La estampa refleja, con mucha expresividad,
una situación que no se plantea en la novela que ilustra: “El clan de los
sicilianos”, de Auguste Breton. El policial, pues de un policial se trata, fue
editado por Gallimard en 1961. Cayó en mis manos el otro día, con otros libros,
en una librería de lance de la Avenida de Mayo de Buenos Aires.
El hombre que está en la barra del bar, o
del café, trata de averiguar algo, se ve a la legua; debe ser un detective.
Lo que se relaciona con él en la novela no
lo vamos a contar, para no destripársela a los lectores. Nos limitaremos a
hacer una descripción de lo que vemos, a detenernos con minuciosidad en la
escena y a imaginar cosas, actividad gratificante.
La muchacha que atiende el café es de
rompe y rasga. Rubia, con la melena sobre los hombros, en jarras, mira al
detective con ganas de soltarle cuatro frescas, porque ya ha intuído que tras
encender el cigarrillo va a empezar a hacerle preguntas que ella no tiene
ninguna gana de contestar.
Lo que a ella le gustaría es que viniera
al cafetín un chico alto, fuerte, rubio o moreno, no importa, buen mozo, que se
acodara en la barra y justipreciara su belleza, que resalta entre las botellas
y los vasos de vidrio ordinarios, en un local de regular, si no de baja
categoría.
El investigador no pertenece a la policía
oficial. Es un modesto pesquisante particular de edad mediana, que no se parece
nada al Rubén Bevilacqua de Lorenzo Silva, el Ramiro Ledesma de César Pérez
Gellida, el capitán Gerlof Daviddson de Johan Theorin o el inspector Cato
Isaken de Unni Lindell, por citar sólo unos pocos de los más modernos.
El nuestro es un hombre vulgar, sin
apostura alguna, con gafas, un espeso bigote negro –que vaya uno a saber, a lo
mejor está teñido- y pelo gris y rizado, parte del cual se escapa de la boina
que le cubre la cabeza. ¡Qué bizarro, un detective con boina! Quizás sea vasco,
después de todo.
Se ve que mientras enciende su pitillo
está pensando en la mejor manera de abordar a la rubia para interrogarla. La
rubia no parece estar dispuesta al abordaje.
El dibujante, Carlos Freixas, no ha
escatimado detalles. Por ejemplo: al lado de la taza de café se ve el sobrecito
de azúcar, roto, ya usado.
El figurativismo, el dibujo hiperrealista
de ilustración, en este caso de novela de policías y ladrones, es una pequeña
obra de arte.
Carlos Freixas fue un gran dibujante
español, hecho al costado de su padre, Emilio Freixas, que alcanzó niveles de
excelencia.
Padre e hijo trabajaron juntos en algunas
ocasiones. Carlos vivió en los años cincuenta en Buenos Aires, donde se dedicó
por entero a la ilustración, destacando como historietista.
El dibujo que comentamos tiene movimiento
y una concluyente fuerza expresiva: quizás lo más importante, pone sobre el
tapete –en este caso sobre el mostrador- una historia de café. Que cada uno
imagine la suya.
Porque no es sólo que un transeúnte
cualquiera haya entrado en el bar, pedido un café y esté encendiendo un
cigarrillo, mientras una camarera rubia y guapa le mira con cara de pocos
amigos.
Hay gato encerrado.
© José Luis Alvarez Fermosel
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