El ómnibus dio un frenazo tremendo. Sus ocupantes chocaron unos contra otros. Varios cayeron sobre algunos de los que estaban sentados. Pero no pasó nada. Una mala maniobra, una distracción, un viraje impensado, un peatón que se cruzó intempestivamente. Lo esencial: nadie resultó herido, ni lastimado, por fortuna.
En cuestión de segundos, el conductor retomó el control del vehículo con la misma habilidad con la que evitó el choque, o el vuelco.
La gente se reacomodó, como Dios le dio a entender. Las personas mejor educadas pidieron perdón a quienes habían empujado, en contra de su voluntad.
Un señor que viajaba cerca de mí, de unos sesenta años, con el pelo gris y un melancólico bigote del mismo tono, fue lanzado contra un hombre más joven, fuerte, de rostro anguloso y una cicatriz que le hendía la sién izquierda. Se ve que estaba de mal humor, o que era un individuo violento, porque se volvió contra el señor que involuntariamente le había empujado y le dio un manotazo en un hombro, al tiempo que le espetaba a voz en cuello:
- ¡Quita de ahí, viejo de mierda!
El aludido, o mejor dicho el insultado dio un paso atrás, inmediatamente otro adelante y con una rapidez fulmínea le propinó a su ofensor una fuerte bofetada que sonó como un trallazo, y provocó más de un sobresalto.
- ¡Venga por otra!, invitó a continuación.
Pero el lenguaraz rechazó de plano la invitación. Se llevó la mano a la cara y permaneció inmóvil, con los ojos desorbitados. La otra mejilla se le veía pálida. No dijo una palabra. Se hizo un profundo silencio en el autobús. Cuando se detuvo en la próxima parada, el hombre con la faz mancillada se apeó con la cabeza gacha.
… Tenía mucha entidad
Hacía mucho tiempo que no veía dar una bofetada. No son estos tiempos de bofetadas, sino de mensajes de texto y tabletas, de chocolate y de las otras.
Me apresuro a informar al picarón de guardia en el día de hoy que no soy violento, ni por tanto preconizo la violencia, ni en particular la bofetada, que no me parece que sea peor que los insultos por “twitter”, que abundan, muchos de ellos amparados por el anonimato y la impunidad.
Qué quieren que les diga: uno echa de menos la bofetada, la verdad. La bofetada espontánea, fresca, picante y activadora de la circulación de la sangre del rostro de quien la recibe.
La bofetada simple, o de un movimiento, o la de dos tiempos, derecho y revés; la rotunda y vibrante bofetada, bofetón, cachete, torta o bife –el mismo nombre tiene la pieza de carne más apreciada por los argentinos-, tenía mucha entidad y era muy práctica, aplicada con fundamento y oportunidad.
Se aplicaba al que insultaba gravemente, o se burlaba de uno con crueldad delante de otros, al acosador de oficina cuando uno se hartaba de su asedio, al que molestaba a una señora, a quien nos había criticado injustamente a nuestras espaldas o al chisgarabís que, por una u otra razón, se la había ganado a conciencia, por no citar sino algunos de los casos de personas merecedoras de un buen guantazo .
El puñetazo es otra cosa. Un golpe de puño se le da a un hombre hecho y derecho. Es, además, el punto de partida para una pelea en la que se dirime algo trascendental. El puñetazo es contundente, pesado; lesiona, fractura. La bofetada es ligera, va adornada con encaje de bolillos: es de salón.
Un buen par de bofetadas desestresa, descongestiona tanto al que lo da como al recipiendario. Es terapéutica: sube la presión arterial al que la tiene baja.
El cacheteado suele quedarse más estatuario que el Comendador de don Juan Tenorio. A veces –la mayoría de ellas- porque sabe que se merece ese pequeño castigo. Otras porque no se esperaba que le llenaran la cara de dedos, como se dice en los barrios bajos de Madrid.
La bofetada a Calomarde
Las mujeres fueron siempre muy buenas dando bofetadas. Hay bofetadas históricas, como la que le atizó la infanta Luisa Carlota a la vista de varios cortesanos, en la antesala del dormitorio de Fernando VII –el peor rey que tuvo España-, al ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde.
La infanta Luisa Carlota era hermana de la reina María Cristina de Borbón, esposa de Fernando VII. El intrigante Calomarde se apresuraba a cursar un codicilo -que acababa de firmar el monarca-, en el cual se anulaba el derecho al trono de la Infanta Isabel, hija de Fernando VII y María Cristina. Una pragmática había derogado anteriormente la Ley Sálica promulgada por Felipe V, en virtud de la cual las mujeres no podían acceder al trono.
El sopapeado Calomarde pronunció una frase, que se haría histórica: “Manos blancas no ofenden”. Taimado pero galante.
De nuevo en América del Sur, y más cerca en el tiempo, otro que recibió un buen par de bofetadas, en el hotel Alhambra de Montevideo, por más señas, y tambien ante una nutrida concurrencia, fue Raúl Odizzio, alcalde del departamento de Maldonado.
La agresora fue la bella y encantadora Celia Alvarez Mouliá, conocida como “Chela” Amézaga por su matrimonio con el abogado Juan José de Amézaga. El motivo fue una discusión por una ordenanza municipal que “Chela” entendió que perjudicaba a su familia.
La bofetada castigaba otrora una ofensa que daba lugar a un duelo. Fulgían los aceros o detonaban las largas pistolas de cañón octogonal en umbríos bosques al amanecer. Alguien moría o quedaba herido. Algunas veces los contendientes se reconciliaban sobre el terreno. En general, en aquellas épocas no se podía insultar ni agredir a nadie impunemente. Costaba caro: en alguna ocasión podía costar hasta la vida.
Las bofetadas en el cine
Las bofetadas, naturalmente, ocuparon su lugar en el cine. La más famosa fue la que le dio Glenn Ford a Rita Hayword en “Gilda”.
“El que recibe las bofetadas” fue el título de la adaptación cinematográfica de una obra del escritor ruso Leonid Andreyev. El dramaturgo español Alejandro Casona escribió el guión. El versátil actor argentino Narciso Ibáñez Menta protagonizó la película en Buenos Aires, allá por el año 1947. Una pequeña liga de naciones.
Todavía se dice en España que tal o cual hombre desmedrado y temeroso “no tiene ni media bofetada”, en alusión a que no resistiría no dos, ni una, ni siquiera media, si las bofetadas pudieran partirse por la mitad.
Como tantas otras cosas, la bofetada cayó en desuso. Uno la echa de manos –administrarla, claro está-. Recibió muchas de los inefables hermanos Maristas durante su enseñanza secundaria. También dio alguna que otra por ahí.
© José Luis Alvarez Fermosel
Nota relacionada:
No hay comentarios:
Publicar un comentario