“…Leer, leer, leer, vivir la
vida
Leer, leer, leer, vivir la
vida
que otros soñaron…”
(Miguel
de Unamuno)
¡Llegaron
los libros! ¡Qué alegría!
El
paquete es pesado. Es tan bonito, está tan bien hecho que da no sé qué abrirlo,
teniendo que cortar bramante encerado, rasgar un papel de embalar de buena
calidad, color marfil, y los sellos.
Siempre
es grato recibir paquetes de otros lugares, cuanto más remotos mejor. En
Argentina los llaman encomiendas.
Todavía
más grato es que la encomienda contenga libros. En ese caso uno se abraza a
ella como si abrazara a un amigo.
¿Acaso
los libros no son amigos? Los libros de toda la vida, de papel, porque aunque
ya exista desde hace tiempo, y digan que está proliferando el libro
electrónico, el libro tradicional editado en rústica o en cartoné, grande, de
lujo, mediano, de bolsillo, en edición popular sigue y seguirá vigente, sin
temer la competencia del incoloro, inodoro e insípido libro on line.
El
cine no terminó con el teatro ni la televisión con la radio ni la computación
con la escritura a mano con bolígrafo o pluma estilográfica, si bien es cierto
que hoy en día el correo electrónico y el mensaje de texto son sistemas de
comunicación más populares que las cartas que se despachan por correo, que
siguen despachándose en cantidades considerables, según datos oficiales.
Nada
puede anotarse en los márgenes del libro electrónico, ni subrayar párrafos, ni
corregir a lápiz los errores de los traductores, cuando el libro original está
escrito en otro idioma y hay que traducirlo al nuestro. Ni el e-book envejecerá junto a nosotros,
tornándose amarillentas y quebradizas sus hojas y despegándose, si no están
cosidas.
Las
librerías
En
las librerías huele a… libro, es decir, a papel, a tinta, como en las aulas de
los colegios sigue oliendo a humanidad tibia, a tiza, a goma de borrar y a
grafito de mina de lápiz, aunque haya computadoras por todas partes.
Los
libros, además de lectura pueden contener alguna otra cosa.
Es
posible que un día tomemos un viejo volumen de la biblioteca y al abrirlo
hallemos una flor desecada entre sus páginas que nos plantea un dilema
romántico.
¿Algún
pretendiente –como se decía entonces- se la regaló a nuestra abuela al comienzo
de un idilio, o el idilio no llegó a prosperar y la abuela tomó la flor del
búcaro donde la puso, cuando ya estaba casi marchita y la introdujo entre las
hojas del libro que leía –de tapas de cuero de Rusia color vino de Burdeos-,
donde quedó olvidada, mudo testigo durante muchos años de un amor imposible?
El
gran ensayista argentino Alberto Manguel dice en el final de uno de sus ensayos
de En el bosque del espejo –recuerda
María Malusardi en el 52 y último número de la excelente revista El Arca: “En medio de la incertidumbre y de
muchas clases de miedo, amenazados por la pérdida, el cambio y los dolores
interno y externo, para los que no hay lenitivo, los lectores saben que al
menos hay, aquí y allí, unos pocos lugares seguros, reales como el papel y
vigorizantes como la tinta que nos conceden albergue durante nuestro paso por
el oscuro bosque sin nombre”.
© José Luis Alvarez Fermosel
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