Había empezado a llover con dulzura primaveral. De vez en cuando un relámpago azul rayaba el cielo, a lo lejos. Juanito volvió a la carga
- Verá usted, señor, todo empezó en el Majestic, como quien dice.
- Ah, ¿sí?
- Sí, señor. Tanto él como ella eran clientes asíduos del café.
- ¡Ah, pero es una historia de “él” y “ella”…! Sí que ha de ser interesante, entonces.
- No lo sabe usted bien, señor.
- Pues apea el tratamiento y empieza a contármela.
- El caso es que él es un hombre de cierta representación, y desde luego de mucho dinero. Se dedica al negocio del vino, creo que tiene una bodega en Vilanova. Divorciado, sin hijos, entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, bien puesto, bastante presumido. Viste a la inglesa, como casi todos los portugueses de clase alta: trajes a rayas, “blazers”, camisas Oxford, corbatas de lana o de seda, tejidas… Es rubianco, con algunas canas. Se las da, o se las daba de donjuán.
- Juanito, veo que sigues tan observador como siempre. No se te escapa un detalle.
- Son muchos años de ver gente…, ¡y en tantos ambientes, señor!
- Tienes razón.
- Ella era una buena moza de pelo renegrido, ojos muy oscuros y tez blanca. Espigada, bonitas piernas, bonitas manos, muy fresca, muy natural. Apenas debía pasar de los treinta, si es que no había llegado ya a los treinta y cinco. Tenía la seguridad, la estabilidad y la aparente inteligencia con que la naturaleza obsequia a los primogénitos. Hablo en pasado porque no se la ha vuelto a ver por Oporto.
- ¡Hombre, qué bien te ha salido eso de los primogénitos!
- Se lo he debido oir a su tío. ¡Era tan inteligente, tan culto…!
- Bueno, sigue.
- Era simpática, pero tenía un carácter fuerte. Iba casi siempre a cara lavada, aunque a veces se daba un toque de “rouge” en los labios. Solía usar “jeans” y suéters de cuello volcado. Cuando venía el buen tiempo sacaba a relucir las blusas escotadas, los “shorts” o las minifaldas. ¡Ahí ardía Troya! Era soltera, por cierto.
- ¿Por qué lo das por sentado?
- ¡Es verdad! ¿Por qué pensaremos siempre los hombres que las mujeres jóvenes y guapas tienen que estar solteras?
- Es un juego del subconsciente. Queremos conquistarlas -¡como si los hombres las conquistáramos, si son ellas las que nos llevan al huerto a nosotros!-. Y cuando vemos una mujer que nos gusta pensamos que tenemos el campo libre, que está ahí para nosotros, a nuestra disposición, sin marido, sin novio, sin compromiso, sin nada. ¡Así son los chascos que nos llevamos!
- Y los líos en que nos metemos cuando alguna, en esas cicunstancias, nos hace caso…
- También es verdad, Juanito. Pero la muchacha de nuestra historia, o mejor dicho, de tu historia, ¿qué hacía, a qué se dedicaba, de qué vivía? No me digas que…
- ¡No, no, señor, nada de eso…! Hacía esculturas con hierros viejos, esos amasijos sin pies ni cabeza que se ven en algunos parques, y en ciertas exposiciones, y su autor pone un cartelito encima que dice “Maternidad”, o “En los límites”. Me parece que no vendía mucho, si es que trabajaba para vender.
- Es raro, porque a alguna gente le gustan esos engendros.
- ¡Pues vaya gusto que tiene, señor!
- Ya te dije que dejaras lo de “señor”. Venga, sigue.
- Sí, señor. ¡Perdón! El se llama Joao Portela y ella Augusta Gomes. Lo sé por el expediente.
- Conque hubo expediente.
- ¡Ya lo creo! No, si yo no he hecho más que presentar a los personajes.
- Bien, continúa.
- Continúo. El vinatero y la escultora se veían con frecuencia en el Majestic. Cada dos por tres se sentaban a la misma mesa, y mantenían largas conversaciones. Por eso dije antes que todo se gestó en el café. A veces él le tomaba la mano. Se notaba a la legua que le gustaba mucho. Ella le daba largas con mucha clase. Parece ser que alguna vez se encontraban en Ribeira y otros barrios de marcha. Pero no pasó nada. Hasta que un día... Mire, yo lo sé todo porque el inspector Teixeira, que fue el encargado del caso, me dejó leer el expediente, con las respuestas a los interrogatorios, y todo. Además, es cliente del Majestic, yo le atiendo siempre y hemos hecho una cierta amistad, por eso me contó cosas que no están en los papeles.
- Pero…, ¿hubo un caso, y un inspector, me imagino que de policía…?
- ¡De policía, señor, tal cual! ¡Pues menudo cisco se armó! Diga que el bodeguero tiene buenas aldabas. Las hizo sonar y salió bien librado. A ella podía haberle ido peor, si él hubiera querido levantar cargos por agresión. Pero, en fin, se echó tierra al asunto. La mulata desapareció como si se la hubiera tragado la tierra. A lo mejor se fueron las dos juntas, después de todo.
- ¿La mulata?
- Espere, espere usted, que ya nos estamos acercando a lo mejor. Una tarde ella le dio al bodeguero en el Majestic una llave, que resultó ser la de su casa. Yo lo vi con mis propios ojos.
- ¡Diablo!
- ¡Y usted que lo diga, señor! ¡El diablo metió la cola!
© José Luis Alvarez Fermosel
(Sigue)
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