El hombre que escribe acerca de sí mismo y de su propia época es el único que escribe acerca de todas las épocas y de todos los tiempos. (George Bernard Shaw)
No me acuerdo del nombre del escritor de quien se dijo que era un cronista de la nostalgia y de las pequeñas cosas de la vida, pero vaya desde ahora mismo mi homenaje para él, por ocuparse de la fachada cuando nos ocupamos, e incluso nos preocupamos tanto de la trastienda. Pocos en este medio –me refiero al periodismo, claro- le damos la importancia que tiene a la penúltima hora. Todos estamos pendientes de la última hora, de la noticia de último momento. Por eso no abundan los escritores, los buenos escritores de artículos de tema ligero, que carguen sus escritos de subjetivismo y literatura. Menudean las críticas a los usuarios del yo. Si uno habla de sí mismo o de sus opiniones lo hace para hacer constar que no se debe dar más valor a lo que se dice que el que procede de una posición personal ante las cosas. En cuanto a los pequeños temas, éstos son preferibles a los grandes, siempre y cuando uno no tenga que escribir, de prisa y corriendo, de un asunto de suma trascendencia en una redacción. Como dice el escritor español Miguel Pardeza, hay que deleitarse con la bagatela y utilizar lo lírico como una mixtura mágica que abrillante la realidad. Ese gran cronista español del siglo XX que fue César González-Ruano se proponía siempre en sus trabajos captar un clima y dar una visión personal. Estaba seguro de que lo universal era lo personal. Esto es, para que un tema interese hay que partir de uno mismo. Decía César: “Así como en la novela lo local puede ser exactamente lo universal, en el artículo o en la crónica dificulto que exista nada más general que lo personal, nada más objetivo que lo subjetivo”. En contra de lo que mandan los capataces del oficio, lo que le ocurre al periodista puede ser lo más interesante para el lector.
El joven cura vino a Madrid de su pueblo a hacer unos trámites. Los sacerdotes vestían aún ropa talar (sotana negra abotonada hasta los pies), llevaban una pequeña Biblia con tapas de cuero en la mano y algunos un rosario bendecido por el Papa. Eran piadosos y sobrios: no fumaban, no bebían más que un sorbo de vino de consagrar en la misa, aunque sacristanes y monaguillos sostuvieron siempre que en la sacristía le daban al tinto que era una gloria; pero sabido es que hasta en recintos sagrados como las iglesias hay gente que levanta falsos testimonios y miente. Los curas de antaño eran castos, ¡pues no faltaba más! Sin embargo, hubo quienes… “se entendían” con sus amas de llaves (las de su corazón…), con falsas sobrinas y alguna viuda alegre (1).
Ciertos golfos del pueblo…
Ciertos golfos del pueblo le dijeron al presbítero de nuestra historia que ya que iba a estar unos días en Madrid, no dejara de darse una vuelta por el bar de Pedro “Perico” Chicote, en la Gran Vía. “Perico” (foto) había sido barman del Congreso de los Diputados y de Pidoux, el bar más elegante de los años 20 en Madrid, el primero que sirvió whisky. Estaban también Coq, La Ballena Alegre y el bar vasco Orkompon, en cuyo sótano compusieron el himno de la Falange Española José Antonio Primo de Rivera y su escuadra de poetas. Pedro abrió su propio bar en 1930 e inauguró en él, con una botella de aguardiente que le regaló un embajador de Brasil, su museo de bebidas, que llegó a tener 15.000 botellas. Chicote fue “el primer bar eléctrico de Madrid”, recuerda Cristina de Alzaga citando a César González-Ruano. Se hizo tan famoso que su nombre figura en el inmortal chotis “Madrid” del compositor mexicano Agustín Lara. Todavía está, pero ya no es el mismo, dicen los que lo frecuentaron antes. Durante la posguerra española, es decir, en los años cuarenta acogió a espías, estraperlistas (contrabandistas al menudeo de alimentos, penicilina, tabaco y quisicosas) y a las inefables señoritas del “alterne”, que en el bar de Pedro y en el de enfrente, El Abra, “alternaban”… y algo más con panzudos banqueros y señores de Bilbao, los únicos que tenían dinero.
Las señoritas de Chicote eran muy discretas
Algunos las convirtieron en sus amantes, les pusieron piso y les compraron coche: casi siempre el minúsculo y simpático Fiat llamado Topolino, antecesor del “Seiscientos” de la década posterior. Las señoritas de Chicote eran muy discretas. Llevaban vestidos negros con grandes escotes, eso sí; collares de perlas falsas y se empolvaban la nariz con polvos de arroz Tokalon. Aparece entonces en ese Chicote nuestro joven cura, que mira atónito el ambiente del bar, elegante, sofisticado, mundano a más no poder. Una vez dentro, no se atreve a salir. Se ajusta las gafas, se acerca a la barra y le pide con voz vacilante al barman, que no era Pedro, que estaba cenando con unos señores en un restaurante de las inmediaciones: “Un vaso de leche, por favor”. En la bulliciosa barra se hace inmediatamente un silencio que se puede cortar con cuchillo. El bartender, con gran flema, no dice nada, sonríe imperceptiblemente, vierte leche en su coctelera niquelada, le añade un chorro de brandy, un poco de azúcar, unas gotas de angostura, otro poco de vaya uno a saber qué, lo agita todo y sirve la mezcla al curita en un vaso largo. El cura toma el vaso y se echa un trago. Se estremece de gusto. ¡Qué leche tan deliciosa! Eleva los ojos al cielo y exclama, arrobado: “¡Bendita vaca…!” Pedro Chicote le contó esta anécdota a mi padre y mi padre me la contó a mí en una corrida de toros.
He hecho de todo en mi larga carrera periodística, incluso radio, gracias a Rolando Hanglin. Estuve con él en dos emisoras de Buenos Aires por espacio de casi dos décadas. Afortunadamente, gocé de la atención, la simpatía y el afecto de la audiencia, que al día de hoy sigue recordándome, lo mismo que todas las reflexiones, comentarios y dicharachos que decía por el micrófono. Uno también se convirtió en un “animal de radio”, que diría Lalo Mir. Jamás pensé que culminaría mi carrera periodística en un programa de radio conducido por uno de los pesos pesados de los medios audiovisuales. Ni soñé que como las figuras de la radio española que admiraba tanto de niño, me haría popular, los taxistas me reconocerían y la gente me pediría autógrafos por la calle. Nadie que no sea español y de cierta edad puede imaginarse lo que fue la radio para los españoles cuando eramos… “pobretes pero alegretes”, que dijo Vázquez Montalbán. La radio nos enseño, nos educó, nos entretuvo y nos informó del advenimiento de la II República, la victoria de Franco, su muerte, la entronización de Juan Carlos I de Borbón como rey de España y el fracaso del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, entre otros acontecimientos importantes. La revista de los domingos del diario El País de Madrid recordó hace algún tiempo la historia de la radio española desde sus comienzos. El dominical se refería a los aparatos Iberia –aquellos inolvidables receptores en forma de capilla- y a Radio Ibérica, “(…) que inició las primeras emisiones de forma experimental con actuaciones en directo de grupos flamencos e insufribles peroratas de tribunos de la patria”. La señal se captaba en Madrid –de donde se emitía-, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Bilbao, San Sebastián, Sevilla… También se podía escuchar en Francia e Inglaterra, por onda corta. La radio española comenzó a levantar vuelo cuando la compraron los norteamericanos, quienes enviaron a Roberto Kieve, un profesional muy competente que en su programa “Tu carrera en la radio” formó un brillante plantel de locutores, actores, guionistas, productores y técnicos entre los que sobresalieron los libretistas Luisa Alberca y Guillermo Sautier Casaseca, la montadora musical Remedios de la Peña, los locutores Antonio Calderón, Julita Calleja, José Hernández Franch, José Luis Pécker y Luisa Fernanda Martí -los dos últimos posteriormente- y una compañía de actores en la que se destacaron Maribel Alonso, Pedro Pablo Ayuso, Julio Varela, Matilde Conesa, Eduardo Lacueva, Matilde Vilariño, Juana Ginzo, Teófilo Martínez, Eduardo Ruíz de Velasco, Manolo Bermúdez… Todos los nombrados trabajaban en Radio Madrid, emisora Central de la Sociedad Española de Radiodifusión, o cadena SER.
Los seriales
Lejos en el tiempo, y siempre en el recuerdo, están aquellos radioteatros que en España se llamaban seriales y eran en principio muy folletinescos -“Eva Lavaliere”, “La sangre es roja”, “Genoveva de Brabante”- y las adaptaciones de obras de escritores consagrados y de otros que empezaban, como Juan Luis Calleja, que firmaba sus novelas con el seudónimo de John Louis Cromwell, autor de “Serás hombre”; “El Conde de Montecristo”, “Los peregrinos de Baälbek”, “El círculo rojo”… Ruíz de Velasco y Manolo Bermúdez –siempre en Radio Madrid- crearon un dúo, “Pototo” y “Boliche”, que divirtió durante muchos años a los niños españoles. Luis Sánchez Polack y Joaquín Portillo –éste último, cantante de zarzuela- eran “Tip” y “Top” y hacían un humor surrealista, a lo Miura. Sánchez Polack formó luego otro dúo con José Luis Coll: “Tip” y Coll. Nuestros hermanos del otro lado del mar tuvieron una gran importancia en el desarrollo y perfeccionamiento de la radio española. Uno de los primeros locutores latinoamericanos fue el argentino Iván Caseros. Años después llegaría el también argentino Pepe Iglesias, “El Zorro”, que tuvo un éxito espectacular. Todo el mundo, en el metro, el trolebús, la calle, las oficinas –cuando el jefe se iba al bar- tarareaba sus canciones y repetía sus chistes. El uruguayo Juan Carlos Mareco, “Pinocho”, tomó su antorcha y la mantuvo durante mucho tiempo encendida y en alto. El “disc jockey” número uno era el chileno Raúl Matas. El cantante argentino Carlos Acuña personalizó a Carlos Gardel, también en Radio Madrid, interpretando sus tangos en una serie sobre el inmortal “Morocho del Abasto” que escribió José Mallorquí. Otro argentino, apellidado Vázquez Vigo, llegó a Madrid con una maleta abarrotada de manuscritos de folletines, que muy pronto salieron al aire.
