Y así, empieza uno a caminar por la alfombra de hojas
secas de otoño, entre escarlata y púrpura, que se asemejan a esas brasas que
quedan después del fuego, casi siempre tan difíciles de apagar…
Y uno no sabe donde puede ir a parar. El camino rojo
va estrechándose. Los árboles forman un gran arco, a fin de que uno pueda
sentir la sensación de que va bajo palio, como un alto dignatario de la Iglesia
o un emperador romano que regresara invicto de una prolongada campaña extra
muros de la Ciudad Eterna.
El paisaje es bellísimo, pero tiene algo de
inquietante por su soledad, su falta de vida y quizás más por ese
estrechamiento que se ve al fondo y se cierra en torno a lo que parece un sol
deslumbrante. ¿Podría ser un callejón sin salida iluminado y florido?
En todo caso, de adentrarse uno por el terriblemente
hermoso paraje, habría de hacerse de día, bajo el sol, disfrutando a pleno de
todos los matices de un rojo supremo que la noche disolverá con su hálito azul.
Sólo le falta a esta eclosión de belleza un suspiro,
una señal de vida: un pájaro, una ardilla, un zorro. Entonces se trocaría en
algo vivo lo que parece un cuadro pintado por un maestro del Renacimiento.
Un paisaje encantado pasaría a ser un paisaje
encantador.
© José Luis Alvarez Fermosel
No hay comentarios:
Publicar un comentario