Por tatuarse, la gente se tatúa ya hasta
en la esclerótica, o blanco del ojo, hábito que comenzó en Oklahoma, (centro-sur
de los Estados Unidos) y se extiende ya por todo el mundo, como una mancha de
aceite en un papel de estraza.
Un pequeño detalle: uno puede quedarse
ciego.
El empeño turiferario que se aplica al
tatuaje en los círculos políticos y sociales locales constituye actualmente casi
un rito religioso al que acompañan, como una suerte de monaguillos, el boca a
oreja y el marketing.
El rito se sigue con el frenesí propio de
una pasión adolescente. El tatuaje se expande, casi podría decirse que se
derrama a presión como el contenido de las botellas de agua mineral con gas –no
cabe citar el champán hablando de estas cosas- cuando se abren mal.
O sea, una efervescencia ad hoc para
una sociedad que busca sus ideales en el experimentalismo, el feismo, la
autorrealización y el nacisismo hedonista.
Tatuarse es ahora algo así como gritar
blandamente en colores, revelando la
vacuidad y la fatuidad del lumpenaje esnob, tan inseguro, después de todo.
La gente quiere experimentar algo más, ha
dicho el legislador republicano estadounidense Cliff Brenan.
El tatuador Jason King, de la misma
nacionalidad, sostiene que tatuarse es un modo de combatir el aburrimiento. La
gente se aburre.
Para otros es un trazo de la personalidad
marcado por la imperiosa necesidad de estar a la moda. El mal gusto consiste
en confundir la moda que no vive más que de cambios con lo bello que perdura,
dijo Stendhal.
Cuestión de identidad
Muchos buscan una identidad mediante el
tatuaje.
Unas jóvenes tatuadoras me dijeron una vez
en Amsterdam que el ser humano experimenta un impulso ancestral de
identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas.
A uno le pidieron hace muchos años que se
hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad, a pesar de su juventud. De manera
que se conformó desde entonces con observar tatuajes de otros: de otras,
preferentemente, porque las mujeres se tatúan desde tiempo inmemorial.
Ahora se tatúan tanto como los hombres; en
todas, o en casi todas las partes del cuerpo: pechos, espalda, brazos, piernas,
manos, tobillos, el cuello y últimamente el pubis…
¡Ni que hablar de los glúteos, la
identidad suprema!
Tuve ocasión de contemplar de cerca un
pequeño jeroglífico rútilo tatuado en la negra piel del seno izquierdo de una
señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa
Atlántica). No lo necesitaba para tener identidad.
El conde de Barcelona, Juan de Borbón
(1913-1993), padre del rey de España, Juan Carlos I de Borbón, se hizo tatuar a
su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la
época.
La tonadillera española Conchita Piquer
interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulada Tatuaje:
El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un
amanecer… Tenía el pecho tatuado con un corazón.
Aventura y romance
El tatuaje tuvo en un pasado lejano una
acepción aventurera y romancesca, que identificaba a legionarios, marineros, sujetos
que vivían a la briba, habían estado en la cárcel, reñían en turbios puestos de
aduana por mínimas alcábalas y luchaban a puño desnudo por dinero en tabernas
de puerto.
La gente del bronce se tatuaba antaño por
machismo, por exhibicionismo, para impresionar al mujerío y por diferenciarse
de los señoritos –como los llamaban-, que ahora son los que se tatúan, sin que
de ninguna manera esté en su ánimo pelear a puño desnudo por dinero en
cafetines de puerto. Nadie se pelea ahora por nadie ni por nada en ningún
sitio, ni a puño desnudo ni a puño con guante.
El tatuaje denotó una especie de idioma
críptico del submundo de la marginalidad.
Corazones atravesados por flechas
Los tatuajes salpicaban los cuerpos en
colores, o en un azul petróleo un poco borroso, con nombres de mujeres a quienes
se decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes,
calaveras, espadas cruzadas, águilas, banderas, antorchas…; lemas tremendos que
se relacionaban con el amor, la vida y la muerte.
Hasta hace poco se usaba para tatuar el
mismo aparato que se utilizó siempre para la micropigmentación del pelo y las
cejas. Pero ahora hay procedimientos más modernos. Las tintas son vegetales.
Los tatuajes pequeños se completan en una
sola sesión. Los más difíciles requieren dos o tres sesiones, con un margen de
tiempo entre una y otra para evitar la irritación de la piel.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me
lo creo.
© José Luis Alvarez Fermosel
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