El arquitecto de la radiodifusión española
Pero el gran arquitecto de la radiodifusión española –como se le ha denominado con toda justicia- fue Bobby Deglané, que merece capítulo aparte. De padre francés y madre chilena de origen andaluz, nacido en Iquique (Chile), hombre inquieto, vital y aventurero, estudió periodismo en Estados Unidos, fue boxeador, promotor y narrador de peleas de lucha libre y fundador de revistas deportivas. Pero por encima de todo fue él también un “animal de radio” que dejó su sello personalísimo e imborrable en la radiofonía ibérica a la que llevó los programas cara al público y otros con características monumentales, como “Cabalgata fin de semana” y “Carrusel Deportivo”. Siempre desde la SER. El querido e inolvidable “Bobby”, achaparrado, moreno, extraordinariamente simpático, que animaba vestido de esmoquin sus programas con público, practicó en España el toreo de vaquillas y el rejoneo y se hizo querer por una audiencia multitudinaria y leal que lo aclamó y lo encumbró como pocas veces ha hecho con un comunicador. “Configuró un estilo popular que contrastaba con el lenguaje reposado, político, cultural y de tertulia prevalenciente entre los adinerados propietarios de receptores de radio y el alto nivel cultural de los lectores de prensa de la época”, se dice textualmente en un acertado perfil de Bobby Deglané que firma Jesús Castañón Rodríguez. Deglané no fue sólo un brillante animador de radio y un innovador, sino un icono, como se dice ahora, un símbolo, un hito no ya de la historia de la radiofonía española, sino de la propia vida de España en una época en la que se avizoraban la libertad, el desarrollo y el progreso y descollaban profesionales de primera línea, sobre todo en los medios informativos. Tuve la suerte de conocer personalmente a Bobby Deglané cuando ya estaba semi retirado. Pasaba de los 60, pero seguía garboso y dicharachero. No le había ido bien en la televisión y eso le mortificaba. Regresó a la gráfica y de vez en cuando escribía algo para el diario Pueblo. Nos veíamos de cuando en cuando en el Café Gijón de Madrid. Yo, que lo escuchaba siempre y lo admiraba tanto, no soñé jamás con que llegaría a conocerle, y lo que es más, hablar con él de tú a tú en un café frecuentado por celebridades en el que yo también tuve mi tertulia. También batían el cobre otras emisoras y otros locutores y animadores, entre ellos Angel Soler en Radio España, infalible factótum que hacía de todo, y todo lo hacía bien; Angel de Echenique en Radio Intercontinental y los un poco afectados “speakers” –como muchos decían entonces- de Radio Nacional de España.
La gran compañera
La radio fue la gran compañera de todos los españoles en una época difícil, del mismo modo que el cine fue nuestro sueño clandestino, nuestra válvula de escape: un modo formidable de evadirnos a mundos con melodía. Los niños volvíamos del colegio cuando ya se había ido la tarde y la luz de los faroles del alumbrado público le daba un reflejo verdoso a los rostros cansados de los hombres y las mujeres que salían del metro y emprendían el regreso al hogar después del trabajo. Llegábamos a casa, conectábamos la radio –aquellas Telefunken de negra bakelita, con ojo mágico de verde guiño-. La voz ligeramente cascada del narrador Julio Varela, del cuadro artístico de Radio Madrid, nos contaba en el enésimo capítulo de “Los tres hombres buenos”, una novela del “Far West” de José Mallorquí, que a Diego de Abriles le habían metido una bala del 44 en un hombro y suspiraba, abrazado a su rifle Winchester, por Marisol Benavente en su catre de campaña, en un campamento de las afueras de Cedar Springs. Días de radio y rosas…
Cerca del puerto hay una vieja almoneda colmada de pacotilla marinera y mil y un objetos gastados e inútiles, que se venden caros porque la pátina del pasado les da un raro valor misterioso y melancólico. Ponchos que se posaron sobre los hombros oscuros de alguna india brava, un zorro disecado –y apolillado- al fondo, cómodas de madera clara, espejos nublados, acuarelas que perdieron hace tiempo su alegría, libros desencuadernados; tinteros de plata y un bastón estoque de caña de Malaca con puño de bronce en forma de cabeza de caballo, y debajo el escudo de España en oro y esmalte, como los gemelos del señor marqués, que va todas las tardes a tomarse unos whiskies al bar vasco, con cuadros de regatas, remos cruzados y redes de pesca en las paredes.
Un revólver Lafauchex
En la vieja almoneda del puerto se mezclan antiguas lámparas Davy de minero con cantimploras de campaña, algún viejo sifón de percutor, cigarreras de oro con iniciales –probablemente vendidas para pagar una deuda de juego o un “meublé” para una cita galante-, cartas marinas, sextantes, paños recamados e, inevitablemente, un revólver Lafauchex. De una percha de madera oscura pende un pequeño farol; de otra, una chaqueta azul de almirante con botones dorados. El dueño de la vieja almoneda es alto y cenceño, tiene los ojos rasgados y grises como la bruma, casi siempre semicerrados, como las personas acostumbradas a mirar a lo lejos: los marineros, los moros del Rif (1) y la gente de trueno, a ver si hay una buena pelea en la que meterse.
Viva la gente de trueno, viva la gente torera, iviva todo aquel que dice: ¡Salga el sol por dónde quiera…!
Todos le llaman Maurice…
Nadie sabe el verdadero nombre del dueño de la vieja almoneda, pero todos le llaman Maurice. Dicen que fue marino, y que todas las noches repasa viejos mapas y planisferios amarillentos de antigüedad a la luz de un fanal, como los de los camarotes de los barcos antiguos . Hay un loro grande, un guacamayo hermoso de plumas rojas, azules y verdes que grita cada tanto: ¡Viva el rey! –nadie sabe cuál-. Fuera de la vieja almoneda, el mar y el horizonte que no se distingue más que a golpe de catalejo, las tardes de niebla. Algunas mañanas el sol riela sobre el agua verde. Gabarras y los esqueletos de hierro de las grúas. La vieja almoneda del puerto, “bric-a-brac” polvoriento y antiquísimo, tiene un aire enigmático y ligeramente sórdido, como casi todos los establecimientos de ese ramo, húmedos, con olor a óxido y una especia difícil de identificar.
Tu timón huele a clavo y a canela y en la noche del trópico estrellada visitas –un farol bajo las velas- al marinero enfermo de escorbuto.
La luz del puerto es ambarina y amable, cuando cae la tarde. En las bodegas esperan a que se haga de noche para salir todos los gatos que de noche son pardos. Una vela triangular, mediterránea. “Junto al mar latino te diré mi verdad…”.
Hace unos días tuve el gusto de almorzar con nuestro Pedrito, a quien no veía desde la última vez que estuve en Madrid. Poco después, él regresó a Buenos Aires. Lo de nuestro tiene en este caso un sentido afectuoso, porque se basa en muchos años de andar Pedrito y nosotros por la vida, en Argentina y en España, unidos por una entrañable amistad. Pedrito empezó a pertenecer a mi familia cuando era muy chico y acompañaba a mis hijos a todas partes. Fue creciendo con ellos, y uno también… adquiriendo experiencia. Es un amigo noble y leal, un fiel compañero de fatigas, siempre humilde, prudente y dotado de un gran sentido común y una buena dosis de gramática parda: sabe más que el lápiz. Este es nuestro Pedrito: Pedro Benedit, que ya pasa de los 30 y sigue un camino recto sin mirar atrás. No tiene cuentas pendientes ni remordimientos.
Es de nuestra propiedad absoluta
Pedrito cuenta también con el afecto de mucha gente, que va a nuestra zaga intentando adquirirlo; pero él es de nuestra propiedad absoluta y no estamos dispuestos a compartirlo con nadie. Creo que fue mi hijo Juan Ignacio quien primero se atribuyó la propiedad de Pedrito. Con el tiempo se convirtió en nuestro Pedrito. Hay infinitos recuerdos y anécdotas de tantos años de amistad. Lo evoco conduciendo, antes de los 20 años, un viejo y enorme Valiant con un agujero en el piso. Tenía ya un mechón de pelo blanco. Ahora tiene todo el pelo gris. Es de talla media y fuerte contextura. Tiene la risa fácil, como toda persona limpia de corazón. Le gustan los animales. Transporta caballos de un lugar a otro del país. No recuerdo si en Madrid, donde nos hemos visto varias veces, desplegaba alguna actividad relacionada con los caballos, pero estando con Juan Ignacio y María Soledad doy por sentado que sí. De cualquier modo, tuvo mil y un trabajos, como todos nosotros. Y todos los hizo bien. Es serio y honrado a carta cabal, y siempre está dispuesto a hacer un favor.
Veladas inolvidables
Tiene un excelente sentido del humor. Yo no le he visto nunca enfadado. Hemos pasado mis hijos, él, otros amigos y yo veladas inolvidables, recordando venturas y aventuras de otros tiempos que todavía se alojan en la planta noble de la memoria. Hombre reservado, de pocas palabras, tiene siempre “le mot juste”. Nuestro Pedrito es afortunado poseedor de las cualidades morales de aquellos a quienes desdeñan los sumos sacerdotes de la “high”. Personaje de los que no abundan, de los que no se ven muchos, nuestro Pedrito se merece salir en los papeles, diríamos antes. Ahora sale en Facebook.
Se subió el cuello de la gabardina, se bajó el ala del sombrero flexible y se caló las gafas negras. De semejante guisa salió de su casa, situada en la zona más céntrica de la pequeña ciudad provinciana, inundada de sol aquella mañana radiante. Su mano derecha asía la fría culata de la pistola en el bolsillo del impermeable. Empezó a caminar lentamente, mirando a un lado y a otro. Sólo cuando se percató de que no le seguían, aceleró el paso, tomando una calle muy concurrida, con tiendas de comestibles, verdulerías, el chiscón de un sastrecillo ceutí (1), una imprenta y una academia de corte y confección. - ¡Adiós, don Manuel! -le saludó un tratante de ganado muy conocido en la provincia. El se tocó apenas el ala del chambergo y siguió su camino a grandes trancos hasta la avenida, donde tomó un taxi. - ¿Qué dice de bueno, don Manuel? –le dijo el taxista, jovial. El carraspeó y dio una dirección en voz baja. A mitad de camino hizo parar el taxi, se bajó y entró en una taberna de vinazo y moscas, saliendo por la puerta trasera. El tabernero, jordo y jocundo, con su mandil a rayas negras y verdes, le gritó con voz jerezana, caliente: - ¡Don Manuel, cuánto tiempo hace que no se le ve por ésta su casa! Véngase un día por aquí a eso de las ocho y echaremos un trago. Pero el hombre ya había salido del local y no le oyó. De nuevo en la calle, se detuvo unos segundos para dejar pasar a dos muchachos que cargaban un enorme cristal. Le saludaron a dúo: - ¡Con Dios, don Manuel! El, impertérrito, siguió su caminata. De pronto, se dio de manos a boca con un grupo de comadres que venían del mercado, con sus bolsas de la compra. Todas le jalearon de lo lindo. La más guapa, una morenaza de ojos verdes, le piropeó: - ¡Eso no es andar, don Manuel, eso es ir por la calle bailando un pasodoble! ¡Qué garbo que tiene usted, madre mía! El se tocó otra vez el ala del sombrero con la mano libre –la otra seguía apretando la pistola en el bolsillo-. Al pasar por la parroquia, Cosme, el mendigo, le imploró: - ¡Una limosnita, don Manuel: una limosnita, por amor de Dios! El forastero, que había seguido más o menos el mismo camino de don Manuel, le preguntó al farmacéutico, en cuya compañía se dirigía al casino: - ¿Pero quién es ese señor al que todos conocen y todos saludan? El boticario se detuvo y miró fijamente a los ojos al forastero, como no dando crédito a lo que acababa de oir: - ¡Coño!, ¿quién va a ser?: ¡el jefe de la policía secreta!, exclamó con un dejo de irritación.
