martes, 5 de noviembre de 2013

El viejecito de la flauta

Hace mucho tiempo que no le veo en ninguna esquina de la gran urbe febríl, lo cual me preocupa, porque ya era muy viejecito cuando yo me topaba con él cada dos por tres y quizás -¡Dios no lo quiera!- haya muerto.
Por superstición, o por lo que sea, voy a escribir en presente, como si le hubiera visto ayer.
Es un hombre de mucha edad, aunque quizás no tenga tanta como la que representa. Tiene muy poco pelo y una luenga barba blanca que le llega a la mitad del pecho. Una barba de Rey Mago, de noble caballero de corte medieval o del personaje Rip van Winkle de Washington Irving, tal como lo pintó John Quidor.
Lleva siempre la misma ropa, que se ve limpia y cuidada: una chaqueta color castaño claro, una camisa blanca con el cuello desabrochado, un pantalón gris y unos viejos zapatos blancos.
Está sentado en un banquito de madera y tiene frente así un recorte de alfombra que se adivina que en otros tiempos fue gris.
Tañe una flauta. Siempre que le veo está tocando su flauta, que emite una música mínima y dulce que parece sostenerse en el aire, y tiene algo de balsámico y acariciador, como si su intérprete quisiera transmitir un mensaje de armonía, de paz, de reconciliación; nada más opuesto al consabido percutir de los bombos de las manifestaciones callejeras.
Siempre dejo en su alfombrilla algún dinero. El me echa una mirada cómplice y algo picarona y baja la cabeza, en una reverencia digna de un embajador en el momento de presentar sus cartas credenciales a un jefe de Estado.

Venerable artista callejero

Hay que quedarse unos minutos al lado del venerable artista callejero, que a mí me hace recordar al Vitalis de la novela Sin familia, de Hector Malot. Una indefinible pero muy grata sensación de sosiego, de placidez nos invade.
Uno sigue después su camino confortado, de buen humor y tiene voluntad de pensar que el mundo, al fin y al cabo, no es tan malo como parece, o al menos hay en él más gente que valga la pena, en todos los sentidos, de lo que uno cree.
Solía hablar de él en la radio. Si pasaba algún tiempo sin verlo, como ahora, y por tanto no lo citaba, Florencia Ibáñez, la locutora, me preguntaba con su voz de azúcar, canela y clavo: ¿Hace mucho que no ves al viejecito de la flauta?
Pocas veces he visto a alguien que toque un instrumento, baile el tango o haga juegos malabares en la calle tan digno, con una expresión tan marcada de bondad, que infunda tanto respeto y ofrezca una música serena, alegre y al mismo tiempo un poco melancólica, un tanto enigmática que tiene el poder de hacernos evocar pasados tiempos felices y ver el presente sin gafas destempladas.
¿Quién será, o quién fue? ¿De qué habrá trabajado? ¿Habrá tenido familia, mujer, hijos?  ¿Será argentino, o habrá venido de otro país y se habrá radicado aquí, como tantos de nosotros?
Mientras me dispongo a terminar este apunte, viene a casa mi hija María Soledad, que vive en Madrid pero está pasando una temporada en Buenos Aires, y me dice que ha visto al viejecito de la flauta en la Avenida de Mayo, cerca del palacio Barolo: un lugar lleno de misteriors y leyendas, qué casualidad…
El caso es que viejecito de la flauta vive. ¡Qué buena noticia!


© José Luis Alvarez Fermosel

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