fama internacional

La mezcla de nobles alcoholes estimulará nuestra imaginación, que se lanzará al galope como un caballo espoleado y nos hará ver que en el hotel hay una actriz de cine madura de fama internacional con un amante joven y apasionado que ocupan una suite de las más caras.
También puede estar en el hotel, si es de lujo, uno de esos multimillonarios norteamericanos que vendían periodicos a los doce años y a los cincuenta ya eran los reyes del acero, la industria maderera o los poseedores de una cadena mundial de medios audiovisuales.
No pueden faltar en un gran hotel una pareja de recién casados de la high en una etapa de su luna de miel, un cantante de rock, un diplomático de alto rango que viaja a un país remoto para tratar de resolver un problema que puede acarrear complicaciones internacionales, un espía cuya cobertura es la de crítico gastronómico (ver la película Havana, con Robert Redford), la viejecita millonaria de rigor, discreta, elegante, que toma el té de las cinco a las cuatro con una nieta que viaja con ella y unas amigas que han hecho en el hotel.
No han de faltar un político, un banquero, un middle man que cobra comisiones altas, un petrolero y una señorita mal de familia bien que espera a su… "tío": un comerciante de hilaturas de Barcelona.

Un ladrón, un detective…

El hotel tiene también un ladrón y no sé si ahora sigue teniendo un detective, como antes. El detective de hotel era todo un personaje y salía en las novelas, en las de Raymond Chandler y en otras. Chandler es autor de un hermoso cuento -muy bien adaptado como cortometraje para la televisión-, cuyo protagonista es precisamente un detective de hotel.
Hablando de escritores, ellos son los que hoy en día brillan por su ausencia en los hoteles, inmortalizados otrora por quienes escribían de ellos, como Vicki Baum, Somerset Maugham, Robert Louis Stevenson, Daphne du Maurier –si bien los dos últimos escribieron de posadas, y no de hoteles- y otros.
Hubo hoteles, de Pamplona a Bangkok, que prestaron su comodidad, su exotismo o sirvieron de inspiración a muchos escritores, desde Agatha Christie hasta Graham Greene, pasando por Jospeh Conrad, Hemingway, Arthur Miller, Thomas Wolfe y tantos otros.

El hotel, imán de escritores

Agatha Christie escribió su famosa novela Asesinato en el Orient Express en el hotel Pera Palace de Estambul, en el año 1933. Por el Oriental de Bangkok pasaron Conrad, Steinbeck, Rudyard Kipling y Tennessee Williams.
Pero quizás el más concurrido de todos haya sido El Chelsea de Nueva York, en pleno Manhattan, donde Arthur Clarke escribió 2001, una odisea del espacio y Arthur Miller su Muerte de un viajante y por el que pasaron Mark Twain, Thomas Wolfe, Dylan Thomas, Jack Kerouc y otros. Tiene su historia negra y sus leyendas inquietantes.
En el Hotel Sevilla de La Habana se hospedaron y escribieron Graham Greene, Georges Simenon y Ruben Darío. También sirvió de albergue a algunos tipos de avería a quienes no les interesaba precisamente la literatura, como Lucky Luciano y Al Capone.
En la habitación 217 del hotel La Perla de Pamplona se gestaron algunos de los libros de Ernest Hemingway, que probablemente escribía hasta que empezaran los Sanfermines.
También por los hoteles de Buenos Aires han pasado escritores famosos. El Plaza, sin ir más lejos, hospedó a Ortega y Gasset y Octavio Paz, entre otros muchos.

Otros tiempos

Eran otros tiempos y aquellos hoteles de grandes ventiladores en los techos, verandas, ventanas con postigos, jardines cuajados de flores, pianistas y arcones de caoba tallados en el vestíbulo no existen, como tampoco sus ocasionales moradores que legaron obras maestras a la humanidad después de escribirlas en las habitaciones que ocuparon.
En los hoteles de hoy en día el romance y la aventura tiene que ponerlas el huésped, lo cual es difícil porque el huésped en cuestión está más pendiente de su Blackberry que de la melodía del pianista del vestíbulo, que ya no está, o del cóctel que ya no se bebe en el bar, que más que nada expende gaseosas de Cola.
Termino, como empecé, citando a Marcelo Zapata, para quien “(…) quizás no exista espacio más filosófico que el vestíbulo de un hotel, y si es amplio, y el hotel centenario, tanto más. Como si uno viviera allí con fantasmas ajenos y sin embargo propios…”.

