Vinieron los tres Reyes Magos de Oriente y
culminaron con la felicidad de muchos niños de todo el mundo las fiestas de
Navidad y Año Nuevo, si bien el protocolo indica que hasta el 15 de enero están
vigentes y pueden, por consiguiente, enviarse felicitaciones y recibirse sin
pensar que nos las manda un trasnochado.
Es decir, que como muchos libros, la
festividad navideña tiene un epílogo.
Recuerdo la emoción, la ansiedad y el
nerviosismo que me embargaban la noche del cinco de enero.
Mis padres me enviaban pronto a la cama,
quieras que no, porque si los reyes te encontraban despierto a su llegada,
pasaban de largo por tu casa, no sin antes llenarte los zapatos de carbón.
La misma medida tomaban si te habías
portado mal durante todo el año, o una buena parte de él.
Nunca se supo, empero, que a ningún niño,
por travieso que hubiera sido, los Reyes Magos le dejaran carbón en vez de
juguetes.
Algún año recibías una o varias cosas más
de todas las que habías pedido. Una atención de Melchor, Gaspar y Baltasar.
Otras veces no te dejaban algo por lo que
tenías especial interés.
Eso me pasó a mí un año con “Los tres
mosqueteros”, que al parecer los reyes no habían logrado conseguir, a pesar de
sus poderes.
Después me enteré de que no se encontraba
en todo Madrid un solo ejemplar de las aventuras de D’Artagnan, Athos, Portos y
Aramis, tan bien narradas por Alejandro Dumas.
Años más tarde encontré en una librería de
lance de Barcelona una muy bien cuidada edición de Harla (Colección Grandes
Obras de la Literatura).
Un brindis con anís
La noche del cinco de enero solía
dejárseles a los Reyes Magos algunos víveres y beberes –que diría Víctor Ducrot-
para ellos y sus camellos, que no eran de Dubai, como los que se ven ahora en
la televisión, ni siquiera los que Adauto Puñales llevó a Cabo Polonio, en
Uruguay.
Mi primo Antonio me confesó que se levantó
una vez a media noche y se sirvió una cantidad regular de las “delicatessen”
regias, incluida una copita de anís a modo de brindis por sus majestades y su
presunta munificencia.
En mi piso de la Dehesa de la Villa se
veían las huellas de los camellos impresas en la espesa capa de nieve que
cubría el jardín.
Luego resultó que las huellas eran de los
gatos que merodeaban por las cercanías en busca de un idilio de urgencia, o
para ser prosaicos, de algo comestible, fueran sobras de comida o un simple
ratoncillo.
El jardín parecía una postal, con la
fuente de mármol cuya agua se había helado y tenía un tono acerado.
¡Qué tiempos aquellos…! Todavía teníamos
fe e ilusiones. Era una época dura. Pero la enfrentábamos con coraje y
esperanza.
Teníamos alegría de vivir, lo único que
aunque nos quiten todo podemos conservar si nos empeñamos en hacerlo, como nos
explicaba el gran escritor y comediógrafo español Alfonso Paso en una de sus
comedias, titulada precisamente “La alegría de vivir”.
©
Jóse Luis Alvarez Fermosel
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