Hace mucho tiempo que no le veo en ninguna esquina de
la gran urbe febríl, lo cual me preocupa, porque ya era muy viejecito cuando yo
me topaba con él cada dos por tres y quizás -¡Dios no lo quiera!- haya muerto.
Por superstición, o por lo que sea, voy a escribir en
presente, como si le hubiera visto ayer.
Es un hombre de mucha edad, aunque quizás no tenga
tanta como la que representa. Tiene muy poco pelo y una luenga barba blanca que
le llega a la mitad del pecho. Una barba de Rey Mago, de noble caballero de corte
medieval o del personaje Rip van Winkle de Washington Irving, tal como lo pintó
John Quidor.
Lleva siempre la misma ropa, que se ve limpia y
cuidada: una chaqueta color castaño claro, una camisa blanca con el cuello
desabrochado, un pantalón gris y unos viejos zapatos blancos.
Está sentado en un banquito de madera y tiene frente
así un recorte de alfombra que se adivina que en otros tiempos fue gris.
Tañe una flauta. Siempre que le veo está tocando su
flauta, que emite una música mínima y dulce que parece sostenerse en el aire, y
tiene algo de balsámico y acariciador, como si su intérprete quisiera
transmitir un mensaje de armonía, de paz, de reconciliación; nada más opuesto
al consabido percutir de los bombos de las manifestaciones callejeras.
Siempre dejo en su alfombrilla algún dinero. El me
echa una mirada cómplice y algo picarona y baja la cabeza, en una reverencia
digna de un embajador en el momento de presentar sus cartas credenciales a un
jefe de Estado.
Venerable artista callejero
Hay que quedarse unos minutos al lado del venerable
artista callejero, que a mí me hace recordar al Vitalis de la novela Sin
familia, de Hector Malot. Una indefinible pero muy grata sensación de
sosiego, de placidez nos invade.
Uno sigue después su camino confortado, de buen humor
y tiene voluntad de pensar que el mundo, al fin y al cabo, no es tan malo como
parece, o al menos hay en él más gente que valga la pena, en todos los
sentidos, de lo que uno cree.
Solía hablar de él en la radio. Si pasaba algún tiempo
sin verlo, como ahora, y por tanto no lo citaba, Florencia Ibáñez, la locutora,
me preguntaba con su voz de azúcar, canela y clavo: ¿Hace mucho que no ves
al viejecito de la flauta?
Pocas veces he visto a alguien que toque un
instrumento, baile el tango o haga juegos malabares en la calle tan digno, con
una expresión tan marcada de bondad, que infunda tanto respeto y ofrezca una música
serena, alegre y al mismo tiempo un poco melancólica, un tanto enigmática que
tiene el poder de hacernos evocar pasados tiempos felices y ver el presente sin
gafas destempladas.
¿Quién será, o quién fue? ¿De qué habrá trabajado?
¿Habrá tenido familia, mujer, hijos?
¿Será argentino, o habrá venido de otro país y se habrá radicado aquí,
como tantos de nosotros?
Mientras me dispongo a terminar este apunte, viene a
casa mi hija María Soledad, que vive en Madrid pero está pasando una temporada
en Buenos Aires, y me dice que ha visto al viejecito de la flauta en la Avenida
de Mayo, cerca del palacio Barolo: un lugar lleno de misteriors y leyendas, qué
casualidad…
El caso es que viejecito de la flauta vive. ¡Qué buena
noticia!
© José Luis Alvarez Fermosel
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