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:

El esplin del hotel
Los pianistas de hotel

lunes, 7 de febrero de 2011

Young at heart

If you see the paradise, or something like that, you will probably say: “What a wonderful place to stay!”.
The paradise -any paradise- is not an easy place to be found out at once; it is not handy, so to speak.
So, be at least in your song.
And the song is, no doubt, “Young at heart”.
Here is the song in question, in the voice of the unforgettable Frank Sinatra.
And remember: you must be among the very young at heart…

The song

Fairy tales can come true, it can happen to you
If you're young at heart
For it's hard, you will find, to be narrow of mind
If you're young at heart

You can go to extremes with impossible schemes
You can laugh when your dreams fall apart at the seams
And life gets more exciting with each passing day
And love is either in your heart or on its way

Don't you know that it's worth every treasure on Earth
To be young at heart
For as rich as you are it's much better by far
To be young at heart

And if you should survive to 105
Look at all you'll derive out of being alive
Then here is the best part
You have a head start
If you are among the very young at heart

Por la transcripción: J. L. A. F.

Vídeo:

Regreso

Tras un paréntesis de un mes, durante el cual se reeditaron los textos más leídos desde los comienzos de este blog, reanudamos la publicación de nuestras notas, empezando con música.

J. L. A. F.

domingo, 6 de febrero de 2011

Refrán, refranero

Si entre burros vas, rebuzna alguna vez.
En el decir, discreto; en el hacer, secreto.
A cordero extraño, no metas en tu rebaño.
Ni tan dentro del horno que te quemes, ni tan afuera que te hieles.
No te quemes la boca por comer pronto la sopa.
Donde no me llaman, para nada me querrán.
Quien tiene la panza llena, no cree en el hambre ajena.
Un solo golpe no derriba al roble.
Más medra el pillo que el hombre sencillo.
Las deudas son como los niños: cuanto más pequeñas, más ruido hacen.
Cabra, caballo y mujer, gordos los has de escoger.
Hazme ciento y yérrame una, y se acabó tu buena fortuna.
Dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma opinión.
En caso de duda, abstenerse es lo mejor.

© Por la transcripción: J. L. A. F.

sábado, 5 de febrero de 2011

El esplín del hotel

“Nadie acaba de curarse del todo de su pasado”. (William Faulkner)

Estés donde estés, en la ciudad que sea, así el hotel sea de siete estrellas o un albergue de ribera con mucho carácter, o uno de esos hospedajes “bed and breakfast” tan simpáticos, estés con quien estés –con tu mujer, de luna de miel, con una amante exquisita…-, tengas el dinero a espuertas, sea tu presente magnífico y tu futuro promisorio, inevitablemente un día te sorprenderá el esplín del hotel, siempre y cuando estés en uno, claro está.
Estarás, tal vez, tú solo en el bar, escuchando una música sincopada y trasegando el segundo cóctel Margarita, o el tercer whisky, esperando que ella, que se está arreglando arriba –después de la escaramuza…-, y ha prometido que son sólo cinco minutos, pero ya lleva media hora larga…, estarás esperando que ella baje, o quizás seas tú el que estés en la habitación, tendido en la cama, mirando al techo, o en el baño, recortándote el bigote, o en el gran vestíbulo central, donde el pianista húngaro o el arpista chileno –nunca el paraguayo, como tendría que ser-, arranca sones melancólicos a su instrumento, mientras la florista bosteza mirando su reloj, porque ya nadie compra flores, y además es hora de irse.
Puedes estar terminando de cenar en el restaurante, en el último piso –langosta con mayonesa, chuletas de cordero asadas, un vino francés, tiramisú…-, o escogiendo una corbata en la tienda de regalos, o escribiendo en tu “note book” en la salita de trabajo, o mirando sin ver por una ventana, fumando un cigarrillo.
Estés donde estés, en el hotel que sea, con motivo y fundamento, o sin ninguno, en cualquier momento, por lo general cuando menos lo esperes, te acometerá sibilinamente el esplín del hotel, y en el mejor de los casos te quedarás neutro, sin pilas, ralentizado, extraño, como si te hubiera dado un aire.

