Estaba sentado en una piedra, a la vera de
un frondoso pino, más o menos a cierto recaudo del sol quemante del mediodía
madrileño, en plena Dehesa de la Villa de Madrid.
Me entregaba a la tarea de sacarle punta a
un palitroque con una navaja marinera.
La ocupación, y más que nada la navaja
marinera, me hacían sentir como un personaje de Mark Twain, si bien el paisaje
no tenía nada que ver con los de las obras del creador de Tom Sawyer y Huck
Finn.
La Dehesa de la Villa es un pinar inmenso,
con ciertas características de bosque en alguno de sus tramos.
La navaja me la había dado Chiqui, el hijo
de Pepe, el del alquiler de bicicletas, a cambio de una colección de revistas
infantiles de El Guerrero del Antifaz.
De ponto llegó mi hermano Manolo,
corriendo a todo correr y balbuceando:
- ¡Un toro, un toro…!
- ¿Un toro?
- ¡Sí, sí, un toro negro, enorme, con unos
cuernos así de grandes, y a no más de cien metros de aquí!
Conociendo la portentosa imaginación de mi
hermano, y su irreprimido sentido del humor, pensé en principio que se trataba
de una de sus bromas, y le tomé el pelo un rato.
Pero insistió e insistió, con tal
convencimiento, que decidí escucharle, por lo menos.
- Bueno, ¿y dónde está ese toro? -le
pregunté-.
- No lejos de la carretera, cerca de la
caseta de los guardias -me respondió-.
Los guardias
Los guardias eran una especie de somatenes
de garabatillo que llevaban una casaca verde con insignia, cruzada por una bandolera
de cuero y colgadas del hombro herrumbrosas carabinas cargadas con cartuchos
llenos de granos de sal gruesa, que no penetraban en la piel como los
perdigones de plomo de las escopetas de caza, si te alcanzaba un disparo, sino
que dejaban roja y ligeramente dolorida la zona del impacto.
Los destinatarios de esos tiros -casi
salvas-, eran arrapiezos que se subían a los pinos y los despojaban de sus
frutos: grandes piñas verdes prietas de pulpa lechosa y piñones. Los
depredadores arrojaban las piñas al suelo alfombrado por agujas de pino, donde
las recogía el ”socio”, que había elegido el trabajo más fácil.
Esas piñas se vendían luego por unas pocas
pesetas en las bocas del metro.
En aquella época de prohibiciones,
arramblar con las piñas de los pinos constituía un robo y los guardabosques
tenían la obligación de perseguir y detener a los…”ladrones”, aunque fuera a
tiros de sal.
El “beau geste“ de Xavier
Domingo
Hablando de la venta clandestina de piñas
a los pasajeros del metro, recuerdo por una asociación de ideas el “beau geste”
de Xavier Domingo.
Domingo y yo trabajamos en la France
Presse (AFP), en París y en Buenos Aires.
Una mañana gris –tan frecuentes en la
Ciudad Luz-, Xavier Domingo, que andaba cerca de la salida de una estación de
metro, no recuerdo ahora cuál, observó que la gente salía con cara de sueño,
con mala cara. ¡Naturalmente! ¿Quién sale riéndose del metro para ir a trabajar
un día en que va a llover, después de haberse levantado muy temprano?
Xavier, ni corto ni perezoso, se fue a uno
de los muchos bares de los Campos Elíseos de los que era cliente habitual,
contrató a un camarero y se lo llevó al metro provisto de un cubo con hielo,
una botella de champán y unas copas. A cada persona que salía le ofrecía una.
Pero volvamos al toro, el verdadero
protagonista de esta historia.
El verdadero protagonista
Ni mi hermano ni yo habíamos visto más cornúpetas
que los que nos mostraba la televisión cuando transmitía corridas de toros, que
se veían del tamaño de conejos.
O sea, que sólo de pensar en ver un toro
de cerca nos subía la adrenalina a niveles altísimos, por no decir que nos
entraba un canguelo (1) de no te menées.
Pero había que hacer de tripas corazón y
acercarse al toro. Sobre todo yo, que tenía que demostrar a mi hermano –seis
años menor- que a mí no me asustaba nada ni nadie, como él creía.
De modo que abrí la marcha, camino del toro,
apretando poco menos que convulsivamente en mi mano el palo que no había
terminado de afilar.
El balsámico aroma de la resina de los
pinos se mezclaba con el de las hojas de los eucaliptos –el manjar favorito de
los kohalas-, que no faltaban en el gran parque.
El sol pegaba de firme. Un lagarto verde y
naranja que dormía la siesta al lado de un árbol, se despertó bruscamente, al
sentir que se acercaba alguien, y corrió a su madriguera.
Unos pasos más y el toro apareció ante
nuestros ojos.
El toro era enorme
El toro era enorme –o al menos así nos
pareció a nosotros-. Y negro, del mismo color negro de los cuervos, negro con
reflejos azules. Tenía una estrella blanca en la frente.
Nos detuvimos en el acto. Y nos quedamos petrificados,
como si una hada maléfica de alguno de los cuentos de los hermanos Grimm nos
hubiera convertido en estatuas.
