jueves, 20 de enero de 2011

Un tiro en el bulevar

El aire de la tarde olía a anís y alquitrán.
El sol, parecido a un gran globo rojo, se ponía en París, arrebujado en una dulce luz naranja.
La perspectiva del Sena desde el Pont Neuf –que en realidad es el más antiguo-, se divisaba como a través del filtro de una de las cámaras fotográficas antiguas. El agua gris, con reflejos verdes y azules, parecía tornasolada.
Paseé lentamente, como un “flaneur” local, mirándolo todo. Antes de llegar a Les Halles, giré a la derecha hacia la calle Rívoli y me adentré en el bulevar Sebastopol.
Pasé por unos edificios con los postigos de las ventanas cerrados. Una pareja de gendarmes en bicicleta venía de la Cité.
El paisaje se difuminaba para dar lugar a chispas de luz que parecían tan lejanas como estrellas. Las notas de un acordeón llegaban perezosamente de no sé dónde. Música de “bal musette”.
Entonces vi salir a la mujer del café. Era más bien alta, morena, un poco agitanada. Apenas dio unos pasos y giró en redondo, situándose de cara al hombre. Extendió el brazo derecho. En la mano relucía un objeto sospechosamente parecido a un revólver.

Era un revólver

Era un revólver. El disparo sonó un poco más fuerte que el reventón de un neumático. Los pájaros salieron volando de los árboles cercanos.
El hombre se tambaleó, pero no llegó a caer. Me vino a las mientes parte de la descripción que se hace de un duelo a pistola en un folletín de Gilberto Thierry: “El príncipe de Carpegna, herido en la ingle, vaciló; mantúvose en pie, sin embargo…”
En dos zancadas estuve junto al herido, un hombre de unos cuarenta y cinco años, vestido de gris, ligeramente parecido a James Mason. Se apretaba el vientre con la mano derecha, que iba tiñéndose de sangre.
Le tomé de un hombro. “¿Aguanta?”, le pregunté. Me dijo que sí con voz no muy firme.
La gente empezaba a arremolinarse alrededor de nosotros. “¡Que alguien vaya a un bar y llame a una ambulancia!”, grité. (En esa época no había teléfonos celulares).
“¡La policía, la policia…!” , clamaba una mujer con voz aguardentosa.
El hombre se aflojaba. Le agarré por la cintura y él se apoyó en mi hombro. Le fui bajando lentamente hasta dejarle sentado en el bordillo de la acera, mientras yo le sujetaba por los hombros.
Sonó el silbato de un guardia y apenas un minuto después aparecieron dos gendarmes en bicicleta. Para mí que eran los mismos que había visto pasar antes.
Al cabo llegó una ambulancia e inmediatamente después uno de los pequeños coches negros que tenía entonces la Policía Judicial de París, con dos inspectores que despejaron la zona rápidamente.
Uno era bajo, moreno y lucía una sortija con una piedra verdosa. Seguramente era corso. Se fue en la ambulancia con el herido y los paramédicos.
Al otro, un poco más alto, enjuto, una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda Se movía con una calma engañosa. Encontró el revólver al pie de un farol: un Smith & Wesson del 38, de cañón corto.

Preguntas sin respuesta

¿Por qué tiraría el revólver la mujer? ¿Se asustaría al escuchar la detonación? ¿Se le escaparía el arma de la mano por el retroceso? ¿Habría pensado disparar las seis balas y le fallaron los nervios en el último segundo? ¿Se arrepintió de su decisión después del primer tiro? En otro orden, ¿acertó el único disparo por casualidad, o era una buena tiradora?
No formulé ninguna de esas preguntas más que a mí mismo, razón por la cual nadie contestó a ninguna en la comisaría del distrito –no recuerdo cuál- a la que fui llevado a declarar como testigo. Allí sólo me enteré de que el herido fue trasladado al hospital Beaujon.
Los diarios no publicaron nada, ni siquiera un suelto. Ni al día siguiente ni ningún otro.
Dos días después regresé a Londres, donde yo vivía entonces. Por mi cuenta averigüé que el herido –que se recuperó satisfactoriamente- era miembro de una familia propietaria de una conocida marca del aperitivo picón-granadina.
Cuarentón largo, divorciado, sin hijos, se emparejó con una viuda madura de muy buen ver, de ascendencia rumana, dueña de una tienda de antigüedades en el Quai des Celestines. Todo iba bien hasta que una hija de la viuda, de 17 años, se empeñó en quitarle el amante a su madre. Y lo consiguió.
Pero mamá era de armas tomar. Y tomó un 38. Y cada mochuelo se fue a su olivo. Uno de ellos con un plomo en el buche.
Un “affaire” muy parisiense.

© José Luis Alvarez Fermosel

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