Todavía se encuentra uno en un bar elegante, o en un salón de un hotel de cinco estrellas, con un pianista maduro y melancólico que recorre el teclado con dedos fáciles –como en los versos de El Caballero de la Rosa-, desgranando un repertorio que suele incluir el tango Caminito, alguna canción napolitana, el tema de la película Casablanca, un vals vienés, Garota de Ipanema y un par de boleros: Perfidia y Vereda tropical, casi siempre. ¡De ayer es la fecha! Yo siempre he sido muy considerado con los pianistas de hotel. Quizás por recordar el cartel colgado en la pared sobre la pianola desvencijada que había en todos los “saloons” del Viejo Oeste, como se ve en las películas, en el que se leía: “Se ruega no disparar sobre el pianista: el hombre hace lo que puede”. Los pocos pianistas de hotel que quedan son, como sus antecesores –a los que citó alguna vez Paul Morand-, serios, con una seriedad casi como la que mostraba siempre en sus films Buster Keaton. Se les marcan profundas ojeras, tienen poco pelo, a veces teñido, siempre blanco en las sienes, lo que les da una aspecto distinguido y un ríctus amargo en la boca que empieza a sumirse, a veces bajo un fino bigote recortado, a lo Robert Taylor.
Visten, o parecen vestir siempre el mismo traje gris oscuro, no de última moda pero de buen corte, ligeramente brilloso por el uso prolongado; la camisa no está hecha a medida ni es de seda, pero siempre se ve impecable, y desde luego usan gemelos. En el hotel les piden de cuando en cuando que se vistan de esmoquin, pero ellos se resisten, no sea que al cruzar el salón para ir a la barra a echar un trago -la casa no les cobra- los tomen por camareros.
Conocieron tiempos mejores
Casi todos conocieron tiempos mejores antes de alquilarse por horas en un bar, o en un hotel, para interpretar al piano las mismas canciones a cuyo compas bailaron ellos a la luz de la luna en Copacabana, Venecia, Madrid, El Cairo o Bruselas con sus amantes, que terminaron dejándolos por millonarios norteamericanos. Todos recuerdan esos amores contrariados y sus tiempos de bonanza económica, que los tuvieron, como lo atestiguan el anillo con un rubí o un zafiro tallado en cabujón en el dedo medio de su mano izquierda, o el reloj de oro ya “demodé”, que se supo de memoria el camino a varias casas de empeño y ahora no lo aceptan en ningún sitio. Todos tocan del mismo modo, sin sacar el pie del pedal derecho, con ínfulas de virtuosos; y a veces tropiezan, pero enseguida vuelven a la carga y el sonido sale, mal que bien. Agradecen, con una sonrisa cansada, que uno les diga, cuando se va: “Muy buen repertorio y muy buena ejecución”. Lo que no hay que hacer jamás es darles propina, porque se ofenderían. Lo suyo no es un servicio: es… arte. Ya casi no se ven pianistas en los bares, ni en los hoteles. Vi uno en mi último viaje a Nueva York, e incluso un arpista en Punta del Este. A mí me agradan, pero me ponen un poco melancólico. Ellos, no las piezas que tocan, que tampoco son alegres. Forman parte de un pasado que tuvo sus luces y sus alegrías. Está cerrado, pero no con llave, por lo cual la puerta suele abrirse al impulso de un viento misterioso y salen máscaras de Carnaval. Ellos también brindaron con champán Pommery –ahora beben whisky-, viajaron en barco, recorrieron costas y estaciones de esquí y se hospedaron en hoteles como en los que trabajan ahora tocando el piano, que es el piano del pobre.. Desaparecen, de pronto. No son reemplazados. Uno no pregunta nada. Ya no queda casi ninguno.
Da gusto ver cómo viene ahora todo, tan bien envuelto, precintado, muy bien presentado: desde las latas de patatas fritas a la inglesa hasta los cartuchos para computadora, pasando por las galletas, el pan de molde, las cajitas de clips para sujetar papeles, las medicinas en comprimidos y los sobrecitos de mayonesa, mermelada, queso rallado, mantequilla y otros productos. Todo viene ya envuelto en plástico –un plástico de primera calidad, durísimo- y a veces envasado al vacío, o dentro de cajas de hojalata u otros materiales fuertes y flexibles que, además, están sellados, atados, soldados; que carecen de abertura, que parecen no tener solución de continuidad y forman un todo indivisible: colorido, brillante, suavísimo, en ocasiones perfumado, muy grato a la vista, precioso... pero, ¡ay!, muy difícil de abrir. Si uno se come las uñas –vicio, costumbre, tic nervioso, manía o lo que sea que uno jamás ha podido entender ni tolerar- o las lleva cortas, y si además carece –como en mi caso- de habilidad manual, abrir una lata cualquiera o una caja de cartón de leche puede convertirse en una tortura china. Para abrir los “tetrabricks” de leche, por ejemplo, hay que despegar primero, de uno de los cuatro costados superiores, una parte que viene fuertemente adherida a la parte superior de la caja y observar que unas líneas impresas en el cartón enseñan cómo hay que abrir con una mano, cortándolo con una tijera, ese extremo que de cuadrado hay que convertir en picudo. Otras veces hay que abrir una ventanita, lo cual no es más fácil, aunque parezca que sí. Con la otra mano hay que sostener con mucho cuidado el cartón; con harta frecuencia, una vez abierto de mala manera, resbala y se estrella contra el suelo y pone la cocina y a uno perdidos de leche. ¿A ustedes no les ha pasado nunca? A lo mejor es que hace mucho tiempo que no abren un cartón de leche. Prueben, se lo ruego. Y después me cuentan. Con el vino no me ha ocurrido lo que con la leche porque nunca bebo vino de cartón, la verdad, aunque algún linyera amigo me ha dicho que es muy bueno, sobre todo el blanco.
Intentando abrir cajas, latas y sobrecitos me he roto las uñas, me he producido cortes en las manos, he arruinado corbatas carísimas manchándolas de salsa de tomate y otros líquidos, he mellado cuchillos, he roto otras herramientas, he salpicado paredes de la cocina y de otras habitaciones de jugos y líquidos diversos de los que dejan manchas indelebles, he aplastado latas flexibles y hermosísimas, hecho añicos chocolatines bruñidos y deliciosos y he tirado a la basura, bramando de rabia, fiambres ahumados exóticos y tan caros como joyas por no poder abrir la cajita de seguridad sin llave ni combinación que los contenían; en fin, he hecho toda clase de desastres. No hay que desesperar, empero. Siempre hay una solución. Ahora parece que todas esas cosas ricas que vienen tan bien preservadas, además del vino y la leche, como las anchoas, las castañas de cajú, las aceitunas, los pistachos, el caviar, las uvas al coñac y un largo etcétera van a venderse en recipientes aún más herméticos…, ¡pero comestibles! ¡Estamos salvados! Si no me creen, lean lo que sigue, que copié de la revista “Competencia”: “Investigadores británicos e italianos acaban de informar que están por sacar a la luz elementos plásticos derivados de la soja y del maíz que podrían utilizarse para hacer envases, y además serán comestibles”. Estamos salvados, repito. Sólo resta conseguir que el sabor de la envoltura sea agradable. Así, lo único que habrá que hacer en el futuro es tomar, por ejemplo, una tableta de chocolate forrada de plástico con purpurina y empezar a meterle mordiscos, si es que el plástico es rico. Si se trata de un frasco de agua de colonia, pues se come uno el papel de regalo, que deberá saber a fresas con champán, un suponer, y luego se guarda el frasco de colonia, después de perfumarse uno un poco.
Ya no voy a los desayunos de trabajo. Lo pregono así, a son de trompeta y a los cuatro vientos, para que se entere todo el mundo, pues no faltaba más. Uno está en la edad de la madurez, de la reflexión, de la creación. Uno está entero, bien, pero no para tantos trotes como a los veinticinco años, para qué nos vamos a engañar. He decidido vivir lo mejor que pueda. Por eso me he prepuesto no ir más a los desayunos de trabajo, lo repito con decisión y convencimiento. De vez en vez hay que darse un gusto, como quedarse un día en la cama hasta las once de la mañana. Nada hay nada tan contrario a la sana costumbre de dormir ocho horas -y de quedarse un día en la cama hasta las once-, como los desayunos de trabajo, que tienen lugar a hora tan intempestiva como las ocho de la mañana, lo que significa que hay que levantarse a las seis o seis y media, para no llegar tarde. Uno llega al hotel -los desayunos de trabajo suelen llevarse a cabo en hoteles- con un sueño espantoso y sin ganas de nada. Mucho menos de trabajar desayunando, o de desayunar mientras trabaja.
Los desayunos de trabajo son una ocurrencia de los yanquis
Esto es cosa de los yanquis, que después de los almuerzos se sacaron de la manga los desayunos laborales, de modo que uno no pueda disfrutar de su café y sus medialunas con tranquilidad. Por añadidura, tiene que empezar a trabajar más temprano, lo cual no tiene ninguna gracia. Los desayunos de trabajo, además, son para gente ordenada y metódica, de vida regular, no para nosotros, los periodistas, que vamos siempre a contramarcha. A las seis de la mañana, sobre todo si la noche anterior nos hemos tomado unas copas y nos hemos acostado tarde, como suele ocurrir, estamos para el arrastre, con la lengua seca como papel de lija, dolor de cabeza, los ojos irritados, los nervios a flor de piel y una mala leche de aquí te espero, Baldomero.