Nadie lo sabe…

-- ¿Y qué es eso, el esplín del hotel, en qué consiste, por qué viene?
-- Pues nadie lo sabe, nadie sabe qué es el esplín del hotel, o en qué se diferencia de los otros, ni por qué le ataca a uno tan artera e inesperadamente.
-- ¿No será algo que tenga que ver con el tiempo?
-- Es muy posible. Fíjese, Horacio dijo: “El tiempo saca a la luz todo lo que está oculto y encubre y esconde lo que ahora brilla con el más grande esplendor”.
El esplín del hotel es vagoroso como una nube en un cielo de primavera, impreciso como un pálpito, apenas un poco molesto, como una leve taquicardia.
No hay que confundir el esplín del hotel con esa desazón, con esa tristeza densa de los últimos días, cuando uno se dispone a cerrar cuentas, confirmar vuelos y terminar de hacer las maletas. Uno se despide –las despedidas son atroces-. A uno le hinca el pico en el corazón, que sangra lentamente, el torvo pájaro negro del adiós.
El esplín del hotel está hecho de retazos de nostalgia, de recuerdos agridulces –como todos los recuerdos-, de chocolate amargo, de esa neblina que de pronto surge ante tus ojos y te hace verlo todo gris, de espuma de ola, de vinagre de jerez y de zumo de guayaba, porque tiene un algo de tropical, un sabor entre acre y dulzón, pero más que nada sabe a copo de nieve, a polvo fresco, y en ciertas ocasiones a flor de verbena.
Extraño, indefinido, indefinible, intemporal, imprevisible, inevitable, intransferible, indomeñable, entre grisáceo y azul claro, ligero y pesado, crepuscular, somnoliento y un poco cabroncete, el esplín del hotel no le hace bien a nadie, ni tampoco le hace mal porque no es ominoso, ni amargo, ni te da dolor de estómago, ni te baja la presión, ni te seca la boca.
No es nada, y no deja de ser algo, pero no hay que tenerle miedo, ni rechazarlo, ni luchar contra él –no da resultado-, es sencillamente el esplín del hotel, que viene de pronto y se va enseguida, pero te deja un poco a medios pelos, o con una cierta resaca, o te pone un poco “blue”.
No es nada, es el esplín del hotel.

© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 3 de febrero de 2011

La manta

La manta ha tenido siempre mucha importancia en España, donde hace mucho frío en invierno y donde, en épocas de miseria y penalidades, una buena manta –las de Palencia, en el centro-norte de la Península Ibérica, son las mejores-, no fue nunca cosa de despreciar, lo mismo que una taza de caldo caliente.
Los pastores, a falta de capa, se envolvían en una manta en lo alto de un mogote, mientras las ovejas triscaban abajo, traídas y llevadas de aquí para allí por los perros.
Los pastores ahora llevan anorak y probablemente vigilan y arrean al ganado, sea el que sea, desde una camioneta cuatro por cuatro. Luego se van al pub con sus novias holandesas.
El sargento le decía al recluta pillado en falta: “¡Coge una manta y a la Prevención!”. Léase: a pasar la noche en el calabozo, durmiendo en el santo suelo envuelto en la manta.
El bandolero español aparece siempre en las estampas con manta y trabuco.
¡Me lío la manta a la cabeza! se dice cuando uno, harto ya de todo, y sin que le importen un rábano las consecuencias de sus actos, se dispone a cometer un disparate.

Carretera y manta

Carretera y manta quiere decir echarse al camino a pie y que salga el sol por Antequera.
Cuando llueve a manta es que llueve a esgalla, a raudales.
Cuentan que un jornalero fue despedido en Ciudad Real –en la cervantina región de La Mancha, en el centro de España-, y que por parecerle el hecho injusto visitó a su amo y señor para pedirle explicaciones. Este le despidió con cajas destempladas, diciéndole: “Ahora mismo coges tu manta y te vas a tu casa”.
A lo que el enfadado jornalero contestó: “¿Esas tenemos? Pues me voy, pero no con la manta al hombro, sino a rastras. Y no me voy a mi casa, que me echo al monte”. Echarse al monte significaba dedicarse al bandolerismo.
También la manta formaba parte en España de la impedimenta del soldado y era común verlas colgando de las barandillas de los balcones de las casas, golpeadas para sacarles el polvo por las empleadas domésticas.
La manta zamorana de Ramón de Campoamor, “(…) que tenía más borlas verdes y granas que todos los cerezos y los guindos que en Zamora se crían…”.
Agustín de Foxá recordaba en su poema “Trenes de Avila o Soria” a “Bécquer arropado y melancólico en su manta escocesa…”.

