Ya hemos hablado largo y tendido de la caída
en desuso de la bofetada. Algunas hicieron historia. Casi todas fueron propinadas
por mujeres, que son muy buenas para administrarlas.
Recordamos que un puñetazo es otra cosa. Como
que se da con el puño cerrado –de ahí su nombre-. Una trompada lastima, atonta,
puede llegar a romper, más si se sabe dar y se da con fuerza.
El puñetazo es cosa de hombres. O lo era,
porque hay desde hace tiempo mujeres boxeadoras que largan –en el cuadrilatero,
claro- unos puñetazos tremendos.
El uso del puño cerrado es ajeno a la
mayoría de las culturas, con excepción de las pertenecientes a algunas regiones
de Extremo Oriente.
Incluso al sur del Sahara el puño cerrado
no es un arma habitual.
A los negros de Africa y sus descendientes
les enseñaron a apretar el puño y dar golpes con él. Los afroamericanos aprendieron
la lección y se convirtieron en los mejores del mundo en esa práctica.
El puñetazo es una tradición del
Mediterráneo Occidental y, fundamentalmente, de la cultura anglosajona.
Cuando se da un puñetazo a un hombre no se
hace uno de esos gestos ampulosos de Hollywood, que llenan la pantalla. Salvo
que uno quiera ser el primero en besar el suelo.
Se tiran golpes cortos y directos con un
acabado hacia atrás que recarga el brazo como un arma automática.
Abofetear es un arte diferente. Una
bofetada sí acepta el arco largo, para reunir fuerzas.
He aquí la descripción de un puñetazo incluida
en la novela “Adiós, muñeca”, de Raymond Chandler:
Un puño como una berenjena
“El grandote frunció el entrecejo. No
estaba acostumbrado a que le trataran así. Retiró la mano de la camisa de
Malloy y la cerró formando un puño del tamaño y color de una berenjena grande. Tenía
que pensar en su trabajo, en su reputación de tipo duro, en el aprecio de su
gente. Pensó en todo aquello en un segundo y cometió una equivocación. Movió el
puño con fuerza mediante un breve y repentino movimiento del codo y golpeó al
gigante en la mandíbula. Un blando suspiro recorrió el salón.
Fue un buen puñetazo. El hombro descendió
y el cuerpo entero giró con él. Había mucha fuerza en aquel golpe y el
individuo que lo propinó tenía toda la experiencia del mundo en esos menesteres.
El gigante no se movió más allá de un par de centímetros. Tampoco trató de
parar el golpe. Lo encajó, agitó un poco la cabeza. Su garganta emitió un
sonido apenas audible…”
No se asusten, es una novela, un puñetazo
de novela que no surtió efecto. Los franceses dicen: “A bon chat, bon rat”.
Pues eso, a buen golpeador, buen encajador.
© José Luis Alvarez Fermosel
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