No son para nosotros
En esas condiciones hay que ducharse, afeitarse, ponerse un colirio en los ojos, tomarse un par de aspirinas, beber un vaso de agua mineral, vestirse y, fundamentalmente, juntar fuerzas para lanzarse a la calle todavía de noche, o poco menos, con el fin de asistir a un desayuno de trabajo y escuchar en su transcurso a unos señores que, casi siempre, no tienen nada interesante qué decir. Los desayunos de trabajo no son para nosotros, que preferimos la hora del martini, las “happy hours”, las cenas con modelos o los tés con señoras que juegan a ser misteriosas y nos piden que las llevemos, para contarnos algo picante, a bares soterrados y elegantes, con “barman” de esmoquin y una luz indirecta y opalina de lámparas de cobre. Fui a mi último desayuno de trabajo hace un par de meses. La mañana estaba gris, desangelada. Pasaba la gente, con los ojos hinchados y la cara hosca, por las calles charoladas por la lluvia que había caído durante la noche. Circulaban los autobuses atestados de pasajeros. Llegué al hotel. El conserje dormitaba en la recepción. Bajaba por unas escaleras un señor maduro, ligeramente obeso. Tenía la cara verdosa y bolsas bajo los ojos aguachentos. Tragué saliva, cuadré los hombros y avancé. Fui el primero en llegar. En el Salón Dorado había una mesa redonda, como para una decena de personas. Loza fina y cucharitas de alpaca. Las medialunas no parecían estar recién hechas. En unas copas languidecían pedazos de unas frutas lacias y palidas. Ni un alma. Al fondo, un camarero encorvado, de pelo gris, juntaba servilletas. El silencio era atroz. Giré sobre mis talones y me precipité escaleras abajo. Gané la puerta giratoria y salí a la calle. Aspiré una bocanada de aire fresco, que tenía ese sabor polvoriento de la neblina. Dos cuadras más allá paré un taxi. Me di cuenta en ese preciso momento de que para mí había llegado la hora de no ir más a los desayunos de trabajo. Ahora soy feliz. Desayuno -muy tarde- en mi casa o en el café. Sigo acostándome tardísimo. Algunos días me permito el lujo de levantarme a las once de la mañana. De vez en cuando recibo alguna invitación para asistir a un desayuno de trabajo. Se la paso inmediatamente al trepador que tenga más cerca. Enseguida llamo a algún amigo por teléfono para invitarle a cenar. Y enciendo un habano. Ya no voy a los desayunos de trabajo. Que conste en acta.
Todo el mundo se tatúa. Se busca una identidad mediante el tatuaje. Unas tatuadoras me dijeron una vez en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas. Por eso se tatúa. A uno le pidieron hace muchos años que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De modo que se conformó con ver tatuajes de otros –de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial-, si bien antes lo hacían más discretamente, en todos los órdenes. Tuve ocasión de contemplar una suerte de pequeño jeroglífico egipcio, de color escarlata, tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica). El Conde de Barcelona, Don Juan de Borbón (1913-1993), padre del actual rey de España, Juan Carlos I, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.
Una desgarradora canción de amor
La tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulada “Tatuaje”: “El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer…”. El tatuaje tuvo en un pasado lejano un sello romancesco y aventurero, que hacía evocar blocaos en las inmediaciones del desierto del Sahara, sitiados por tuaregs y defendidos hasta la muerte por legionarios como los tres hermanos de “Beau Geste”, la inmortal novela de P. C. Wren llevada varias veces al cine. Largas travesías por los mares de China. El casino de Estoril y un “croupier” –que en realidad era espía francés y tenía un tatuaje en el cuello-. Golpes de mano en la guerra del Transvaal, con los bóers capitaneados por el viejo y heroico Kruger –con su barba en abanico y tatuajes cerca del corazón-, luchando contra los ingleses en defensa de su independencia. La gente del bronce se tatuaba antaño por machismo, por exhibicionismo, por diferenciarse de los señoritos, que ahora son los que más se se tatúan.
Espadas cruzadas
Los tatuajes de otrora incluían nombres de mujeres a quienes se les decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, espadas cruzadas, águilas, lemas tremendos que hablaban de amor, de vida y de muerte. Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo. Antes se usaba el mismo aparato que para la micropigmentación del pelo y las cejas. Ahora ha de haber procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales. Los tatuajes pequeños se hacen en una sola sesión. Los más complicados requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la excesiva irritación de la piel. Las mujeres se tatúan ahora tanto o más que los hombres. Y como ellos en todas, o casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas, tobillos, el cuello… Y los glúteos –cuestión de identidad…-. Mis lejanas amigas holandesas sostenían que antes el tatuaje constituía una suerte de idioma críptico del submundo, de la marginalidad. Ahora es un nuevo rasgo de personalidad que incluye un cierto desafío.
Tatuajes en la esclerótica
Lo último de lo último es tatuarse en la esclerótica, o blanco del ojo. La moda comenzó en Oklahoma (centro-sur de los Estados Unidos). Se extiende ya por casi todo el mundo, como una mancha de aceite en un papel de estraza. Ah, un pequeño detalle: uno puede quedarse ciego. “La gente quiere experimentar algo más”, dijo el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan. Para el tatuador Jason King, de la misma nacionalidad, la moda del tatuaje es un modo: un modo de combatir el aburrimiento.
He contado esta anécdota muchas veces, pero siempre a colegas -y otras gentes que no la conocían-, por lo general en un bar, u otro establecimiento igualmente apropiado para reunirse periodistas a tomar unos whiskies, a la salida de la redacción. Hoy se la voy a contar a todos aquellos que no están obligados a conocerla. Poco tiempo después de llegar a Buenos Aires, empecé a trabajar en el diario Crónica, como reportero de policiales. Un día me mandaron a cubrir una manifestación en la Plaza de Mayo. Me dijeron que pasara la información por teléfono. Cuando reuní los primeros datos, llamé al diario. El secretario de redacción me comunicó con Néstor “Michi” Ruiz, que fue con el tiempo un compañero extraordinariamente leal y un amigo entrañable, de genio vivo, dicho sea de paso. Antes de ser amigos nos habíamos visto de refilón alguna vez en el diario. Se produjo el siguiente diálogo, rigurosamente textual:
- Ruiz (no de muy buen humor): ¿Qué pasa, viejo? - Yo: En la Plaza hay unas mil personas. Vigilan policías de paisano... - Ruiz (extrañado): ¡Cómo!, ¿hay paisanos, gente de campo…, gauchos? - Yo: No, gauchos, no. Policías de paisano, de traje y corbata. - Ruiz (indulgente, pero ya un poco inquieto): Ah, sí, de civil. Seguí, seguí. - Yo: Algunos manifestantes lanzan octavillas... - Ruiz (interrumpiéndome, ligeramente nervioso): Octa… ¿qué? - Yo: Esos papelitos que... - Ruiz (apenas resignado): ¡Volantes! - Yo: Además, enarbolan pancartas... - Ruiz (nervioso): Pan... ¿qué? -¡qué lo tiró!-, pan... ¿qué? - Yo: ¡Pancartas! - Ruiz (muy nervioso): ¡Carajo!, ¿qué enarbolan esos puntos? Pan...¿qué? Paaaaaaan… ¿qué? - Yo (desconcertado, gritando): ¡Pancartas, pancartas! - Ruiz (nerviosísimo): ¿Panqueques!? - Yo (a punto de salirme de madre, cosa que no me cuesta mucho trabajo): ¡Pancartas, coño! - Ruiz (al borde de la histeria): Pero...¿qué es eso?, ¡Dios mío!, ¿qué es eso? - Yo (tratando de contenerme, pero sin dar pie con bola): Esos, como carteles grandes que... - Ruiz (histérico): ¡Cartelones, cartelones, cartelones! ¿Por qué no decís cartelones, gallego? ¿Por qué no decís cartelones, como todo el mundo, en vez de cosas raras? ¡Norma, Norma, vení a tomarle la información a este gallego, que seguramente llegó la semana pasada de Vigo, en el Cabo San Roque!; vení, Norma, por favor, que me vuelvo loco! Vino Norma Vega y se reanudó el diálogo, con interrupciones y ruidos extraños en la línea, pues entonces los teléfonos funcionaban muy mal en Argentina. - Norma: ¿Qué pasa, galleguito? Dale. - Yo: La policía se niega en redondo a dejarnos entrar en... - Norma: ¡En redondo… como en las plazas de toros…! ¡¡Olééééé!!
Y colgó el teléfono. Cuando regresé a la redacción se pusieron todos en pie, sombríos, y me aplaudieron. La crónica salió, gracias a “Michi” y a Norma -que le pasaron la pluma-, en porteño, y no en madrileño castizo. Años después alguien dijo un día pancarta en la televisión y desde entonces el término se popularizó, y se quedó ya para siempre en el vocabulario de los argentinos.
El aire de la tarde olía a anís y alquitrán. El sol, parecido a un gran globo rojo, se ponía en París, arrebujado en una dulce luz naranja. La perspectiva del Sena desde el Pont Neuf –que en realidad es el más antiguo-, se divisaba como a través del filtro de una de las cámaras fotográficas antiguas. El agua gris, con reflejos verdes y azules, parecía tornasolada. Paseé lentamente, como un “flaneur” local, mirándolo todo. Antes de llegar a Les Halles, giré a la derecha hacia la calle Rívoli y me adentré en el bulevar Sebastopol. Pasé por unos edificios con los postigos de las ventanas cerrados. Una pareja de gendarmes en bicicleta venía de la Cité. El paisaje se difuminaba para dar lugar a chispas de luz que parecían tan lejanas como estrellas. Las notas de un acordeón llegaban perezosamente de no sé dónde. Música de “bal musette”. Entonces vi salir a la mujer del café. Era más bien alta, morena, un poco agitanada. Apenas dio unos pasos y giró en redondo, situándose de cara al hombre. Extendió el brazo derecho. En la mano relucía un objeto sospechosamente parecido a un revólver.