El toro tenía quietud, solemnidad y
empaque de tótem. Parecía estar limpio y cuidado, eso sí. Su pelaje brillaba al
sol, como bruñido. Daba una tremenda impresión de solidez, de imponencia.
Tenía la cabeza baja y se veían claramente
sus cuernos grandísimos y agudos, de un color entre grisáceo y marfileño.
Mi hermano se recobró antes que yo:
- Bueno, ¿y ahora qué hacemos? –preguntó-.
- Pues acercarnos… y presentarnos –le
respondí, extrayendo el sentido del humor de no sé dónde.
Avancé unos pasos…
Avancé unos pasos y mi hermano me siguió,
siempre pegado a mí.
Ganamos terreno lentamente, hasta
plantarnos muy cerca del toro, tan cerca que debió olfatearnos, porque levantó
la cabeza, clavando su mirada en nosotros.
Los ojos abultados, bajo cortas pestañas
más claras que el pelo, eran ambarinos, a pesar de no darles la luz del sol,
que aclara el color de los ojos, convirtiendo los negros en castaños oscuros.
En realidad no hay ojos negros, sino color café más o menos cargado, a la luz
del sol o de cualquier otra, siempre que sea intensa.
El toro que a nosotros nos parecía inmenso
era en realidad un ejemplar de regular tamaño, más bien grande, pero nuestro
miedo le agigantaba.
Se limitó a mirarnos y a mover la cola, lo
cual podría haberse interpretado como un gesto de saludo… ¡o de impaciencia!
Permanecimos unos minutos frente a él. Lo
mirábamos y nos miraba: él sin aparente animosidad, más bien con cierta
displicencia.
Una manifestación de
medalaganismo
Al cabo, el toro defecó mayestáticamente.
El acto fue para mí una clara y rotunda manifestación de medalaganismo, de
indiferencia total por cuanto le rodeaba, que no era mucho, incluidos mi
hermano y yo. Como si pensara: Yo hago lo que quiero cuando quiero, como
quiero y donde quiero; y el que venga detrás, que arrée.
El astado exhaló un suspiro de
satisfacción, bajó otra vez la cabeza y empezó a mordisquear algunos hierbajos.
- Bueno, pues ya está. El toro, tenías
razón. Ya lo hemos visto; se ha cagado en nosotros, al menos simbólicamente. Creo
que ya podemos irnos –le dije a mi hermano, que había cambiado de posición y
estaba ahora a mi derecha.
- Buenos, vámonos –dijo sin mucho
entusiasmo, se ve que el toro le había caído bien.
Dimos media vuelta y nos fuimos.
A partir de ese momento, íbamos todos los
días a hacerle una corta visita al toro, que parecía habernos tomado cierta
simpatía que expresaba moviendo el rabo, resoplando y dejándonos que le
acariciáramos.
Nos hicimos amigos después de la enésima
visita.
Me armé de valor…
Un día me armé de valor y le rasqué la
testuz, justamente donde tenía el mechón de pelo blanco en forma de estrella.
El toro giró un poco la cabeza, sacó una enorme lengua gris y me dio tres o
cuatro lametones en la mano.
Mi hermano fue más lejos: le tocó el
hocico. El toro sacó otra vez la lengua y le lamió también la mano a mi
hermano.
Así nos enteramos de que como los perros,
los gatos y otros animales, los toros expresan también su simpatía y su afecto
mediante lametazos, cosa que nunca hubieramos creído.
Como tampoco creímos que fueramos a
hacernos un día amigos de un toro en la Dehesa de la Villa.
Un día el toro no estaba, se había ido. O,
lo más seguro, se lo habían llevado. ¿Quiénes? Pues los que lo trajeron y lo
dejaron ahí -como quien guarda un coche en un estacionamiento-, nunca supimos
por qué ni para qué.
Y nosotros nos quedamos sin nuestro toro,
el primer animal – y no un perro ni un gato-, con el que mi hermano y yo
tuvimos contacto.
Una mascota a tiempo
completo
Después vimos otros toros, más o menos
cerca de nosotros. Pero ninguno fue como el nuestro –porque llegamos a
considerarlo de nuestra propiedad-.
Hasta que no fuimos mayores, ni mi hermano
ni yo tuvimos una mascota a tiempo completo.
A lo largo de nuestra adolescencia, pasada
en el campo y en la sierra, nos familiarizamos con varias especies de animales,
incluidos los saltamontes, las lagartijas, las mariposas y otros de mayor
tamaño, como cabras, liebres, zorros y algún burrito de grandes orejas y ojos bondadosos
que nos hacía evocar al Platero de Juan Ramón Giménez.
Ninguno nos impresionó tanto como nuestra
primera mascota -porque fue nuestra mascota-, Aunque no pudiéramos tenerlo en
casa ni jugar con él en el jardín, aquel toro grande y bonachón de la Dehesa de
la Villa, que daba lengüetazos como los perros, fue el primer animal con el que
nos topamos en nuestra infancia y por el que sentimos el respeto y el afecto
que sentiríamos después por todos los calificados por San Francisco de Asís de nuestros
hermanos menores.
(1) Miedo en el argot barriobajero
madrileño.
© José Luis Alvarez Fermosel