En el Día del Animal, que se celebra hoy,
nada me parece más adecuado que postear el texto que sigue del gran escritor
español Antonio Gala, gran amante de los animales y de los perros en
particular. Gala tuvo un perro, al que llamó Troylo (ilustración), con el que
vivió largos años y que dejó descendencia, recogida por el escritor, que fundó
así una especie de dinastía perruna.
Gala toca en su artículo una cuestión
importante: los perros sin amo. Asunto al que a veces uno no presta atención.
Gala confiesa que “(…) se me ha encogido
con frecuencia el corazón ante lo evidente de un perro vagabundo”.
Y certifica que el perro es el mejor amigo
del hombre.
Por la transcripción: © J.L.A.F.
Los
perros sin dueño
(...) “Libertad no conozco, sino la
libertad de estar preso a alguien/cuyo nombre no puedo oir sin
escalofrío;/alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,/por quien
el día y la noche son para mi lo que quiere”. Así escribió el andaluz Cernuda.
El ser humano no se diferencia en eso de
los perros. ¿Sabe acaso su nombre antes de que lo llame? ¿Se considera cumplido
antes de que unas manos -las manos- lo abracen y le dejen un collar de amor en
torno al cuello? ¿Puede el solitario beber sin tregua el largo trago amargo de
la soledad? ¿No siente, el muy estrechamente cercado, la tentación de huir y de
perderse y de recomenzar? ¿No le quema el aislado deseo de un amo a quien
servir? ¿La carga de la independencia no se aligera con cirineos secretos? ¿Qué
es más humano: la necesidad que otro tiene de mí, o mi necesidad del otro? No;
el ser humano no se distingue en esto de los perros.
Se me ha encogido con frecuencia el
corazón ante lo evidente de un perro vagabundo. El hombre disimula su soledad:
sólo después de un rato -salvo una cierta expresión ansiosa de los ojos- nos
damos cuenta de que a nadie pertenece, a nadie ha de rendir explicación de su
tardanza, de su quehacer, de su añoranza o de su gozo. El hombre acostumbra a
acorazarase ante los demás hombres, y acaso eso es lo que le asola y le
entristece. Pero en el perro queda tan clara la usencia de su dueño. Qué prisa
por las ciudades y los descampados. Como si también él tuviera que fingir una
urgente cita con alguien, a quien consume la impaciencia de acariciarlo. O como
si olfatease la proximidad de una mano tendida. O como si apresurado
desasosiego, aspirase a cubrir el oscuro agujero que es la vida sin sentido, la
vida que se vive sin dedicarla a nadie.
Esta tarde recuerdo todos los perros sin
nombre y sin collar que he visto. En las estaciones de ferrocarril, por las
aceras, cruzando las calzadas, en los arcenes de las autopistas, en las
gasolineras, en las playas. Casi siempre entre las piernas de los hombres,
alzando su pura mirada para encontrar unos ojos que se detengan sobre los suyos
por un segundo más de lo corriente; irguiendo las orejas por si una voz
pronuncia una plabra anteriormente oída, una palabra que devuelva a su confusa
memoria el eco de una casa, de un rincón, de un plato, de una simpatía. (...)
©
Antonio Gala
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