El cuarto de gallina fue algo así como una
panacea en España, en una de las hambrunas que nos flagelaron.
Los médicos se lo recetaban a las
parturientas para que se repusieran, a los niños que convalecían de una
bronquitis y a los ancianos caquécticos en el día de su cumpleaños, a fin de
darles una última alegría gastronómica, antes de que se fueran al otro barrio.
Es posible que los galenos llegaran a
creer que el cuarto de gallina tenía propiedades terapéuticas. A ellos se les
regalaba una gallina por Navidades, en una suerte de agradecida reciprocidad
subconsciente. La gente de menos posibles cumplía con un besugo envuelto en
papel de plata.
El cuarto de gallina era carísimo. No
había gallinas en Madrid, o había muy pocas. Apenas se veía en alguna de las llamadas
pollerías de las afueras un pollo tan caquéctico como los ancianos que citamos
antes, colgado por las patas con la cresta para abajo.
El cuarto de gallina se asaba al horno con
un poco de aceite, o mantequilla –es decir, margarina- un casco de cebolla y un
chorrito de vino blanco, si es que había vino, blanco o tinto.
Las autoridades gubernamentales exhortaban
a la población suburbana y al campesinado a criar gallinas que mandar luego a
los centros urbanos, a ver si por lo menos algunos de sus pobladores podían
comerse un cuarto de gallina de vez en cuando, y no como un remedio, o elemento
reconstituyente.
Pasaron los años, sacamos la panza de mal
año y las gallinas y los pollos pudieron comprarse en todas partes: estos
últimos, enteros y bien cebados, se comían en cualquier momento, sin ninguna
prescripción, ni de médicos, ni de dietistas, ni de nadie.
Los ancianos ya no eran más ancianos, ni
mucho menos caquécticos, sino orondos caballeros de cierta edad que llevaban a
sus nietos a pasear al parque los domingos por la mañana. Luego se iban a tomar
el aperitivo a un bar de moda y terminaban almorzando pantagruélicamente en
casa de sus hijos.
Los pollos, más que el pavo yanqui, se
servían en la Nochebuena, enormes, con la piel tirante y tostada, jugosos, con
una guarnición de patatas a la española, o al horno.
No había cocido, o puchero, fuera donde
fuera, que no tuviera incorporado su cuarto de gallina hervido, de carne prieta
y blanca.
Las gallinas de Enrique IV
Parecidas preocupaciones relacionadas con
las gallinas, sólo que mucho antes, tuvo Enrique IV, quizás el más popular de
los reyes de Francia, hombre jovial y amante de los placeres de la buena mesa.
Preocupado por el destino de su pueblo, le
dijo un día al duque de Saboya: “Si Dios me da vida, haré que no haya un solo
campesino en mi reino que no tenga una gallina en su cacerola el domingo”.
¡Una gallina entera! Claro que entonces,
en 1594, todos los corrales de Francia estaban repletos de gallinas. Pocas
había en los corrales de España, bien entrado ya el siglo XX.
A Enrique IV se le debe, en otro orden, la
realización de grandes obras arquitectónicas. Amplió el palacio del Louvre, construyó
el Pont Neuf sobre el Sena, el primer puente de piedra de París. Su mejor logro
fue la Place Royale, la actual Place des Vosgues.
Enrique IV construyó también el futuro al suscribir
el tratado de Nantes en 1598. Ese texto capital y federativo marcó el fin de las
guerras de religión y fue el símbolo de la tolerancia.
Como los gansos del Capitolio, aunque por
otras razones, entró en la historia la doméstica y simpática gallina de blancas
plumas y cresta roja, con sus ojillos vivaces, a la que vemos alguna vez al
pasar en coche por una granja, picoteando sus granos de maíz: por menos o por
más, escaseando fraccionada en cuartos en España y entera y verdadera en cacerola
en Francia.
© José Luis Alvarez Fermosel
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