Federico II el Grande de Prusia ordenó demoler un viejo molino que había en sus dominios porque, a su juicio, afeaba la vista de su palacio.
El molinero recurrió a la Justicia. Un juez condenó al monarca a reconstruir el molino e indemnizar a su dueño.
Contra la creencia general de que se negaría a cumplir la sentencia, el rey la aceptó, no sin antes exclamar: “Veo, con alborozo, que todavía hay jueces en Berlín”.
Desde entonces se usa esta frase cuando, ante el miedo del pueblo o el desconcierto general que infunden el mando tiránico, o la fuerza bruta, aparece un magistrado que por los fueros de la ley hace respetar sus principios.
Federico II el Grande, uno de los reyes más hábiles de su tiempo –mediados del siglo XVIII-, introdujo en su joven reino importantes mejoras materiales y atendió y favoreció la agricultura, la industria y el comercio.
Durante su reinado, Prusia se convirtió rápidamente en una potencia de primer orden que casi igualó al Imperio de los Austrias.
Federico el Grande tuvo desde su infancia pasión por la música y la literatura. Fue amigo de sabios, artistas y escritores, entre estos últimos Voltaire, tan traído y llevado por tantos ayer y hoy.
(Voltaire también fue aplaudido por la burguesía, menos valiente, menos militar que la aristocracia, que tuvo un reinado brevísimo. A finales del siglo XVIII, cortándole la cabeza a Robespierre, la burguesía retardó su derrota. Pero de las salpicaduras de aquella sangre brotó Lenin.)
Sobriedad, fortaleza, disciplina
Federico II fue hijo de Federico Guillermo I, el Rey Sargento, que representó la sobriedad, la fortaleza y la disciplina en sus más altos grados.
Redujo su entorno a la cifra inverosímil de 37 personas. En vez de disipar sus rentas en fiestas ostentosas, y en costear una lujosa corte al estilo de otras naciones europeas de su tiempo, consagró por entero sus caudales a sufragar los gastos de la nación.
En su palacio de Potsdam no se veían ricas alfombras ni lujosos muebles, sino bancos y sillas de madera sin desbastar. Federico Guillermo I no usó jamás ceremonial ni etiqueta. Pasaba sus veladas y tertulias con sus ministros y generales, fumando en su larga pipa de yeso y bebiendo cerveza. Esta vida de cuartel le valió el mote de Rey Sargento.
Mientras en los ejércitos de otros Estados los ascensos a jefes y oficiales se concedían por recomendaciones y favoritismos a gentes a menudo ineptas, en Prusia no se podía llegar a ejercer un mando sino después de haber recorrido el escalafón con disciplina y honor.
El asombro de Europa
Prusia llegó a tener así un ejército que fue el asombro de Europa: el ejército a la prusiana, famoso en el mundo entero.
Corrían otros tiempos. Los gobernantes ejercían sus mandatos con honradez, claridad, seriedad y honor. Había reinos modélicos, hombría de bien, caballerosidad y coraje.
Había jueces en Berlín. Y en otras ciudades de otros países del entonces no tan ancho mundo del siglo XVIII, caracterizado por un notable desarrollo de las ciencias y las artes, procedente de la Ilustración, la Revolución Industrial y el despegue económico de Europa.
© José Luis Alvarez Fermosel
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