© José Luis Alvarez Fermosel

martes, 1 de febrero de 2011

Entremés

El presidenciable

Un restaurante de moda muy caro, de los que frecuentan encumbradas figuras de la política, periodistas conocidos que conducen programas de radio por la mañana y de televisión por la noche, “modelos”… o chicas que quieren serlo o que dicen que lo son, todas hermosas y de cuerpos esculturales...”diseñados” por cirujanos plásticos especializados en inflar pechos y levantar traseros. Algunas están…“sponsoreadas”, y lógicamente viven en céntricos departamentos “duplex” y manejan autos mini Cooper.
Uno o dos ministros, capitanes de empresa, “brokers”, operadores, “lobbystas”, truchimanes vestidos con trajes a la última moda...
La recepción es imponente. Un “maître” canoso, amanerado, conduce a los clientes por pasillos alfombrados de azul oscuro hasta un gran salón central o cualquiera de los coquetos reservados que hay a derecha e izquierda. Cuadros abstractos. Alguna reproducción de Miró. Olor a cuero, a madera, a humo de cigarro habano y a dinero fresco, recién lavado.
Se puede tomar un “drink” en el bar, semejante al de un trasatlántico y atendido por un “barman” que parece un artista de cine. Muebles modernos, sillones de cuero color magenta, tonos rosáceos. Luz indirecta. Una perfecta combinación de lujo y mal gusto.
En uno de los reservados hay dos hombres. Uno de ellos es más bien bajo, grueso, gris-rubio, de mejillas anchas y ojos pequeños y estrechos. Andará por la cincuentena larga. Lleva un traje negro a rayas, camisa blanca, corbata también rayada en transgresión a la ortodoxia de la elegancia, que no transige con rayas sobre rayas. Manos gordezuelas de dedos cortos, que se adivinan blandas. Reloj ostentoso –probablemente un Rolex-.
El otro -algunos años más joven, o por lo menos lo parece-, es alto, delgado, castaño claro; se adivinan músculos largos y flexibles, bien trabajados, bajo la tela liviana de un traje liso de color gris, ni muy claro ni muy oscuro, bien cortado. Tiene el rostro inexcrutable del jugador de póquer y ese aspecto que no revela la edad exacta y se adquiere combinando sabiamente alcoholes nobles con vitaminas, la sauna, las visitas frecuentes a restaurantes y hoteles caros y la cultura física. Sortija de familia con iniciales. Está sentado con las piernas cruzadas y muestra un zapato Oxford negro, brillante.
Ninguno de los dos hombres lleva barba ni bigote, ni tiene la cabeza afeitada.
Sobre la mesa hay una botella de whisky etiqueta negra, un cubo con hielo, una botella de agua mineral, dos pesados vasos de cristal tallado y un cenicero de peltre, o una materia parecida, con una colilla de puro. Pequeñas “delikatessen” repartidas en platitos blancos con un reborde azul.
El hombre grueso pregunta con un atisbo de ansiedad bien disimulada. El hombre alto tiene la apariencia relajada de quien practica yoga, o algún arte marcial, y contesta pausada y serenamente.
- Bien, dígame primero cómo es, qué aspecto tiene, cómo se presenta, cómo se viste.
- Es un poco más alto que usted, aproximadamente de su misma corpulencia. Pelo oscuro con algunas canas, tez olivácea, de esas que se oscurecen en seguida con el sol, ojos un poco prominentes –no sé por qué, me da la impresión de que no ve bien-, un bigotazo de revolucionario mexicano de los tiempos de Pancho Villa. Se viste a la moda: traje a rayas, corbatas lisas rojas o azules brillantes, como las de Bush o las de Chávez, mocasines no precisamente lustrosos; ya sabe usted…
- Ya, ya… ¿Y tiene facilidad de palabra, habla bien?
- Facilidad de palabra tiene, desde luego. Habla fluidamente, sobre todo de él. Su sintaxis no es buena. Se hace líos con los tiempos de algunos verbos. Usa las expresiones y latiguillos de rigor: “¡a ver!”, “como que…”, “este”, “digamos”, “vuelvo a repetir”, “no podemos dejar de pasar por alto”, “durante el transcurso”…
- ¡Usted y la sintaxis…!
- Paul Valéry dijo que la sintaxis es una facultad del alma.
- ¿Valéry…?
- Un poeta francés.
- Mire, viejo, no necesitamos poetas, sino políticos: gente decidida, de acción, con “chamuyo”… ; usted me entiende.
El hombre robusto se sirve tres dedos de whisky con dos cubos de hielo y se echa un trago, repiquetea después con los dedos de la mano derecha sobre la mesa, mira a su interlocutor fijamente. El hombre alto le sostiene la mirada. Hay un brillo irónico en sus ojos claros. Sonríe levemente y retoma la palabra.
