Había ganado ya la calle Serrano a paso lento, tanto que de estar en París me habrían tomado por un “flâneur” despreocupado.
Era temprano para Madrid: las nueve y cuarto de la mañana. Empezaba a fluir el tráfico rodado. Los lujosos automóviles que son la locura del madrileño.
Ya no estaban en la calle Serrano el bar Xauen, en el que solía encontrarme con mi primo Fernando Villalba, el aviador, ni el café Roma, ni tampoco estaba la agencie EFE en Ayala, 5, que al cabo de muchos años se mudó a otro edificio en la calle Espronceda. Yo estuve una vez. Todavía quedaban algunos colegas de mis tiempos.
La cruda luz velazqueña de Madrid tornaba la mañana tan brillante como las de los cuentos de hadas ilustrados. La primavera estaba en su plenitud.
Las calles Serrano, Velázquez y Príncipe de Vergara, todas ellas muy comerciales, con elegantes tiendas de diseño, son las principales arterias del barrio de Salamanca, fundado por José María de Salamanca y Mayol, marqués de Salamanca, un aristócrata, abogado, banquero, político y legislador que tuvo una vida muy agitada y rumbosa y terminó sus días debiendo seis millones de reales.
El banco BBVA ocupa hoy el palacio del marqués de Salamanca, construído en estilo neorrealista italiano en 1850. El marqúes tiene su plaza. En el centro le inmortaliza una estatua. La plaza está rodeada de bellos edificios, entre los cuales el palacio Villota, obra de Joaquín Saldaño.
Cartier aún tenía el cierre echado. Salió de un taxi una monja de las de ahora, con apenas algún rasgo distintivo de su condición. Antiguamente iban envueltas en amplios hábitos y llevaban en la cabeza unas enormes tocas blancas almidonadas, que debían ser muy incómodas.
La chica del banco
Ya se veía gente camino de las oficinas. Mi notario estaría por abrir la suya y a ella me encaminé. Frente a la puerta del edificio, sentada en un banco, había una chica rubia, delgada, con una blusa de un rojo anaranjado violento, como la explosión de una granada. Jugueteaba con un objeto cilíndrico que no acerté a ver lo que era.
Me franqueó la entrada a la notaría una señora de muy buen ver, de pelo gris y ojos claros. Llevaba un traje sastre de color castaño oscuro y un collar de perlas que por lo menos parecían cultivadas.
Esperé unos minutos en una recepción pequeña y funcional y al cabo apareció el oficial de notarías: un muchacho –apenas pasaría de los treinta años-, con un traje gris a rayas de buen corte y una corbata de firma. Lo mejor es que era muy eficiente y me hizo recorrer los meandros del poder general amplio, si no con amenidad por lo menos sin excesiva monotonía. Luego me condujo a un despacho contiguo al suyo, sobriamente amueblado.
Había una mesa redonda, con varios diarios y revistas y una bandejita alargada y estrecha de una materia oscura, que probablemente era plástico duro, con varios bolígrafos y una sola pluma fuente, con el capuchón rodeado por una tira de plástico blanco.
El poder de la ruina
Enseguida apareció el notario, menos joven, menos alto y menos esbelto que su oficial, pero más elegante: con un traje probablemente cortado por algún artista exclusivo para él. Se parecía bastante a Raf Vallone, antes de que éste envejeciera. Tenía esa solemnidad exterior y esa amabilidad interna, que aflora enseguida, de todos los notarios. Se sentó a mi lado y desplegó los folios sobre la mesa. Cada uno leyó su copia y la firmó con su pluma estilográfica, único instrumento de escritura admitido en las notarías.
- Ya está: ¡El poder de la ruina! –dijo.
- ¿Cómo? –pregunté yo, amoscado.
- Algunos lo llaman así porque es tan… general y tan amplio que puede llevar a la ruina del firmante. Humor negro. Sepa usted disculpar.
El notario recuperó la gravedad propia de su oficio, se inclinó apenas, me estrechó la mano y se reintegró a las profundidades de la notaría, no exenta de ese aire ligeramente sombrío que tienen todas. Me fui con mi poder de la ruina.
En la calle, una nube velaba apenas el sol sin restarle presencia.
La chiquilla de la blusa detonante continuaba sentada en el banco, en la misma postura, un tanto rígida, esta vez. Me estremecí, porque yo conocía esa rigidez.
Me acerqué. La muchacha tenía los ojos desmesuradamente abiertos y fijos. Le toqué apenas un hombro y se derrumbó, cayendo sobre el costado derecho. Estaba muerta.
Tenía apretada en el puño de la mano izquierda una pipa de vidrio rota para fumar crack.
© José Luis Alvarez Fermosel
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