sábado, 22 de enero de 2011

Tatuajes

Todo el mundo se tatúa. Se busca una identidad mediante el tatuaje.
Unas tatuadoras me dijeron una vez en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas. Por eso se tatúa.
A uno le pidieron hace muchos años que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De modo que se conformó con ver tatuajes de otros –de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial-, si bien antes lo hacían más discretamente, en todos los órdenes.
Tuve ocasión de contemplar una suerte de pequeño jeroglífico egipcio, de color escarlata, tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica).
El Conde de Barcelona, Don Juan de Borbón (1913-1993), padre del actual rey de España, Juan Carlos I, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.

Una desgarradora canción de amor

La tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulada “Tatuaje”: “El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer…”.
El tatuaje tuvo en un pasado lejano un sello romancesco y aventurero, que hacía evocar blocaos en las inmediaciones del desierto del Sahara, sitiados por tuaregs y defendidos hasta la muerte por legionarios como los tres hermanos de “Beau Geste”, la inmortal novela de P. C. Wren llevada varias veces al cine.
Largas travesías por los mares de China. El casino de Estoril y un “croupier” –que en realidad era espía francés y tenía un tatuaje en el cuello-. Golpes de mano en la guerra del Transvaal, con los bóers capitaneados por el viejo y heroico Kruger –con su barba en abanico y tatuajes cerca del corazón-, luchando contra los ingleses en defensa de su independencia.
La gente del bronce se tatuaba antaño por machismo, por exhibicionismo, por diferenciarse de los señoritos, que ahora son los que más se se tatúan.

Espadas cruzadas

Los tatuajes de otrora incluían nombres de mujeres a quienes se les decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, espadas cruzadas, águilas, lemas tremendos que hablaban de amor, de vida y de muerte.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo.
Antes se usaba el mismo aparato que para la micropigmentación del pelo y las cejas. Ahora ha de haber procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales.
Los tatuajes pequeños se hacen en una sola sesión. Los más complicados requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la excesiva irritación de la piel.
Las mujeres se tatúan ahora tanto o más que los hombres. Y como ellos en todas, o casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas, tobillos, el cuello…
Y los glúteos –cuestión de identidad…-.
Mis lejanas amigas holandesas sostenían que antes el tatuaje constituía una suerte de idioma críptico del submundo, de la marginalidad. Ahora es un nuevo rasgo de personalidad que incluye un cierto desafío.

Tatuajes en la esclerótica

Lo último de lo último es tatuarse en la esclerótica, o blanco del ojo. La moda comenzó en Oklahoma (centro-sur de los Estados Unidos). Se extiende ya por casi todo el mundo, como una mancha de aceite en un papel de estraza.
Ah, un pequeño detalle: uno puede quedarse ciego.
“La gente quiere experimentar algo más”, dijo el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan.
Para el tatuador Jason King, de la misma nacionalidad, la moda del tatuaje es un modo: un modo de combatir el aburrimiento.

© José Luis Alvarez Fermosel

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