sábado, 8 de enero de 2011

Se apaga la luz...

Estamos trabajando de noche en casa con el ordenador. De pronto se va la luz. Naturalmente, nos envuelve una oscuridad total. Hacía mucho tiempo que no nos pasaba una cosa así. Por tanto, nos quedamos petrificados, sin ver nada. Al cabo de unos minutos recuperamos algún reflejo. Y salen a relucir las socorridas velas y las cerillas de madera con que las prendemos.
La oscuridad se convierte en una penumbra que no deja de tener su encanto. Es el momento de hacerse con la botella de oporto y servirse una copa –de las talladas, las pocas que quedan-. Inmediatamente habremos de encender un puro en la vacilante llamita de una de las velas: un Montecristo del número cuatro.
La cosa cambia enseguida. Ya se ve lo suficiente como para hacer lo que tenemos que hacer: beber despaciosamente nuestro vino, fumar nuestro cigarro, cambiar de asiento y apoltronarse en el sillón; en mi caso en una silla de lona verde de director de cine que es bastante cómoda.
El perfume del vino y su grato sabor en el paladar. El noble aroma del habano. Las sombras chinescas, indescifrables, que dibuja el humo del cigarro en las paredes, apenas iluminadas por la débil luz de las candelas.
Uno se imagina que está otra vez en una “cave” parisiense -¿por qué no?-. En el epílogo de la década del sesenta, por más señas.
La imaginación al poder. Iva Zanicchi canta “Fra noi”. Marcuse. Camus. ¡Qué novela, “El extranjero”! Cioran, con su extremado pesimismo nihilista, que oscurecía su sentido del humor. Porque el rumano tenía sentido del humor, después de todo.
Cécile no había muerto. El bailarín tenía antecedentes penales. El negro que tocaba el bongó llevaba papelillos de cocaína en un pequeño bolso de mano de cuero color magenta.
El Sena fluía perezoso bajo una bruma azulina. La mesa de siempre al fondo de la Chope du Pont–Neuf y la partida de “belote”.
Cabaré:
- ¿Podemos pedir una botella de champán?
- No, rica.
- ¿Te vas a quedar mucho tiempo?
- No.
- Entonces me voy a la mesa de aquel gordo, a ver si hago que me invite él.
- Buena suerte.
Una vez me dejé olvidado un libro de versos de Rimbaud en la mesita de luz de una habitación del hotel de la Rue-des-Dames. Ella se había ido al amanecer.
- No, en eso no lleva usted razón. No hay un azul tan azul como el de “Las bañistas”, de Cézanne.
- ¡Hombre, es que Cézanne… es Cézanne!
- Gran verdad. Vámonos al Fouquet a tomarnos un Pernod.
- Seguro que ya está allí Gaztambide.
Nadie hizo en el cine de comisario Maigret -¡no inspector, por favor; documéntense!- como Jean Gabin, que se convirtió en un astro deslumbrante en 1937 con su interpretación del (sentimental ) gángster francés “Pépé-le-Moko”.
“Jules et Jim”, de Truffaut. Ella llevaba un anillo en cada dedo, cantaba la canción y amaba a dos hombres –uno francés, el otro alemán-.
Rina Ketty había dejado de cantar “J’attendrai”, una bella y triste canción de amor que, en realidad, era la versión francesa de Louis Poterat de “Tornerai”.
Un fogonazo. Todo se inunda de claridad. Volvió la luz. Hay que tirar la colilla del puro y guardar la botella de Oporto. Las sombras chinescas se fueron con los recuerdos.
Uno tendrá siempre París, también: un París de cuando todavía estaba el mercado de Les Halles, Montmartre no era casi un decorado turístico ni Pigalle un barrio de emigrantes.
El tiempo mísero y feliz de los últimos días de Henry Miller en Clichy y los fantasmas de Francis Carco, Pierre La Rochelle y otros “dandies”, golfos, macarras y putangas, las más bellas y más alegres del mundo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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