lunes, 3 de febrero de 2014

Llega el paquete de libros



“…Leer, leer, leer, vivir la vida
Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron…”
(Miguel de Unamuno)

¡Llegaron los libros! ¡Qué alegría!
El paquete es pesado. Es tan bonito, está tan bien hecho que da no sé qué abrirlo, teniendo que cortar bramante encerado, rasgar un papel de embalar de buena calidad, color marfil, y los sellos.
Siempre es grato recibir paquetes de otros lugares, cuanto más remotos mejor. En Argentina los llaman encomiendas.
Todavía más grato es que la encomienda contenga libros. En ese caso uno se abraza a ella como si abrazara a un amigo.
¿Acaso los libros no son amigos? Los libros de toda la vida, de papel, porque aunque ya exista desde hace tiempo, y digan que está proliferando el libro electrónico, el libro tradicional editado en rústica o en cartoné, grande, de lujo, mediano, de bolsillo, en edición popular sigue y seguirá vigente, sin temer la competencia del incoloro, inodoro e insípido libro on line.
El cine no terminó con el teatro ni la televisión con la radio ni la computación con la escritura a mano con bolígrafo o pluma estilográfica, si bien es cierto que hoy en día el correo electrónico y el mensaje de texto son sistemas de comunicación más populares que las cartas que se despachan por correo, que siguen despachándose en cantidades considerables, según datos oficiales.
Nada puede anotarse en los márgenes del libro electrónico, ni subrayar párrafos, ni corregir a lápiz los errores de los traductores, cuando el libro original está escrito en otro idioma y hay que traducirlo al nuestro. Ni el e-book envejecerá junto a nosotros, tornándose amarillentas y quebradizas sus hojas y despegándose, si no están cosidas.

Las librerías

En las librerías huele a… libro, es decir, a papel, a tinta, como en las aulas de los colegios sigue oliendo a humanidad tibia, a tiza, a goma de borrar y a grafito de mina de lápiz, aunque haya computadoras por todas partes.
Los libros, además de lectura pueden contener alguna otra cosa.
Es posible que un día tomemos un viejo volumen de la biblioteca y al abrirlo hallemos una flor desecada entre sus páginas que nos plantea un dilema romántico.
¿Algún pretendiente –como se decía entonces- se la regaló a nuestra abuela al comienzo de un idilio, o el idilio no llegó a prosperar y la abuela tomó la flor del búcaro donde la puso, cuando ya estaba casi marchita y la introdujo entre las hojas del libro que leía –de tapas de cuero de Rusia color vino de Burdeos-, donde quedó olvidada, mudo testigo durante muchos años de un amor imposible?
El gran ensayista argentino Alberto Manguel dice en el final de uno de sus ensayos de En el bosque del espejo –recuerda María Malusardi en el 52 y último número de la excelente revista El Arca: “En medio de la incertidumbre y de muchas clases de miedo, amenazados por la pérdida, el cambio y los dolores interno y externo, para los que no hay lenitivo, los lectores saben que al menos hay, aquí y allí, unos pocos lugares seguros, reales como el papel y vigorizantes como la tinta que nos conceden albergue durante nuestro paso por el oscuro bosque sin nombre”.

© José Luis Alvarez Fermosel

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