Son las nueve y media. Acaso un poco más, a estas alturas. Da la impresión de que el tiempo se ha detenido en el café Majestic y sus clientes se han congelado.
Los cafés, como los hoteles, son grandes farsas llenas de humo. Se prende uno a ellas, se queda unas horas y se va. Todos somos transeúntes, todos estamos de paso. Sentémonos a una mesa y observemos con atención lo que pasa. Allí los veremos a todos como personajes pintados en cuadros, como ficciones, sin semblantes propios, como muertos, sin que ellos ni siquiera se den cuenta. Europa está compuesta por cafés, dijo Steiner (1). Europa está llena de fantasmas.
Acababa de llegar de Lisboa. Me había hospedado en los apartamentos Victoria Village de la rua de la Vitoria, en cuyo estacionamiento dejé el coche con el que cubrí los 315 kilómetros que separan Lisboa, la hermosa capital de un país hermoso, Portugal, de su segunda ciudad, Oporto, tanto o más bella que Lisboa, al extremo de que fue designada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ciudad de puentes –más de 50- y plazas, edificios antiguos e iglesias bellísimas, Oporto es en sí misma un monumento.
El río Duero es como un “leit motiv” del paisaje. Por el Puente de San Luis –proyectado por Gustave Eiffel a finales del siglo XIX- se llega a Vilanova de Gaia, zona de bodegas, ideal para catar el oporto enriquecido y pasear por parques y jardines de singular belleza.
Por lo que al oporto se refiere, las urgencias de la época llevan a apreciar los “rubys” –de menos de tres años-, en lugar de los “tawny” –añejados en toneles de madera de roble- y los “vintage” –vinos de añada, envejecidos en botella-, los mejores, y, naturalmente, los más caros.
En el muelle de Vilanova de Gaia, los anuncios luminosos centellean de noche en una desmesura que parecería darle la razón a Bernard Pivot, jactancioso como buen francés, quien asegura que hay más elegancia, más “tweed”, más discreción y menos “réclames” en el muelle de los Chartrons de Burdeos que en el de Vilanova de Gaia de Oporto.
Pivot reconoce, sin embargo, que Portugal tiene buenos vinos, además del oporto y el made, que son excelentes. De norte a sur hay 32 denominaciones de origen para ocho regiones, incluidas Madeira y las Azores, y cerca de 350 variedades.
Me senté a una mesa del fondo y pedí un gin tonic con Beefeater. El café bullía de gente. Era viernes, empezaba el fin de semana.
En una mesa próxima a la mía tomaban el té dos señoras muy distinguidas, acompañadas por un caballero vestido a la italiana con un traje verde oscuro, que lucía en el dedo anular de la mano izquierda la sortija de oro con piedra azul del doctorado de Coimbra. Una muchacha pelirroja devoraba en otra mesa con idéntica fruición la novela “El infalible Silas Lord”, del escritor belga Stanislas André Steeman y una “francesinha” de jamón con queso fundido por encima y salsa picante.
Pasó a mi lado un camarero con una bandeja repleta de tazas de café. En el centro del salón vi una figura que me resultó familiar, aunque estaba de espaldas. Al volverse le reconocí: era Juan Verdiguier, Juanito para mí.
Juanito Verdiguier perteneció durante varios años al servicio doméstico de mis tíos, María Fernanda y Ricardo Castro Núñez en Badajoz y en Madrid. Cuando destinaron a mi tío a París, Juanito fue el único que quiso irse con él. Había sido su ayuda de cámara y le respetaba y quería mucho.
Al morir mi tío, Juanito no volvió a España. Se quedó en París con un buen dinerito de sueldos ahorrados y ganancias del juego, para el que tenía buena mano. Cuando perdía a la ruleta se desquitaba con el póquer, que jugaba muy bien.
Mi tía le regaló varios trajes de mi tío –tenían la misma talla-. Así que Juanito Verdiguier, con la buena pinta que tenía, bien vestido y con dinero en el bolsillo se dio la gran vida en París… hasta que se gastó casi todo su dinero, principalmente en mujeres.
Me enteré de estos pormenores de su vida una vez que lo vi en Badajoz, cuando decidió regresar a España.
En un momento dado Juanito me vio y corrió enseguida a mi encuentro.
- ¡Señor…, qué gusto volver a verle!
- Yo también me alegro de verte, Juanito. ¡Pero, hombre de Dios!, ¿qué haces tú aquí, tan elegante, además?
- Ya ve señor, trabajando. Ya sabe usted lo que se dice: Coimbra estudia, Braga reza, Lisboa presume y Oporto trabaja. Pues bien, ¡soy el “maître” del Majestic! Entre paréntesis, el esmóquin era de su tío.
- Te felicito, hombre. Pero ya me contarás…
- Sí, señor, ya nos pondremos al día
- ¿A qué hora sales de aquí?
- Hoy, a pesar de ser viernes, puedo salir pasadas las diez, más o menos.
- Venga, pues te espero, salimos juntos, te invito a cenar y me cuentas.
© José Luis Alvarez Fermosel
(Sigue)
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