miércoles, 19 de enero de 2011

Las flores de Manolita

Rafael Hernández era revistero de toros. Cincuentón largo, delgado, de estatura media, terne y currutaco. Usaba sombrero, como todos los hombres en aquella época, y yo siempre le vi con él puesto, así que nunca supe de qué color tenía el pelo, o si tenía. El rasgo más saliente de su fisonomía era su ganchuda nariz, que le daba un cierto aire de villano de película, a lo Everett Sloane. Pero no era malo, por lo menos como periodista taurino, porque se había hecho un nombre en la profesión. Como persona parece que no era un santo, sostenía –probablemente con conocimiento de causa- su mujer alemana, Manolita Kauffmann.
Hernández se había retirado pronto. Según las malas lenguas, gracias a la fortuna que amasó con las dádivas de los toreros de quienes hablaba bien y con las de aquellos que no querían que hablara mal. Calumnias, seguramente.
Finalizaba la década del 50. Ya estábamos los españoles un poco más aliviados.
Algunas veces, mi madre me llevaba a hacer las compras con ella. Yo iba tan campante a su vera, disfrutando del sol mañanero y de los aromas de las hortalizas y las frutas en sazón de los mercados y los puestos de la calle: pimientos, puerros, manzanas, y en verano unas peras muy pequeñas, un poco duras, que se llamaban peritas de San Juan.


Manolita era alemana del norte

Algunos días nos encontrábamos con Manolita en la pescadería, o en la panadería. Manolita era alemana del norte. Tenía el pelo rubio ceniza y los ojos, hermosos y penetrantes, de un verde intenso, esmeraldino. Fumaba tabaco negro. Quizás por eso su voz era tan ronca, tan pro­funda. De joven había sido una mujer bellísima. Así decía mi abuela, que la conocía de toda la vida. Era simpática y un poco am­pulosa. Ha­blaba muy bien español, pero con marcado acento alemán.
Manolita había tenido una hija con Rafael Hernández: Inés, rubia como su madre, de tez muy blanca y dientes saltones. Era muy enamoradiza y lo pasaba mal, porque nunca tenía novio. Mariano, fruto de otra unión sentimental de Manolita, vivía solo, en otro barrio. A veces nos visitaba y nos traía criadillas; tal vez trabajara en un matadero, o en un frigorífico.
La casa, mejor dicho, el chalé de Hernández, Manolita e Inés estaba muy cerca de mi casa. El interior era más bien sombrío, quizás porque mantenían casi siempre cerradas las persianas de los balcones y apenas entraba el sol.
El despacho de Hernández era impresionante. Había en él libros por todas partes y sólidos muebles de madera oscura. Una cabeza de un toro muy negro disecada en una pared, un bargueño adornado con fina labor de taracea, amplios sillones, que parecían muy cómodos, y en una mesa, bajo un pequeño armario de dos puertas, varias botellas y pesadas copas labradas, como para oporto. Periódicos y pa­peles en desorden sobre la mesa, que era muy grande. En uno de los cajones, Rafael Hernández guardaba un revólver. Me lo había dicho Manolita, que siempre me contaba cosas porque yo era un niño callado y discreto y nunca revelaba lo que me decían confidencialmente. Al fondo estaba el jardín.

El cronista de toros trabajaba…

Así que a pesar de estar retirado, el cronista de toros trabajaba, como se deducía al ver su escritorio. ¿Qué escribiría? ¿Una novela de ambiente taurino? ¿Artículos sobre toros y to­reros, aún? ¿Sus memorias?...
Por los pasillos del chalé, umbrío y silencioso, pasaba de tanto en tanto una perra negra de raza Doberman, que se llamaba Pretty: bo­nita, en inglés; pero no tenía nada de bonita, ni mucho menos de sim­pática, y además no debían lavarla con mucha frecuencia porque olía: olía a perro, claro; ¿a qué iba a oler si no, pobre animal?
Pretty mordió una vez a mi prima Mary en una pierna, y aquel día ardió Troya en el chalé de Rafael Hernández, porque la madre de Mary –mi tía, que también se llamaba Mary y fue una de las personas a quien yo más quise en esta vida-, era de armas tomar.
El jardín era precioso. Había en él muchísimas plantas y flores, unas y otras muy cuidadas. En primavera era una gloria pasear por ese jardín tan grande, tan colorido, tan perfumado. Había, sobre todo, rosas: de todos los tamaños y colores, prietas y hermosas, que desprendían un perfume embriaga­dor.
También recuerdo las margaritas, las mas grandes que yo he visto, y unos pensamientos primorosos, de un morado intenso mezclado armoniosamente con un suave amarillo limón y unos azules muy claros. Los aromas más exquisitos se entremezclaban en ese vergel, en una fiesta para el olfato.
Manolita e Inés, que iban a casa con frecuencia de visita, juntas o cada una por su lado, nos traían siempre flores de su jardín. Margaritas, esas margaritas que a mí me gustaban tanto, y también lilas. Mi madre, o mi abuela las ponían en búcaros de porcelana de Talavera de la Reina, con agua y una aspirina dentro, porque así se conservaban frescas mas tiempo, decían.
Nunca he visto un jardín tan hermoso como el de Manolita, eternamente florido en mi re­cuerdo.

© José Luis Alvarez Fermosel

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