martes, 25 de enero de 2011

Los pianistas de hotel

Todavía se encuentra uno en un bar elegante, o en un salón de un hotel de cinco estrellas, con un pianista maduro y melancólico que recorre el teclado con dedos fáciles –como en los versos de El Caballero de la Rosa-, desgranando un repertorio que suele incluir el tango Caminito, alguna canción napolitana, el tema de la película Casablanca, un vals vienés, Garota de Ipanema y un par de boleros: Perfidia y Vereda tropical, casi siempre. ¡De ayer es la fecha!
Yo siempre he sido muy considerado con los pianistas de hotel. Quizás por recordar el cartel colgado en la pared sobre la pianola desvencijada que había en todos los “saloons” del Viejo Oeste, como se ve en las películas, en el que se leía: “Se ruega no disparar sobre el pianista: el hombre hace lo que puede”.
Los pocos pianistas de hotel que quedan son, como sus antecesores –a los que citó alguna vez Paul Morand-, serios, con una seriedad casi como la que mostraba siempre en sus films Buster Keaton. Se les marcan profundas ojeras, tienen poco pelo, a veces teñido, siempre blanco en las sienes, lo que les da una aspecto distinguido y un ríctus amargo en la boca que empieza a sumirse, a veces bajo un fino bigote recortado, a lo Robert Taylor.
Visten, o parecen vestir siempre el mismo traje gris oscuro, no de última moda pero de buen corte, ligeramente brilloso por el uso prolongado; la camisa no está hecha a medida ni es de seda, pero siempre se ve impecable, y desde luego usan gemelos.
En el hotel les piden de cuando en cuando que se vistan de esmoquin, pero ellos se resisten, no sea que al cruzar el salón para ir a la barra a echar un trago -la casa no les cobra- los tomen por camareros.

Conocieron tiempos mejores

Casi todos conocieron tiempos mejores antes de alquilarse por horas en un bar, o en un hotel, para interpretar al piano las mismas canciones a cuyo compas bailaron ellos a la luz de la luna en Copacabana, Venecia, Madrid, El Cairo o Bruselas con sus amantes, que terminaron dejándolos por millonarios norteamericanos.
Todos recuerdan esos amores contrariados y sus tiempos de bonanza económica, que los tuvieron, como lo atestiguan el anillo con un rubí o un zafiro tallado en cabujón en el dedo medio de su mano izquierda, o el reloj de oro ya “demodé”, que se supo de memoria el camino a varias casas de empeño y ahora no lo aceptan en ningún sitio.
Todos tocan del mismo modo, sin sacar el pie del pedal derecho, con ínfulas de virtuosos; y a veces tropiezan, pero enseguida vuelven a la carga y el sonido sale, mal que bien.
Agradecen, con una sonrisa cansada, que uno les diga, cuando se va: “Muy buen repertorio y muy buena ejecución”. Lo que no hay que hacer jamás es darles propina, porque se ofenderían. Lo suyo no es un servicio: es… arte.
Ya casi no se ven pianistas en los bares, ni en los hoteles. Vi uno en mi último viaje a Nueva York, e incluso un arpista en Punta del Este.
A mí me agradan, pero me ponen un poco melancólico. Ellos, no las piezas que tocan, que tampoco son alegres. Forman parte de un pasado que tuvo sus luces y sus alegrías. Está cerrado, pero no con llave, por lo cual la puerta suele abrirse al impulso de un viento misterioso y salen máscaras de Carnaval.
Ellos también brindaron con champán Pommery –ahora beben whisky-, viajaron en barco, recorrieron costas y estaciones de esquí y se hospedaron en hoteles como en los que trabajan ahora tocando el piano, que es el piano del pobre..
Desaparecen, de pronto. No son reemplazados. Uno no pregunta nada. Ya no queda casi ninguno.

© José Luis Alvarez Fermosel

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