La
señora es alta, esbelta, distinguida, de una edad indefinida pero no superior a
los sesenta; tenga la que tenga, la lleva espléndidamente.
Vuelve
al restaurante donde yo termino de comer y del que ella se fue, con las dos
adolescentes con las que vino, hace no más de cinco minutos; le pregunta al
camarero que la atendió, que está recogiendo platos y cubiertos de una mesa
cerca de la puerta:
-
¿Ha visto usted un collar de perlitas azules, que a lo mejor se me cayó aquí
mientras comía?
-
¿Perlitas azules? –se extraña el camarero.
-
Sí, azules –insiste la señora.
El
mozo, corpulento y rubiasco, afirma no haber visto un collar de perlas azules
cerca de la mesa que ocupó la señora, ni en ningún otro sitio del local.
La
señora se va, desconsolada. El camarero, en su camino a la cocina, le dice a
otro que está descorchando una botella de vino en otra mesa:
-
¡Cómo está la gente, Paco! ¡Perlas azules…!
Lo
que el camarero ignora es que ciertos estados de ánimo hacen que el ser humano
vea azules otros colores, y aun encuentre estrellas en piedras preciosas. Antes
había que estar enamorado para ver el Danubio azul.
Estrellas en zafiros
César
González-Ruano me dijo que cuando entrevistó a Dolores del Río en España, en un
lujoso hotel de Madrid recién inaugurado, se fijó en una sortija con un zafiro
de la India que llevaba la gran actriz mexicana, la primera latina que trabajó
en Hollywood.
-
Se la pedí para verla –me dijo César- y ella me encomendó que buscara una
estrella en el zafiro, a la luz baja de la habitación del hotel.
-
¿Una estrella en un zafiro?
-
Sí; me explicó que si al hacerlo girar en todas direcciones terminaba por
encontrar una estrella en el zafiro, eso me traería buena suerte, una buena
suerte inmediata.
Pero
César, que ese día no debía estar en vena, no encontró la estrella en el zafiro
y su suerte, como la de todos, fue unas veces buena y otras no tanto.
Tengo
debilidad por las joyas y los pequeños objetos raros y preciosos. Les atribuyo
mucha importancia, y una relación secreta con quienes los poseen.
Lamparitas amarillas y laca
azul
Carmen
Martín Gaite elogia “(…) las lamparitas amarillas, los ‘bibelots’ de las
repisas y las mesitas laqueadas de azul” en su novela “Cuarto”.
Ramón
Gómez de la Serna acumulaba toda clase de heteróclitas extravagancias,
incluídas muñecas de porcelana rotas.
Las
cosas bellas, extrañas, con personalidad, con encanto, de buen gusto son ya muy
difíciles de hallar. Cedieron paso a lo
práctico, a lo funcional, ni que decir tiene a lo informático. Nada mejor para
quedar bien con una señora, en estos días, que regalarle un “e-book”, una
“netbook”, un “Blackberry” o una “tablet”, y no precisamente de chocolate.
Como
siento que empieza a embargarme una cierta nostalgia, y ya me he tomado el
café, pido una copa de orujo de hierbas.
Estoy
en un restaurante de Puerta Cerrada, en un barrio que constituyó como una
recoleta capital de provincia dentro de Madrid. Suenan lentas las campanas de
San Andrés en la plazuela de los Carros, que está a dos pasos, y las del
convento de las Carboneras, opacando el tañido severo de la Nunciatura.
Calles
del Conde y del Cordón, Fuentecilla de la Cruz Verde, por la que ya no suben
los tranvías hacia la Plaza Mayor, entre otras razones porque ya no hay tranvías.
Ni
se encuentran estrellas en zafiros y si se pierden collares de perlitas azules
no aparecen nunca jamás.
©
José Luis Alvarez Fermosel
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