Hay cosas, en sociedad, que uno no
quisiera hacer jamás y muy a su pesar las hace y le hacen mal, aunque más no
sea que por la pesadumbre y el reconcomio subsiguientes a haber metido la pata
en determinadas ocasiones, cuando más quería hacer buena letra, como se dice
vulgarmente.
La mala suerte suele contribuir en estos
casos, zancadilleándole a uno arteramente.
Uno tropieza en el momento más inoportuno,
se cae, rompe una silla, o varias copas, se vuelca una casi llena de vino tinto
e inunda la mesa. Todo el mundo le excusa, dice que estas cosas ocurren, que no
se preocupe. Pero uno lo pasa muy mal.
Peor fue lo que le sucedió al torero
español Luis Miguel Dominguín –casado con la actriz Lucía Bosé y padre de
Miguel Bosé, como se sabe-.
El que se consideraba –no sin motivo pero
con poca modestia- el número uno de la tauromaquia española allá por los años
sesenta, ofreció cierto día una comida en su casa de Madrid a varios amigos y
algunos conocidos. Entre estos últimos figuraba un embajador.
Antes de comer se tomaron unas copas de
jerez y de otras bebidas espirituosas, que acompañaron unas exquisitas
“delikatessen”, a modo de aperitivo.
Al cabo, el dueño de casa nos invitó a
pasar al comedor, que estaba separado del salón donde habíamos permanecido por
un gran arco flanqueado por dos grandes comillos de elefante.
Antes de entrar en el comedor, el diplomático
se tambaleó, se aferró a uno de los colmillos y cayó sobre él. El colmillo se
partió limpiamente en dos al chocar contra el suelo.
Todos nos precipitamos en su ayuda. El
pobre hombre estaba desolado, como no podía ser de otra manera.
Dominguín restó importancia al incidente y
no mostró durante el resto de la comida más que simpatía, amenidad, excelentes
maneras, ingenio y una especial deferencia al amostazado embajador.
Cuando el mozo de comedor se disponía a
cambiarle el plato, el torero le dijo algo en voz baja al oído.
Terminada la comida, que por cierto fue
excelente, pasamos a otra habitación a tomar el café. El colmillo roto, y
también el que aún permanecía incólume habían sido retirados por el personal de
servicio.
¡Era la sopa…!
Las deficiencias de la vista y el oído
constituyen siempre motivo de error, confusiones y pequeños, y aun grandes
desastres.
José Ibáñez Martín, ministro español de
Educación Nacional durante muchos años, era un poco sordo, recuerdan María José
y Pedro Voltés en su libro “Deslices históricos”.
Pues bien, el ministro -cuando todavía lo
era-, tuvo un día a su lado a un obispo en un banquete. El purpurado le
preguntó por su esposa. El ministro entendió que le interrogaba acerca de la
sopa que acababa de servirse y le respondió:
- Está muy buena y muy caliente.
Pruébela usted, eminencia reverendísima.
El diplomático español José Antonio de
Urbina, autor del libro “El arte de invitar”, asistió en cierta ocasión a una
cena en la embajada de España en París. Tenía a su lado a un invitado que
gesticulaba mucho.
Cuando se sirvió el helado el comensal en
cuestión le dio sin querer un golpecito con la mano. Un trozo de helado voló
por los aires y aterrizó dentro del pronunciado escote de una señora que estaba
enfrente, cuyo lógico respingo se atribuyó a alguna actitud del caballero que estaba
a su lado, con quien se rumoreaba que tenía una relación.
Nunca es demasiada la precaución, el
cuidado y el dominio de sí mismo que hay que tener en las recepciones.
Sobre todo en los cócteles y reuniones similares,
donde el alcohol corre a mares.
© José Luis Alvarez Fermosel
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