Bajé a la recepción del hotel y pedí mi
caja de seguridad.
Estaba en Miami, en un tiempo raro, como
el mundo que se menciona en una canción. Había nubes de color rosa y amarillo
en un cielo pálido. No hacía frío ni calor.
Me trajeron la caja de seguridad que había
alquilado para guardar en ella un puñado de dólares.
La llave, en mis manos pecadoras, no abría
la caja. Carezco por completo de habilidad manual. “You’re all thumbs” (eres un
manazas), me dijo una vez un amigo norteamericano, y tenía razón.
Se llamó al encargado de las “boxes” del
hotel, que llegó enseguida, tomó delicadamente la llave que yo le tendía y, con
un floreo, se dispuso a abrir el tozudo receptáculo. Hay que saber. El hombre dio
vueltas y más vueltas a la llave rebelde, con fuerza, con suavidad, siempre con
maestría. Sabía abrir cajas, pero no pudo abrir la mía.
Hubo que llamar a un cerrajero supuestamente
conocedor de toda clase de cajas fuertes, incluso las pequeñas, como las de los
hoteles: las que hay en las habitaciones y las de la recepción, donde estaba la
mía.
El especialista trabajó durante más de
media hora. La caja permaneció cerrada a cal y canto.
Vino otro cerrajero, portando una pavorosa
herramienta que parecía una de esas sofisticadas ametralladoras que se ven en
las películas de ciencia ficción.
Empezó a horadar lo que se había convertido en un
féretro para mis dólares muertos.
Enterado de la situación, vino uno de los gerentes del hotel,
por lo menos a hacer acto de presencia. En seguida se le unieron unas cuantas personas
que, evidentemente, no tenían nada mejor
que hacer. Siempre pasa lo mismo.
El baile de los ancianos
Como me pareció que la cosa iba para
largo, decidí dar un paseo por el vestíbulo del hotel, que era enorme. Un sol pálido,
tamizado por los visillos de grandes ventanas rectangulares, largas y
estrechas, resbalaba por el suelo moquetado de gris.
De uno de los salones venía una musiquilla
ratonera, entre “country” y metálica.
Conforme iba avanzando, la musiquilla se
acercaba, de modo que me dediqué a abrir las puertas de los salones cerrados y
echar un vistazo a su interior. Me interesaba más el oculto chán chán que el
chirrido de la broca perforando la caja fuerte.
Al abrir la puerta del tercer salón y
asomarme, la música me golpeó. De ahí venía.
Varios ancianos y ancianas, casi todos con
“jean” y zapatillas deportivas, alguno con traje, bailaban desparramados por el
salón, bajo una cruda luz de neón que tornaba fantasmagóricamente rutilantes
sus rostros y sus manos.
La sala no olía a “pequeño león”, que dijo
Paul Morand, sino a flores a punto de marchitarse y a gente apiñada en un lugar
cerrado.
Predominaba esa emanación a ropa de lana
sudada, guardada con otras prendas intensamente perfumadas en un armario
durante mucho tiempo y vuelta a sacar a relucir, que es un componente de ese
indefinible olor dulzón de la vejez.
Los viejecitos ralentizaron su paso de
baile y me miraron. Recordé una página de “El extranjero”, de Camus, en la que
se hace una vívida descripción de los ancianos que concurren al velatorio de la
madre del protagonista, Meursault, que ha muerto en un geriátrico. “Me llamaba
la atención no ver los ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin
brillo en medio de un nido de arrugas”.
¿Qué música les haría recordar esa otra
que no bailaban ya con zapatos de charol? ¿Los llevaría a otros bailes, a otras
parejas, a otros tiempos? ¿Mirarían aún la vida con los ojos sin resplandor que
citaba Albert Camus? ¿Qué vitalidad, qué empeño les impulsaba a bailar la danza
de las horas en una sala de un hotel cualquiera de Miami Beach? ¿Recordarían
algo lejano y hermoso que fue propiedad de ellos un día?
Quizás danzaban sin darse cuenta, también
ellos, por no tener cosa mejor que hacer. Arrastraban lentamente los pies al
compás de una música distinta de la de aquellas canciones románticas de sus
verdes años.
Daba lo mismo quienes eran. Estaban
todavía. Las voces sin palabras. El sueño que no viene. La primavera que se
fue. Rescoldos. Recuerdos. ¿”La vie en rose”? La vida en sepia. El negativo de
la foto.
Pero ellos bailaban, y si bien no parecían
muy felices, tampoco se los veía desgraciados. Estaban dando su fe de vida. Era
una fe ya débil, como un eco de otra fe. Débil y lejana, casi como la fe de
quien no cree que la vida se le va, sino que él es el que se va.
El tiempo ha pasado borrando los colores,
dejándolo todo bocetado en blanco y negro. Quizás esos viejecitos buscaban, al
compás, los colores perdidos, emboscados en el jardín de la edad.
De pronto, escuché un chasquido de
aplausos. ¿Cómo, os aplauden, todavía os aplauden? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Por qué?
Pero nadie aplaudía a los viejecitos danzantes.
El pequeño grupo de gente congregado ante mi caja de seguridad celebraba con
aplausos el hecho de que los cerrajeros, al fin, habían podido abrirla. Mis dólares volvieron a la vida.
Cerré la puerta de la sala y me dirigí al
la recepción. Seguramente, los ancianos volvieron a enlazarse y a mover despacito
los pies, calzados con juveniles zapatillas deportivas, al compas de la
ratonera musiquilla.
© José Luis Alvarez Fermosel
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