Era un revólver
Era un revólver. El disparo sonó un poco más fuerte que el reventón de un neumático. Los pájaros salieron volando de los árboles cercanos. El hombre se tambaleó, pero no llegó a caer. Me vino a las mientes parte de la descripción que se hace de un duelo a pistola en un folletín de Gilberto Thierry: “El príncipe de Carpegna, herido en la ingle, vaciló; mantúvose en pie, sin embargo…” En dos zancadas estuve junto al herido, un hombre de unos cuarenta y cinco años, vestido de gris, ligeramente parecido a James Mason. Se apretaba el vientre con la mano derecha, que iba tiñéndose de sangre. Le tomé de un hombro. “¿Aguanta?”, le pregunté. Me dijo que sí con voz no muy firme. La gente empezaba a arremolinarse alrededor de nosotros. “¡Que alguien vaya a un bar y llame a una ambulancia!”, grité. (En esa época no había teléfonos celulares). “¡La policía, la policia…!” , clamaba una mujer con voz aguardentosa. El hombre se aflojaba. Le agarré por la cintura y él se apoyó en mi hombro. Le fui bajando lentamente hasta dejarle sentado en el bordillo de la acera, mientras yo le sujetaba por los hombros. Sonó el silbato de un guardia y apenas un minuto después aparecieron dos gendarmes en bicicleta. Para mí que eran los mismos que había visto pasar antes. Al cabo llegó una ambulancia e inmediatamente después uno de los pequeños coches negros que tenía entonces la Policía Judicial de París, con dos inspectores que despejaron la zona rápidamente. Uno era bajo, moreno y lucía una sortija con una piedra verdosa. Seguramente era corso. Se fue en la ambulancia con el herido y los paramédicos. Al otro, un poco más alto, enjuto, una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda Se movía con una calma engañosa. Encontró el revólver al pie de un farol: un Smith & Wesson del 38, de cañón corto.
Preguntas sin respuesta
¿Por qué tiraría el revólver la mujer? ¿Se asustaría al escuchar la detonación? ¿Se le escaparía el arma de la mano por el retroceso? ¿Habría pensado disparar las seis balas y le fallaron los nervios en el último segundo? ¿Se arrepintió de su decisión después del primer tiro? En otro orden, ¿acertó el único disparo por casualidad, o era una buena tiradora? No formulé ninguna de esas preguntas más que a mí mismo, razón por la cual nadie contestó a ninguna en la comisaría del distrito –no recuerdo cuál- a la que fui llevado a declarar como testigo. Allí sólo me enteré de que el herido fue trasladado al hospital Beaujon. Los diarios no publicaron nada, ni siquiera un suelto. Ni al día siguiente ni ningún otro. Dos días después regresé a Londres, donde yo vivía entonces. Por mi cuenta averigüé que el herido –que se recuperó satisfactoriamente- era miembro de una familia propietaria de una conocida marca del aperitivo picón-granadina. Cuarentón largo, divorciado, sin hijos, se emparejó con una viuda madura de muy buen ver, de ascendencia rumana, dueña de una tienda de antigüedades en el Quai des Celestines. Todo iba bien hasta que una hija de la viuda, de 17 años, se empeñó en quitarle el amante a su madre. Y lo consiguió. Pero mamá era de armas tomar. Y tomó un 38. Y cada mochuelo se fue a su olivo. Uno de ellos con un plomo en el buche. Un “affaire” muy parisiense.
Rafael Hernández era revistero de toros. Cincuentón largo, delgado, de estatura media, terne y currutaco. Usaba sombrero, como todos los hombres en aquella época, y yo siempre le vi con él puesto, así que nunca supe de qué color tenía el pelo, o si tenía. El rasgo más saliente de su fisonomía era su ganchuda nariz, que le daba un cierto aire de villano de película, a lo Everett Sloane. Pero no era malo, por lo menos como periodista taurino, porque se había hecho un nombre en la profesión. Como persona parece que no era un santo, sostenía –probablemente con conocimiento de causa- su mujer alemana, Manolita Kauffmann. Hernández se había retirado pronto. Según las malas lenguas, gracias a la fortuna que amasó con las dádivas de los toreros de quienes hablaba bien y con las de aquellos que no querían que hablara mal. Calumnias, seguramente. Finalizaba la década del 50. Ya estábamos los españoles un poco más aliviados. Algunas veces, mi madre me llevaba a hacer las compras con ella. Yo iba tan campante a su vera, disfrutando del sol mañanero y de los aromas de las hortalizas y las frutas en sazón de los mercados y los puestos de la calle: pimientos, puerros, manzanas, y en verano unas peras muy pequeñas, un poco duras, que se llamaban peritas de San Juan.
Manolita era alemana del norte
Algunos días nos encontrábamos con Manolita en la pescadería, o en la panadería. Manolita era alemana del norte. Tenía el pelo rubio ceniza y los ojos, hermosos y penetrantes, de un verde intenso, esmeraldino. Fumaba tabaco negro. Quizás por eso su voz era tan ronca, tan profunda. De joven había sido una mujer bellísima. Así decía mi abuela, que la conocía de toda la vida. Era simpática y un poco ampulosa. Hablaba muy bien español, pero con marcado acento alemán. Manolita había tenido una hija con Rafael Hernández: Inés, rubia como su madre, de tez muy blanca y dientes saltones. Era muy enamoradiza y lo pasaba mal, porque nunca tenía novio. Mariano, fruto de otra unión sentimental de Manolita, vivía solo, en otro barrio. A veces nos visitaba y nos traía criadillas; tal vez trabajara en un matadero, o en un frigorífico. La casa, mejor dicho, el chalé de Hernández, Manolita e Inés estaba muy cerca de mi casa. El interior era más bien sombrío, quizás porque mantenían casi siempre cerradas las persianas de los balcones y apenas entraba el sol. El despacho de Hernández era impresionante. Había en él libros por todas partes y sólidos muebles de madera oscura. Una cabeza de un toro muy negro disecada en una pared, un bargueño adornado con fina labor de taracea, amplios sillones, que parecían muy cómodos, y en una mesa, bajo un pequeño armario de dos puertas, varias botellas y pesadas copas labradas, como para oporto. Periódicos y papeles en desorden sobre la mesa, que era muy grande. En uno de los cajones, Rafael Hernández guardaba un revólver. Me lo había dicho Manolita, que siempre me contaba cosas porque yo era un niño callado y discreto y nunca revelaba lo que me decían confidencialmente. Al fondo estaba el jardín.
El cronista de toros trabajaba…
Así que a pesar de estar retirado, el cronista de toros trabajaba, como se deducía al ver su escritorio. ¿Qué escribiría? ¿Una novela de ambiente taurino? ¿Artículos sobre toros y toreros, aún? ¿Sus memorias?... Por los pasillos del chalé, umbrío y silencioso, pasaba de tanto en tanto una perra negra de raza Doberman, que se llamaba Pretty: bonita, en inglés; pero no tenía nada de bonita, ni mucho menos de simpática, y además no debían lavarla con mucha frecuencia porque olía: olía a perro, claro; ¿a qué iba a oler si no, pobre animal? Pretty mordió una vez a mi prima Mary en una pierna, y aquel día ardió Troya en el chalé de Rafael Hernández, porque la madre de Mary –mi tía, que también se llamaba Mary y fue una de las personas a quien yo más quise en esta vida-, era de armas tomar. El jardín era precioso. Había en él muchísimas plantas y flores, unas y otras muy cuidadas. En primavera era una gloria pasear por ese jardín tan grande, tan colorido, tan perfumado. Había, sobre todo, rosas: de todos los tamaños y colores, prietas y hermosas, que desprendían un perfume embriagador. También recuerdo las margaritas, las mas grandes que yo he visto, y unos pensamientos primorosos, de un morado intenso mezclado armoniosamente con un suave amarillo limón y unos azules muy claros. Los aromas más exquisitos se entremezclaban en ese vergel, en una fiesta para el olfato. Manolita e Inés, que iban a casa con frecuencia de visita, juntas o cada una por su lado, nos traían siempre flores de su jardín. Margaritas, esas margaritas que a mí me gustaban tanto, y también lilas. Mi madre, o mi abuela las ponían en búcaros de porcelana de Talavera de la Reina, con agua y una aspirina dentro, porque así se conservaban frescas mas tiempo, decían. Nunca he visto un jardín tan hermoso como el de Manolita, eternamente florido en mi recuerdo.
Tengo que preguntarle a Gabriela Balossino cuántos sapos tiene ahora. En una oportunidad Gabriela me dijo que tenía 40 de esos para mí simpáticos batracios. Gabriela es una señora o señorita de El Allen –en el Valle del Río Negro- que creo que, dicho por ella, anda por los cuarenta años– la mejor edad para la mujer, ya lo dijo Balzac- y vivía hasta hace poco en Neuquén en una casa de su propiedad con cuatro perras que recogió de la calle, varios pájaros y 40 sapos. Ya es curioso que tantos sapos vivan en amor y compañía en el jardín de Gabriela –que evidentemente tiene muy buena mano para tratar con toda clase de animales-, pero lo más raro es que todos coman el alimento balanceado de las perras.
Para vivir en armonía hay que comer lo mismo
Gabriela me dijo que hace unos cuantos años se le ocurrió que para que las perras y los sapos vivieran juntos en paz y armonía comieran el mismo alimento. A los sapos les gustó y desde entonces no comen otra cosa. Noche tras noche se congregan bajo las ventanas de Gabriela, apenas escuchan el ruido de las galletitas cayendo de una bolsa a un recipiente. Esto ocurre todo el año porque los sapos ya no hibernan como el resto de sus congéneres. Viven en una casita que les ha fabricado Gabriela. Algunos dicen que los sapos, agradecidos, cantan todas las noches aquella canción de Gardel, “El sapo y la comadreja”. Pero yo creo que eso es un invento. Gabriela me mandó un montón de fotos de sus sapos. He escogido una –todas son preciosas-, que es la que ilustra estas líneas. Gracias, Gabriela. Y cariños a tus perras, tus pájaros y tus sapos.
Aquí están. Pertenecen a la “intelligentsia” vernácula. Están convencidos de que si no son los pensadores laicos que ocuparon el lugar de los sacerdotes, los escribas y augures que guiaron al mundo en el pasado, son sus sucesores, capaces no sólo de diagnosticar, sino de curar los males que aquejan a la sociedad doliente –tan esnob- del siglo XXI, sin más ayuda que su intelecto, su sabiduría y su estilo. Muchos escriben en revistas de satinadas páginas que salen cada tres o cuatro meses –cuando el editor, que es uno del grupo, consigue el dinero para sacar un nuevo número-. En esos “magazines” se habla de plumas estilográficas de colección, “haute horlogerie”, joyas, gastronomía para paladares negros, maltas “blended” de por lo menos 12 años de añejamiento, vinos y entre ellos los solicitados varietales tintos –como el apreciadísimo Malbec- de color negro, que manchan la copa de azul violeta, hoteles de 7 estrellas y automóviles super modernos y carísimos.
