Tomo el metro, el mejor medio de transporte de Madrid, a mi entender. Ultimamente lo han remodelado, “aggiornado” y casi convertido en una variante del AVE, o Tren de Alta Velocidad, que puede alcanzar velocidades de hasta 300 kilómetros por hora y llega de Madrid a Valencia, por ejemplo, en una hora y cincuenta minutos. Valencia dista de Madrid lo mismo que Mar del Plata de Buenos Aires.
Es curioso: siempre se dijo que España era un país de viejos y que con el tiempo lo sería más, especialmente ahora que por la crisis muchos jóvenes fueron despedidos de sus trabajos, mal indemnizados y tienen muy pocas, o ninguna posibilidad de hallar otro empleo, por lo cual muchos se van a otros países, entre los cuales Argentina. La historia se repite.
En todo caso, yo no veo más que jóvenes por todas partes. Apasionadas parejas que, en contra de lo que sucedía muchos años atrás, manifiestan con gran desparpajo su fogosidad en plena calle, plazas, jardines y hasta en los transportes públicos.
En el vagón donde viajo apenas veo gente de más de cuarenta años. Los cuarenta son ahora la edad que sigue a la adolescencia. Los sesenta son los cincuenta de antes. Y muchos hombres y mujeres de setenta y ochenta años lucen espléndidos y siguen trabajando, a pesar de haberse jubilado. Quizás sea ésta otra razón por la que apenas se ven ancianos en España, o para ser precisos en Madrid. Por lo menos, yo no los he visto. A lo mejor es que ya no hay viejos, sino gente madura.
En los pueblos
En los pueblos es diferente. El trabajo es más duro, el sol y el aire curten el rostro. Las caras de los aldeanos, aradas a surcos como la tierra, están marcadas por anfractuosidades que se prestan perfectamente a los juegos de luces, sombras y penumbra.
Cerca de mi viajan tres adolescentes –o sea, menores de cuarenta años-. Tres chicas vestidas con uniformes colegiales: chaquetas rojas –como las de la Policía Montada del Canadá de las películas de nuestra infancia- y faldas a cuadros escoceses.
Un poco más allá, un matrimonio, o una pareja de rumanos –hay muchos en Madrid- habla en voz tan alta que llegan hasta mí algunas palabras: “ciai” (té), “da” (bien), “voi” (vosotros), “lumina” (luz) y una expresión con un toque de misterio: “Ce-ai in gusa Mariora?” (¿Qué oculta María?).
Todo el mundo va vestido informalmente: parkas, pulóveres, “jeans”, zapatillas. Alguno de los que dejó atrás la adolescencia lleva una camisa -¡sin corbata, naturalmente!- bajo un cárdigan de lana y calza botas de cuero negro.
Las mujeres van todas, o la mayoría, con pantalones, como en casi todo el mundo, pero un poco mejor arregladas que en otras partes. Muchas se maquillan y se pintan los labios.
Las estaciones
Van pasando la estaciones rápidamente. Casi todas tienen nombres hermosos: Puerta del Angel, Lucero, Ríos Rosas, Nueva Numancia, Avenida de la Paz, Esperanza; después de Portazgo viene Buenos Aires y a continuación Miguel Hernández (“La fuerza que me arrastra/hacia el mar de la tierra/ es mi sangre primera…”.)
Una abuela de pelo muy blanco y pequeños ojos color de obsidiana riñe con dureza a uno de los tres nietos con los que viaja. Ha debido portarse muy mal. Es pelirrojo, pecoso, mira de frente y apenas contiene una sonrisa. Debe ser un diablillo muy querible.
Llegamos a Cuatro Caminos.
¿Cuál de los cuatro elegiremos?
© José Luis Alvarez Fermosel
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