jueves, 6 de enero de 2011

Ha bajado la niebla

Ha bajado la niebla a la ciudad a paso de lobo y todo está gris: como si un hada juguetona y caprichosa se hubiera dedicado, a falta de mejor cosa qué hacer, a emborronar fachadas, muros, automóviles y transeúntes con difuminos invisibles.
Son apenas las cinco, y parece que ya hubiera caído la tarde. Se ha quedado todo quieto, mudo. Flotan en el aire jirones de nubes blancas, algodonosas.
Da gusto avanzar por la calle arrebujado en el impermeable y abrir de vez en cuando la boca, sin que nadie nos vea, para sacar la lengua y sentir ese sabor a polvo que no es desagradable, o en todo caso se parece al de un raro azúcar impalpable y desabrido; a eso, y no a otra cosa sabe la neblina.
Después de varios días de calor, con muy baja presión atmosférica y mucha humedad uno disfruta de un buen día de frío, o de niebla: da gusto en esos días citarse con una mujer en un café de barrio, entrar en un bar y pedir una ginebra o pasear por un bulevar solitario soñando despierto.
Sacar al perro, o adentrarse en una plaza para ver los amables fantasmas de la bruma enredarse en las ramas de los árboles y sentirse completamente solo, sin ruido y sumido en esa opaca luminosidad de plata antigua de la niebla sutilizada y vagorosa.
Uno tiene voluntad de perderse sin que le importe no volver a donde está, o a donde pertenece con tal de ir a un lugar nuevo y hermoso sin políticos, ni gente irritada que quiera discutir ni siquiera el envarado esnob de guardia con un libro de Joyce bajo el brazo: el Ulises, con toda seguridad.
La niebla parece más clara, de pronto. Pero se espesa en un dos por tres y se convierte en una jalea finísima; en una telaraña cerrada y prieta, más acariciante que ominosa.
El fragor del tránsito rodado se deslíe y las palabras se esfuman, apenas salidas de la boca y se pierden entre las flores húmedas de los jardines solitarios, y no tienen sentido. Sólo se escuchan con nitidez las campanadas del reloj de alguna iglesia cercana. Caen, una tras otra, con más lentitud que nunca y rebotan dulcemente contra el asfalto charolado por la niebla.
La luz de las farolas del alumbrado público se ve tamizada y rebajada y se torna ambarina. Va a hacer frío. Palpita en el ámbito urbano, difuso y agrisado, un leve escalofrío con alma de greguería ramoniana.
Ha bajado la niebla de las alturas y, la verdad, nos ha obnubilado un poco, a tal punto que muchos creemos, iluminados por esta afelpada resolana sin sol, que mañana todo estará lavado y reluciente, incluso las conciencias y todo será distinto porque habrá cambiado para mejor, en virtud de este benigno fenómeno atmosférico.
Antes de que la niebla se disipe será bueno escribir un poemita en un café céntrico, con ventana a la calle, desfacer algún entuerto, ponerse a bien con algún familiar, o algún amigo con el uno se peleó hace tiempo, olvidarse de las cuentas que tiene que pagar, recordar un buen momento vivido del que ya casi nos hemos olvidado y hacerse a la idea de que mañana, si la niebla sigue baja, de ninguna manera podremos ir a trabajar.
Porque tendremos que seguir caminando sin rumbo por la ciudad con el cuello de la gabardina subido, las manos en los bolsillos sin dinero, silbando una cancioncilla sentimental, sintiéndonos libres y ligeros de esperanza, puede ser, pero también de cargos y culpas, de odios y temores. Es que no se ve a nadie, ni nada.
Y todo está deliciosamente gris.

© José Luis Alvarez Fermosel

Foto:
Niebla en la ciudad
© Maite

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