- Es muy político, asegura; y es cierto. En su vocabulario figuran las palabras agenda, convocatoria, problemática, posicionamiento. Dice institucionalidad, complementariedad, corporación, estrictez –por condición de estricto-. Dice consensuar, diálogo. Dice pacto, “chance”, oxigenación, coyuntura, macroeconomía. Dice divergencia, estrategia, sinergia, unidad…
- ¡Pare, hombre, pare! ¡No se pase! Es abogado, ¿no?
- Sí, es abogado, pero nunca ha ejercido la carrera. Fue…”asesor” del diputado *, “operador” del candidato **; es hombre del riñón de *** y fue la primera, o la segunda espada del ex senador ****; ha escrito alguna cosa, también.
- Sí, recuerdo haber visto algo suyo en no sé qué diario ¿Usted lo ha leído, ha leído algo escrito por él?
- Sí.
- ¿Escribe bien?
- No.
- Pero es un hombre de cierta cultura, ¿no?
- Digamos que es más bien un hombre informado; relativamente, o al menos de aquéllo que le interesa.
- ¿Usted cree que es inteligente?
- No, creo que es listo.
- ¿No es lo mismo?
- No, se puede ser inteligente y no listo, y listo y no inteligente. Con esto pasa lo que con la gracia y el sentido del humor. Son dos cosas distintas. Se puede tener una o la otra, o ninguna de las dos. Pocas y privilegiadas personas tienen ambas.
- Mire usted lo que son las cosas. Yo creía que era lo mismo. ¿El es gracioso, o tiene sentido del humor?
- Tiene cierta chispa, es rápido para la réplica, puede llegar a ser chistoso… en algunos ambientes. De tener salero, la suya sería una sal gruesa.
- Pero, en fin, tiene carácter; es ambicioso, va tras el poder, trasciende, se hace notar…
- ¡Desde luego!
- ¿Qué más podría usted decir de él?
- Que es terco, simplista, ambicioso, soberbio, calculador, evasivo en la jugada. Como político lo veo audaz, maniobrero, manipulador.
- ¿Usted cree que es capaz de…?
- ¡Es capaz de todo!
- ¡No se hable más!. Nos servirá. Le daremos un repaso, le puliremos un poco y nos será muy útil, ya verá usted. Yo creo que hasta puede ser presidenciable, qué quiere usted que le diga.
- Cierto. Ya lo decía Stevenson.
- ¿Qué decía el bueno de Adlai?
- No me refiero al político estadounidense Adlai Stevenson, sino al escritor inglés Robert Louis Stevenson. Borges lo citaba mucho. Escribió, entre otras obras, “La isla del tesoro” y “El extraño caso del doctor Jeckill y mister Hyde”. ¿Ha leído usted algo de él?
- No.
- Stevenson decía que la política es algo para lo que no se necesita ninguna preparación.
- Bah, bah, no sea usted sarcástico. ¡Usted y su afición a la literatura…! Bueno, hemos terminado por hoy. Gracias por todo.
El hombre bajo llama al camarero pulsando un timbre disimulado en la pared, al alcance de la mano. Viene un mozo de chaqueta azul pastel, cruzada, y el hombre bajo le pide la cuenta. Se la traen, la escudriña durante varios segundos. Paga con una tarjeta de crédito platino, deja una propina poco generosa; se levanta, cierra la “notebook”, en la que ha estado trabajando durante la conversación, la mete en un portafolios, se la pone bajo el brazo. Se acerca al hombre del traje gris, que también se ha puesto en pie, le pone una mano en el hombro y le dice:
- Gracias por todo, otra vez. ¿Le llevo a algún sitio?
- No, se lo agradezco, pero me quedo un rato más; tengo que hacer algunas llamadas y luego me encontraré con una persona, muy cerca de aquí.
- Como quiera; fue un gusto, ya le llamaré; hasta la próxima y que esté bien.
- Igualmente, adiós.
El hombre alto, que se ha vuelto a sentar, añade algún dinero al que ha dejado el otro, aumentando así la propina del camarero. Juguetea un rato con una baqueteada cartera negra de piel de cocodrilo que ha sacado de un bolsillo interior de su bien cortada chaqueta gris de lana fría. Mira sin ver frente a sí. Al cabo, se guarda la billetera y sin posar las manos -unas manos grandes de dedos largos y uñas cuidadas sobre el mantel-, como para tomar impulso, se levanta con un solo movimiento. Abandona el reservado. Erguido, “debonair”, cruza el salón con pasó rápido y elástico hacia la salida. Dos o tres mujeres le miran al pasar con cierto interés.

TELON

© José Luis Alvarez Fermosel