Deconstructivismo
Hablan de deconstructivismo -¡todavía!-, y naturalmente de Derrida, Phillip Johnson, Bataille, Lacan, James Joyce y la fenomenología husserliana. Se reunen en nuevos cafés minimalistas del norte de la ciudad; de muchos se dice que son filósofos, pero lo cierto es que se limitaron a estudiar filosofía –alguno terminó la carrera y se dedica a la enseñanza-; se los convoca a catas de vino a ciegas y pontifican sobre “gourmandise”. Se parecen como una gota de agua a otra al artista de un reciente “spot” que publicita una marca de fernet e ilustra este post. Esos sabelotodos escriben, por ejemplo: “Baton Rouge, en los Angeles…”. Baton Rouge, en realidad, está en Louisiana, al suroeste del Golfo de México. Sodoma y Gomorra, además de las ciudades pecadoras, es el título de un libro de relatos, y no de una novela, de Curzio Malaparte. El error fue de un conocido escritor español que publicó recientemente un comentario sobre el autor de Kaputt y La piel. El verdadero nombre de pila de Voltaire, figura cumbre de la Ilustración francesa, es François (María Arouet), y no Jean Baptiste. Otra equivocación, que no parece propia de un escritor consagrado y premiado, por más catalán que fuera. La carga de una brigada de la caballería inglesa durante la guerra de Crimea (1) fue inmortalizada por Tennyson, y no por Rudyard Kipling, que se refirió también en verso, cuarenta años después, al Ultimo de la Brigada Ligera. Pero el poema de Tennyson es el que siempre se identifica con ese hecho, el que quedó en la historia. El error, en este caso, es de un escritor argentino. Suele decirse en América Latina que los europeos –y sobre todo los estadounidenses- creen que Río de Janeiro es la capital de Argentina y Buenos Aires una ciudad de Brasil, o que la Patagonia y Chile son un mismo país. Pues bien, un periodista argentino que escribe desde hace tiempo sobre “haute cuisine”, viajero, mundano, distinguido, situó recientemente en Cataluña a dos ciudades que pertenecen a Castellón de la Plana, quizás (subconscientemente) movido por el papel preponderante que tiene Barcelona en la boga hispana posmoderna, con el futbolista argentino Messi -que les hace ganar muchos partidos-, y su obsesión por ser la capital de un país separado de España, lo que la “gauche galant” ve con buenos ojos.
Mal “cole”
Pero no hay que asombrarse. Muchas personas que se tienen por cultas dicen conección por conexión, las 14 horas, en vez de las 14 a secas, o las veintiún horas -como se oye en los medios audiuvisuales-, en lugar de las veintiuna, la casi totalidad por casi la totalidad y otras cosas parecidas. Fueron a la universidad, pero tuvieron mal “cole”. Luego, probablemente, devinieron nuevos ricos y ya no se ocuparon más de lo que hay que decir y escribir bien. Nadie lo sabe todo, ni lo que no se sabe tiene por qué considerarse como perteneciente a un estamento ancilar. A veces -nos pasa a todos-, no se tiene algo claro, no se está seguro de algo, uno se despista, le informan mal. Es el momento de acudir al diccionario, o a la enciclopedia, o a los libros, o a los que saben. Pero la soberbia, claro…; la soberbia nos nubla todas las potencias del alma. La soberbia se encuentra en el fondo de todos los errores, dijo John Ruskin. La mona sigue vistiéndose de seda.
(1) La Guerra de Crimea se libró entre 1854 y 1856 en la península del mismo nombre (sobre el Mar Negro), que entonces pertenecía a Rusia, con la que se enfrentaron Inglaterra, Francia, Turquía y el Piamonte. Rusia, en el cenit de su gloria, perdió la contienda. La carga en Balaclava (una ciudad de Crimea), de 600 lanceros de la Brigada Ligera de la caballería inglesa contra los cañones rusos constituyó quizás el más flagrante error militar de la historia moderna. El encuentro se convirtió en una matanza para la brigada. Apenas hubo supervivientes. Su heroico –y estéril- desempeño fue cantado por los escritores ingleses Alfred Tennyson y Rudyard Kipling. En 1936 se filmó una película con el mismo título del poema de Tennyson, La Carga de la Brigada Ligera, bajo la dirección de Michael Curtiz y protagonizada por Olivia de Havilland, Errol Flynn y David Niven. Ganó un Oscar a la mejor asistencia de dirección.
Fue después de una buena pelea en una “cave” que había, y que todavía hay, en la calle del Príncipe de Madrid, pero sin el carácter que tenía entonces. El dueño era Tomás Cruz, que instituyó un premio de novela corta, si mal no recuerdo. Había mesas, sillas, un piano y una gran cabeza de caballo de yeso atravesada por una flecha, o una lanza. La multitudinaria zarabanda, con sillas por el aire, espejos rotos, mesas volcadas y varios contusos no tuvo nada que envidiarle a las que se ven en las películas del Oeste americano, libradas en los “saloons”. Como yo decidí ponerme de su parte, pues se hallaba en descarada inferioridad numérica, él solo contra un grupo de jóvenes sentados a una mesa frente a la suya, Camilo José Cela me tomó ley, expresión muy gallega, muy suya. Nos veíamos después, de cuando en cuando, en el Café Gijón, o en algún otro de las inmediaciones cuya clientela estuviera compuesta en su mayoría por tertulianos. A él no le habían dado aún el premio Nobel de literatura, que ganó en 1989. Esas veladas, y otras experiencias más vitales, le sirvieron a Cela para escribir algunos relatos que luego recogió en libros como “Café de artistas y otros cuentos”, “Garito de hospicianos” y “Cajón de sastre”, por citar sólo tres, que hay más. El gran escritor gallego incluyó en el primero de esos tres libros un texto breve, pero que no tiene desperdicio, basado en una visita que hizo a la cartuja de Miraflores de Burgos (1) para a ver a un amigo suyo, teniente de la Legión, combatiente en la Guerra Civil española (1936 – 1939) y años después monje de clausura. Lo peor de la nueva vida del Caballero Legionario –esa es la denominación oficial- era el frío espantoso que pasaba en invierno en su celda de sólidos muros de piedra berroqueña. Camilo le preguntó, como puede leerse en la narración titulada “La vida contra reloj”, del libro al que nos referimos antes, que si tenía algo con qué calentarse. - Tengo una estufa y un montón de leña –respondió el monje a la pregunta del escritor-. - ¿Y por qué no la enciendes? ¿No te lo autorizan? - Sí, pero me dicen que no la encienda hasta que no pueda más. Y, por ahora, voy aguantando. Una cuestión de carácter. El carácter propio de un oficial del Tercio de Extranjeros (2) que después de luchar con denuedo en una guerra se aleja del mundo y de sus pompas y se entrega a las ascésis en una cartuja, muriéndose de frío en invierno, a ver cuánto resiste. A Cela le llamó la atención la actitud de su amigo, que le pareció, y así lo escribió en su libro, el embrión de la tragedia del hombre que llega “a no poder más” en la creencia de que todavía puede estirarse la tensa cuerda que da voluntad a su espíritu. Otros hombres. A esos se contrapone el feble y desorientado varón del posmodernismo que estudian, con detenimiento de entomólogos, expertos en las ciencias del comportamiento humano, interesados en conocer el papel que verdaderamente desempeña en la entrópica sociedad actual y su posición ante sí mismo, ante los demás y ante la vida. No hay nada claro al respecto, aún. Quizás sea todo cuestión de carácter, al fin y al cabo.
El cuplé es una canción ligera, popular, picante y a veces un poco grosera. La palabra viene del francés “couplet”, que procede a su vez del provenzal “cobla” y significa pareja de versos. El cuplé estuvo muy de moda en España a finales del siglo diecinueve y principios y mediados de veinte. En pleno apogeo de la moda “camp”, o retro, de nostálgica vuelta al pasado, el género resurgió entre los años cincuenta y sesenta gracias a una emisión de Radio Madrid, denominada “Aquellos tiempos del cuplé”; y se mantuvo durante un cierto tiempo por el impacto de las películas de Sara Montiel, Lilian de Celis y otras actrices que encarnaban a las cupletistas más famosas y cantaban sus cuplés. Una de las más populares artistas de la época de oro del cuplé fue La Chelito, que cantaba con voz angelical: “Tengo una pulga dentro de la camisa, que salta, y corre, y se desliza…”. Se metía la mano bajo la camisa, y la retorcía, la subía, la bajaba… Casi al final del espectáculo se le salía un pecho. El Chantecler ardía. Corrían los primeros años del siglo XX. El verdadero nombre de la reina del Chantecler, un teatro de Madrid donde la libido se desaforaba noche tras noche, era Consuelo Portela; había nacido en Cuba en 1885 y era hija de un guardia civil. La madre era más de armas llevar que el guardia. Después de varios años de afiebrar a los caballeros de bigote retorcido, reloj de bolsillo con leontina y bastón, la Chelito cambió de género, se sacó por fin la pícara pulga de donde estuviera, guardó el pecho saltarín y de atrevida cancionista come hombres se convirtió en empresaria de espectáculos y pasó el resto de su vida administrando el teatro Muñoz Seca de Madrid. En sus días de sicalíptica, como se decía en el delicuescente lenguaje de la época, la Chelito era seguida, perseguida y acosada por los caballeros a los que nos hemos referido. Los afortunados señores que lograban llegar a ella pagaban con largueza sus favores. La Chelito se enriqueció enseguida. Un joven apuesto y de buena familia, pero sin un duro, se enamoró de la Chelito y la Chelito de él. La madre de la artista se puso hecha un basilísco –cosa que no le costaba mucho trabajo- cuando se enteró del idilio.
El que no tiene dinero es un sinvergüenza
El endriago halló un día al guapo mozo en la casa donde vivían madre e hija y lo echó con cajas destempladas, diciéndole: “Usted no puede aspirar a la mano de mi hija –ni a ninguna otra parte de su anatomía, se entendió- porque no tiene dinero". Hizo una pausa y acto seguido lanzó con voz de trueno la frase para la historia: "¡Y el que no tiene dinero es un sinvergüenza!”. El muchacho hizo mutis por el foro. La Chelito engordó, se hizo seria, que parece que era lo que al final quería ser, y se dedicó a la producción de espectáculos asexuados, ya fueran comedias o dramas. Ganó dinero a espuertas e incrementó enormemente su ya considerable fortuna. Se ve que era más lista que siete brujas. Uno de los mejores fotógrafos del Madrid de principios del siglo veinte, Manuel Company, inmortalizó a la Chelito (ilustración) cuando todavía se columpiaba descocada en sus caderas -como Marilú, aquella filipina…-, buscando la pulga. Y quedó claro que el que no tiene dinero es un sinvergüenza.
