martes, 24 de abril de 2012

No apareció el collar de perlas azules

La señora es alta, esbelta, distinguida, de una edad indefinida pero no superior a los sesenta; tenga la que tenga, la lleva espléndidamente.
Vuelve al restaurante donde yo termino de comer y del que ella se fue, con las dos adolescentes con las que vino, hace no más de cinco minutos; le pregunta al camarero que la atendió, que está recogiendo platos y cubiertos de una mesa cerca de la puerta:
- ¿Ha visto usted un collar de perlitas azules, que a lo mejor se me cayó aquí mientras comía?
- ¿Perlitas azules? –se extraña el camarero.
- Sí, azules –insiste la señora.
El mozo, corpulento y rubiasco, afirma no haber visto un collar de perlas azules cerca de la mesa que ocupó la señora, ni en ningún otro sitio del local.
La señora se va, desconsolada. El camarero, en su camino a la cocina, le dice a otro que está descorchando una botella de vino en otra mesa:
- ¡Cómo está la gente, Paco! ¡Perlas azules…!
Lo que el camarero ignora es que ciertos estados de ánimo hacen que el ser humano vea azules otros colores, y aun encuentre estrellas en piedras preciosas. Antes había que estar enamorado para ver el Danubio azul.

Estrellas en zafiros

César González-Ruano me dijo que cuando entrevistó a Dolores del Río en España, en un lujoso hotel de Madrid recién inaugurado, se fijó en una sortija con un zafiro de la India que llevaba la gran actriz mexicana, la primera latina que trabajó en Hollywood.
- Se la pedí para verla –me dijo César- y ella me encomendó que buscara una estrella en el zafiro, a la luz baja de la habitación del hotel.
- ¿Una estrella en un zafiro?
- Sí; me explicó que si al hacerlo girar en todas direcciones terminaba por encontrar una estrella en el zafiro, eso me traería buena suerte, una buena suerte inmediata.
Pero César, que ese día no debía estar en vena, no encontró la estrella en el zafiro y su suerte, como la de todos, fue unas veces buena y otras no tanto.
Tengo debilidad por las joyas y los pequeños objetos raros y preciosos. Les atribuyo mucha importancia, y una relación secreta con quienes los poseen.

Lamparitas amarillas y laca azul

Carmen Martín Gaite elogia “(…) las lamparitas amarillas, los ‘bibelots’ de las repisas y las mesitas laqueadas de azul” en su novela “Cuarto”.
Ramón Gómez de la Serna acumulaba toda clase de heteróclitas extravagancias, incluídas muñecas de porcelana rotas.
Las cosas bellas, extrañas, con personalidad, con encanto, de buen gusto son ya muy difíciles de hallar. Cedieron  paso a lo práctico, a lo funcional, ni que decir tiene a lo informático. Nada mejor para quedar bien con una señora, en estos días, que regalarle un “e-book”, una “netbook”, un “Blackberry” o una “tablet”, y no precisamente de chocolate.
Como siento que empieza a embargarme una cierta nostalgia, y ya me he tomado el café, pido una copa de orujo de hierbas.
Estoy en un restaurante de Puerta Cerrada, en un barrio que constituyó como una recoleta capital de provincia dentro de Madrid. Suenan lentas las campanas de San Andrés en la plazuela de los Carros, que está a dos pasos, y las del convento de las Carboneras, opacando el tañido severo de la Nunciatura.
Calles del Conde y del Cordón, Fuentecilla de la Cruz Verde, por la que ya no suben los tranvías hacia la Plaza Mayor, entre otras razones porque ya no hay tranvías. 
Ni se encuentran estrellas en zafiros y si se pierden collares de perlitas azules no aparecen nunca jamás.

© José Luis Alvarez Fermosel

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