La filatelia es una inofensiva manía consistente en coleccionar salivas internacionales. Es un “hobby”, también. Y una forma de hacer dinero, o de invertirlo, que viene a ser lo mismo, porque las estampillas raras o antiguas se cotizan muy bien. De cualquier manera, la filatelia está de capa caída desde hace ya muchos años, a no ser que siga funcionando como negocio. Héctor Mitidiero, filatélico empecinado y empedernido, fue el primero en componer con pereza estival, entre persianas, una pavana de despedida a la filatelia. Para Mitidiero, acopiar estampillas era, más que un “hobby”, una fuente de cultura por todo lo que se aprendía con ellas, o por ellas, sobre todo geografía e historia. Además, esos cuadraditos de papel, dentados y policromos que decoraban modestamente las cartas –que ya no se escriben-, eran como un rúbrica externa, una reafirmación de la misiva de amor, o de amistad y catalizaban, por así decirlo, la carta con un cheque dentro. ¡Cuántas cosas nos decían, o nos hacían evocar las estampillas, cuando no reproducían, minimizadas, efigies de próceres o prohombres! Mulatas caribeñas de grandes ojos color de miel, con faldas rojas y pañuelos blancos. Coraceros de uniforme azul Prusia y afilados mostachos. Mapas que parecían… mapas para localizar tesoros y podían ilustrar relatos marineros de Allan Poe o John Hall. Animales exóticos y esotéricos, algunos casi heráldicos: ñandúes, ornitorrincos, elefantes marinos, lémures, pumas, unicornios... Poblados con casas con tejas de pizarra y un fondo lechoso de arrozales con búfalos, y pagodas chinas con cúpulas doradas por el sol. Ciertos sellos alcanzaron valores inverosímiles, como uno de la Guayana (1) inglesa del siglo XIX, que se vendió en los Estados Unidos, en 1975, por 800.000 dólares. Los filatélicos argentinos se reunían antes los fines de semana en el Parque Lezica de ésta cada vez más pedestre y menos lúdica ciudad de Buenos Aires. En Madrid se juntaban los domingos en la Plaza Mayor.
Coleccionistas famosos
Hubo coleccionistas de sellos, o de estampillas famosos, como Winston Churchill y el ex rey Constantino de Grecia. Las coleccionas más antiguas son las británicas (1840/41) y las españolas (1849/50) El cine se ocupó alguna vez de las estampillas. La película “Charada”, dirigida por Stanley Donen en 1963 y protagonizada por Audrey Hepburn y Cary Grant, que de tanto en tanto se pasa por televisión, muestra cómo uno de los personajes invierte su fortuna robada de tres millones de dólares en dos sellos antiguos, valorados en un millón y medio cada uno, y los pega en un sobre, siguiendo el viejo principio de que para esconder una oveja no hay nada mejor que meterla en un rebaño de ovejas. ¿A quién se le ocurriría, si no, buscar tres millones de dólares en un sobre con dos estampillas pegadas en él?
(1) Región de América del Sur, a orillas del Atlántico. Se divide en brasileña, francesa, holandesa y británica. Esta última es independiente desde 1966 y ha tomado el nombre de Guyana.
Fernando Vizcaíno Casas, nacido en Valencia en 1926 y muerto en Madrid en 2003, fue el abogado laboralista número uno de España y un escritor y periodista que cultivó con fortuna todos los géneros, de la novela al artículo, pasando por el ensayo, la comedia y el guión televisivo. Después de 15 años de práctica periodística en varios diarios y revistas de toda España, ingresó en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid, donde cursó toda la carrera, obteniendo el título oficial en 1971. Fue autor de más de 40 libros, de los cuales vendió cuatro millones de ejemplares. Integró tertulias de cafés literarios y ateneos. Se inscribió en la “escuela humorística española”, que contó con lumbreras como Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Tono, Mercedes Ballesteros y tantos otros. Recibió innumerables premios y condecoraciones.
De su libro Historias Puñeteras (1) extraemos las siguientes:
El demandante se llamaba Santiago Parrilla; la empresa demandada, Emparrillados Metálicos. El magistrado convenció a las partes de que debían conciliar, ya que, evidentemente, podía decirse que habían nacido la una para la otra. ……..
Diligencia de notificación negativa de sentencia: En Elche, a 26 de octubre de 1998, me constituí en el domicilio de los interfectos, no pudiendo llevar a cabo la notificación de sentencia acordada por haber fallecido los dos y desconocerse su nuevo domicilio. Doy fe. …….
El Boletín Oficial del Estado (BOE), publicó un acuerdo de la Comisión Permanente de 14 de septiembre de 1984 por el que se nombraba juez unipersonal suplente del Tribunal Tutelar de Menores de Melilla. Normal. Sin embargo, sorprendió a los lectores de la también llamada Gaceta de Madrid que el acuerdo en cuestión apareciese firmado por el Presidente del “Consejo General del JODER Judicial”. (Creímos entonces que se trataba de una errata; con el tiempo, se ha demostrado que fue toda una premonición.) Por si algo faltara, en el mismo BOE de posteriores fechas se citó al organismo como el “CONEJO General del Poder Judicial”. Con lo que, errata sobre errata, tendríamos la denominación de un “CONEJO General del JODER Judicial”. …….
El testigo era un gitano, dicho sea con todos los respetos, que declaraba como testigo en una vista por lesiones. Pregunta el juez: - ¿Es cierto que la víctima fue apuñalada en la reyerta? - Exactamente en la reyerta, no: un poco mas arriba. Entre el ombligo y la reyerta. ……..
Un banquero, procesado por estafa, recibe el entusiasta telegrama de su abogado defensor: La verdad ha triunfado. Respuesta urgente: ¡Hay que apelar inmediatamente!
Bueno será terminar con otra verídica anécdota, reveladora de la condición humana de los magistrados, perfectamente compatible con su sapiencia jurídica y su rigor profesional.
Se juzgaba en la Audiencia de Sevilla a la dueña de un prostíbulo, acusada de ejercer como proxeneta, provocar escándalo público e incitar a la prostitución. Entró la rea en la sala con los ojos bajos, el semblante contrito, las manos juntas sobre el pecho; y ocupó el banquillo, siempre con la vista clavada en el suelo. El presidente del tribunal le ordenó: - ¡Póngase en pie la procesada! Y ella, entonces, levantó la mirada por primera vez y sin disimular su asombro, exclamó: - ¡Tomasito! ¡Si eres tú! … ¡Mira dónde nos venimos a encontrar esta vez!
Escribo estas líneas, entristecido, cuando comienza en el cementerio de La Chacarita de Buenos Aires la ceremonia del sepelio de la escritora, compositora y cantante argentina María Elena Walsh, en uno de esos días entre soleados y nublados que no son buenos para nadie, ni para nada. María Elena Walsh estaba internada desde hacía tiempo en el sanatorio Trinidad de la capital argentina. Murió devorada por la bestia negra del cáncer al que, parece mentira, no hay manera de abatir, ni siquiera en esta época signada por una revolución tecnológica tan desarrollada que a veces se ha calificado de brutal. Había nacido en la localidad bonaerense de Ramos Mejía. Estaba próxima a cumplir 81 años. Polígrafa –entre tantos ágrafos-, culta, lectora impenitente, poliglota, escribió impecablemente para niños y sobre animalitos -los últimos, nuestros hermanos menores-. Tengo su Diario Brujo en mi mesilla de noche, entre otros libros como Todo Marlowe, de Raymond Chandler, Deslices históricos, de María José y Pedro Voltes, Misión en Bucarest, de Agustín de Foxá, Los espías del Papa, de Eric Frattini y algunos que están en la fila de atrás y no tengo ganas de sacarlos. María Elena Walsh dijo una vez en una entrevista periodística que la ternura -un invento moderno que se debe a los psicólogos, a su juicio-, no fue prodigada antes por los padres a sus hijos a fin de que no perdieran la entereza necesaria para enfrentar una vida que fue tornándose cada vez más dura. Ahora los hijos les van retirando la ternura a sus padres a medida que estos se vuelven mayores. Se ve que ella la atesoró amorosamente, y desde que se liberó la repartió a manos llenas entre chicos y grandes. No sé si se ha dicho esto, ni si se dirá, pero María Elena Walsh se preocupó mucho por que se mantuviera la pureza del idioma español, tan maltratado en estos azarosos tiempos globales. Fue otro de sus méritos. Fue una buena persona, y a la larga esto es lo que importa. Los corifeos de siempre la combatieron y criticaron en ciertas ocasiones. Descanse en paz. La echaremos de menos.
La mujer del pintor bebe Marie Brizard y come delicadamente palmeritas en la Villa Mouriscot, esperando a su novio que, como siempre, llegará tarde de la Real Fábrica de Tapices. Se escucha el toque metálico de un cornetín de órdenes. Cambio de guardia en el Ministerio del Ejército. El pasacalle de La Calesera:
“Yo no quiero querer a un chispero que finge embustero, palabras de amor, y me cansan los majos de plante que se echan p’alante fingiendo valor…”.
En la lotería de la calle Barquillo el señor del bigote blanco y el borsalino gris perla se queja porque tampoco ha ganado un premio en este sorteo. “Pepita Jiménez”, de Juan Valera, un diccionario de alemán en dos tomos, “Memorias de un setentón”, de Mesonero Romanos, una antología de versos de Campoamor y unos cuadernillos de historietas de portada multicolor con las aventuras de Dick Turpin en el escaparate de la librería de lance. La señora madura y elegante, de ojos claros, y el guapo muchacho moreno del traje cruzado. La brisa cálida de la primavera trae aroma de colonia de Alvarez Gómez. En la calle Echegaray, cerca de la sala de armas del maestro Afrodisio, han reñido dos chulos. Uno, herido de una puñalada trapera en un costado, va soltando gotas de sangre que caen como monedas rojas sobre el asfalto renegrido. Fandanguillos en una taberna sevillana y el bocinazo insolente de un auto caro y raudo. Madrid de noche, botijo y luna. Vermú con ginebra y cócteles de champán en Pidoux. La chica que vocea el diario: “¡El Liberal, El Liberal…!”. El árbol triste, en la ciudad. La fulana cansada, pálida bajo el maquillaje barato. El anticuario ha cerrado su tienda de la calle de Jovellanos y se va a su casa. Su mujer ha preparado gazpacho, luego hay pescadillas que se muerden la cola y cerezas. Chimeneas agrietadas. La luna en cuarto creciente. Huele a coliflor hervida y a lejía en las guardillas. Balcones con tiestos con geráneos. Está oscuro y hace calor. La modistilla se ha peleado con su novio, el carpintero segoviano. Un señor elegante, con una flor en el ojal, baja por Peligros con una caja de “marron glacé” de La Mahonesa bajo el brazo hacia la calle de Alcalá. En el café El Comercial se habla de política y de toros. García Guirao y su voz levemente cascada, como de conde tronado que ha fumado muchos puros. Espejos sin azogue en Platerías y el fantasma de Villegas, médico truculento y desquiciado, trovador de la muerte. Datos de una dura noche azul zafiro de Madrid que vienen rodando por la brisa como papeles rotos y llegan a la memoria, catalizando una nostalgia anticipada de no se sabe qué. Una noche en la que no existíamos, que no hemos trasnochado. Alguien del pasado nos susurró algo al oído. Alguien del futuro nos hizo una seña desde un bar americano. Notas de una noche antigua, inventada o soñada al compas del tic tac de un reloj que está parado, o que ni siquiera existe.
Por la calle de los fantasmas, del brazo del Dormilón, va “Guaira” Castilla al casamiento del Zorro, con un esmóquin de hojas de margaritas, flanqueado por niños y muñecos amarillos. “Guaira” Castilla es en realidad Gabriel Castilla, el mejor titiritero de América, o por lo menos de la América de habla española. Pero todo el mundo le llama “Guaira”. (“Guaira” quiere decir viento en quechua, el dulce idioma del indio altiplánico, primitivamente hablado en Bolivia, Perú, Ecuador y difundido después de la conquista española por Colombia y el norte de Chile y de la Argentina.) Nacido en Salta –en el noroeste argentino, en la frontera con Bolivia-, de poco más de 50 años, Gabriel Castilla es titiritero por definición, vocación y herencia, ya que su padre, Manuel Castilla, movía en la década del ’40 con Carlos L. García Bes por Argentina, Bolivia y Perú, tiernos muñecos de trapo a mano limpia en retablillos rústicos y entrañables. Movía los títeres, el padre del “Guaira”, como el mismo “Guaira”: “con manos fáciles y alegre corazón, con manos fáciles para asir y retener, para retener y soltar...”, como en los versos de “El Caballero de la Rosa”.
Hombre de mil oficios
“Guaira” Castilla, o “El Guaira”, desempeñó mil oficios, entre los cuales el de bibliotecario. Pero lo que más le gustó siempre fue viajar, siempre con sus títeres para chicos y grandes a cuestas, representando obras de Carlos L. García Bes, del clásico entre los clásicos, el inolvidable Javier Villafañe, Carlos Vaca y su hermano Leopoldo Castilla, titiritero y poeta como él. Su currículo es impresionante. Viajes por Uruguay –en el Río de la Plata se hacen los mejores títeres de América y quizá del mundo-, Bolivia, Brasil, Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana, toda la Argentina, de norte a sur y de este a oeste, casi toda España y otros países de Europa. La Secretaría General de la Unión Internacional de Marionetas le recomendó para trabajar en Nueva York. Fue invitado a varios festivales internacionales de títeres. De estatura media, fuerte, de pelo negro y rizado, con algunas canas y el ademán escueto, “Guaira” envaina un vaso de vino tinto. Estamos en “La Parrillita”, en el populoso barrio de Villa Crespo de Buenos Aires. Nos llegan retazos de la zamba salteña “La López Pereira”, en la voz potente de Héctor Corvalán.
-- “Guaira”, ¿qué es el títere? -- Una mística del gesto, el escorzo hecho poesía, la mímica hablada sin palabras. Es, también, un mensaje, una forma de expresión artística, un método de comunicación. Y, para mí, la razón de mi vida.
Un medio de expresión artística
“El títere –añade “Guaira” Castilla- es, o significa un código de acercamiento al hombre, al que se brinda todo lo que se puede brindar con otro medio de expresión artística. Con el títere se puede hacer lo que se hace con los pinceles, la pluma o el buril”.
Su técnica es la del guante, la más difícil. Hace cualquier cosa, cualquier maravilla con una mano, con un pequeño fragmento de madera noble. Sostiene que Argentina ha heredado la técnica del guante de García Lorca, que es la mejor de Latinoamérica y está perdiéndose por su dificultad. “Guaira” se reconoce discípulo de Villafañe, al que califica de “gran maestro”, gran difusor del títere en América Latina, uno de los pocos que han paseado el títere argentino por todo el mundo.
-- ¿Hay títeres para niños y títeres para adultos? -- No, hay títeres, simplemente. Lo que pasa es que el niño participa más, constituye el público más puro y, a la vez, el más exigente. Te marca el clima. Y te lo puede romper, también. -- ¿Qué se necesita para ser titiritero? -- Pasión. Y luego, claro, dominio de la expresión, habilidad manual.
“Guaira” revela que su género es la pantomima, que investiga y estudia constantemente. Sus obras favoritas son “Celos”, “El hipo”, “El dormilón”, “Historia con las flores”. Sus personajes, “La gallina que pone huevos”, “El vampiro”, con el que empezó a experimentar. Escribe relatos de sus experiencias de titiritero trotamundos: una suerte de memorias adelantadas, hojas sueltas de su rica bitácora viajera. Toca la guitarra. Es “amiguero” por devoción. Lee constantemente poesía, sobre todo –“me he criado entre poetas...”-
Soy el Caballero Español, sí. De las ondas sonoras pasé a una web y de ella a este blog. Se lo debo a mi compañero y entrañable amigo José Luis Agromayor, quien me insistió una y otra vez para que abriera un blog y al final lo diseñó él mismo.
Nací en Madrid. Llevo aquí muchos años, así que soy “espartino”: una mezcla de español y argentino. Mis dos hijos, Juan Ignacio y María Soledad, son “argeñoles”, porque nacieron en Buenos Aires, tienen la nacionalidad española y viven en Madrid, donde ya no me queda más familia que ellos y mis primos Mary, Paco y Antonio.
Aquí tengo, desde hace más de un cuarto de siglo, a Maite, mi segunda mujer, que es también mi apoderada, productora, jefa de prensa, agente literario y fotógrafa.
Estudié diversas disciplinas –entre ellas Derecho y Filología Inglesa-, y desempeñé mil oficios en varias ciudades del mundo. Desde hace muchos años soy periodista por vocación, definición y una prolongada práctica.
Hice mi lema del dicho estadounidense: “Piedra que rueda no cría musgo”. Soy un poco catasalsas, también hombre de sociedad; suelo ocuparme de los ángulos de trastienda de los personajes y creo, con Baudelaire, que hay que respetar la sensibilidad de cada uno, porque ahí está su genio.
Gentes, viajes y culturas diferentes me habían marcado ya antes de venir a Buenos Aires, donde todo el mundo me recibió con los brazos abiertos y donde me tratan a cuerpo de rey.
Empecé a trabajar en Crónica, diario en el que tengo raíces profundas. Poco después me reengaché en la agencia EFE –delegación de Buenos Aires; en la central de Madrid hice mis primeras armas periodísticas-. Mi trabajo en EFE me deparó muchas satisfacciones. Conseguí algunas primicias y mis trabajos de investigación dieron la vuelta al mundo.
Al cabo, me pasé a la France Presse, agencia en la que trabajé varios años con el cargo de Pro Secretario de Redacción. Simultáneamente fui corresponsal en Buenos Aires de los diarios Pueblo y El País y de las revistas Lecturas y Actualidad Política Nacional y Extranjera de España.
Aquí integré las cúpulas de El Informador Público y el Expreso Diario. En este último diseñé, escribí y edité el suplemento Extravagario. Fui subdirector -a cargo de la dirección en los últimos años- del semanario hemisférico Tiempos del Mundo, que se publicó en 17 países latinoamericanos y tres ciudades de los Estados Unidos: Washington, Nueva York y Miami.
He escrito en varios medios gráficos europeos, latinoamericanos y en casi todos los diarios y revistas de Argentina.
En televisión trabajé en El color de la trama y Capricho Español, en el programa de Osvaldo Yankillevich Charlando con amigos. Me invitaron a casi todos los canales de aire y de cable de la capital y tuve el honor y el placer de ser entrevistado por Teté Coustarot, Mora Furtado, Cecilia Laratro, Julián Weich, Víctor Laplace, Orlando Barone, Martín Wullich, Antonio Carrizo, Gustavo Masutti Llach, Leni González, Jorge Jacobson, mi compatriota Vicente Romero y otros no menos conspicuos comunicadores. Mirtha Legrand me invitó a varios de sus almuerzos.
En 1998 protagonicé el cortometraje para video Madagascar, en versión libre inspirada en el cuento El viaje, del escritor y músico uruguayo Leo Maslíah. La periodista y cineasta Mara Sala escribió el guión y dirigió el corto.
En 2000 presenté un unipersonal, “Aventuras y Memorias”, en la sala “The Cavern Club” del Paseo La Plaza. Anteriormente participé en la charla-“show” “El sexo y otras perturbaciones”, de Rolando Hanglin.
Ultimamente desarrollo actividades como ensayista, narrador, columnista, traductor, prologuista y conferenciante.
He recibido premios y distinciones en varios países. Me limitaré a reseñar algunos. En España gané –junto con mi madre- la I y II edición del Certamen Literario y Artístico de Mieras (España), en la categoría relato. Mi madre fue galardonada por dos cuentos para niños. Fui finalista del premio para artículo Ramón Godó Lallana, que fue propietario del prestigioso diario La Vanguardia, de Barcelona. En Buenos Aires, el Taller Escuela Agencia de Periodismo (TEA) me distinguió por Trayectoria en Agencias Internacionales de Noticias con el galardón Al Maestro con Cariño, y la Asociación de la Prensa Española en Argentina (APEA) me otorgó el premio al Mérito en la Relación Hispano-Argentina y por Trayectoria en los Medios de Comunicación. He recibido plaquetas conmemorativas del VII Encuentro de la Federación de Sociedades Españolas (FSE) y de la cátedra España de la Universidad de Centros Empresariales (UCES).
Trabajé durante muchos años con Rolando Hanglin, primero en Radio Continental y después en Radio 10. Hanglin me puso el apelativo de Caballero Español, con el que me conoce todo el mundo, como compruebo con alegría y emoción cuando la gente me para en la calle y me pide autógrafos.
En España escribí varios libros, entre otros “002, el mundo al habla”, junto con mi colega y amigo Fernando Montejano. En Buenos Aires sólo publiqué uno: “¡A comer con gusto! con el Caballero Español”, sobre una de mis aficiones: la gastronomía. Tengo entre manos dos más pendientes de publicación.
Me gusta comer bien, beber bien, cocinar y las cosas hermosas de la vida: las mujeres, la lectura, la música, la pintura, el cine, el deporte -he practicado boxeo, atletismo y artes marciales- y, de la naturaleza, el mar, la nieve, los árboles y, en otro orden, el humor, la sencillez y los buenos modales, la justicia, la nobleza y el coraje.
Me encantan los animales, sobre todo los perros. He tenido muchos, y también un lobo. Nunca olvidaré a Kiruna ni a Slick. Ahora tengo a Dolce, a quien no le falta más que hablar.