El bar ha sido mucho más útil al hombre que toda la
sabiduría de Einstein, que en realidad no hizo más que jorobar, lo mismo con
sus teorías que con su violín, sentenció una vez Rafel García Serrano, un
escritor español aficionado a los bares, como uno.
Rafael sostenía, y tenía razón, que el bar tiene un
aire silvestre, provisional, fronterizo. Entramos en él como si fueramos “cow
boys” y hubiéramos dejado nuestros caballos atados a un poste, en la entrada. El
bar tiene algo de campamento y nos recuerda al Far West.
En la barra del bar corren los dados, que es un juego
de castro romano. El mostrador es como el espigón de un puerto, el muelle más
seguro. Y allí nos amarramos entre viaje y viaje por los mares urbanos. Somos
marineros y barcos al mismo tiempo. Todos podemos ir al puerto que nos dé la
gana, pero en general nos matriculamos en el que más nos gusta. Uno se ha
matriculado en varios.
Rafael y mi primo Antonio Sánchez Carvajales estaban
matriculados en Ranea, un bar emplazado en una calle del epicentro del castizo
barrio de Chamberí. Los hermanos Antonio y Pepe Ranea eran los dueños del bar. Yo
fungía de práctico, el que lleva con su lancha los barcos a puerto.
El buen bar debe estar abierto a la vida por los
cuatro costados. Tiene que ser un “pied à terre” siempre a mano.
El bar es cubierta de paquebote, veranda de casa
grande abierta a la luna, que se asoma cada noche al gran cabaré estelar, según
la greguería de Ramón Gómez de la Serna.
Las paredes del bar tienen que ser de madera y ha de
tener lámparas y grabados ingleses, una réplica de un mapa antiguo y un
teléfono de color verde inglés.
El café es otra cosa
Al bar no se puede ir como al café. El café es otra
cosa. En el café se mantienen tertulias, se hacen proyectos, se juega al dominó
-si el café es de provincias y está cerca de una estación de ferrocarril-, y
hasta se hace una catársis de urgencia.
Me lo dijo una vez Analía Gadé: “Aquí (en Madrid)
tenemos el confesionario y el café, sobre todo el café para hacer los descargos
de conciencia que correspondan”. Por eso los españoles nos psicoanalizamos tan
poco. El jamón serrano debe influir. Un consumidor habitual de jamón ibérico
raras veces se siente inclinado, cuando se le plantea un problema, a recostarse
en el diván del psicoanalista y contárselo a él.
Quien habla de bar también habla de taberna, invención
que se calificó muy acertadamente de delicada, y que en Inglaterra se llama “pub”.
Lo de “pub” viene de “public house” (casa pública).
En los “pubs” se bebe y se come. Y allí conviven
tirios y troyanos, quienes reconocen jubilosamente que convivir es “conbeber”.
En los “pubs” suele haber, en invierno, chimeneas con leños crepitantes,
maderas oscurecidas por el humo, alfombras y cristales esmerilados, tras los
que apenas se ven pasar apresurados transeúntes que caminan arrebujados en sus
impermeables bajo la lluvia.
Ninguna definición del “pub” es mejor que la del
escritor español Fernando Savater: “Los pubs son microcosmos, juntamente
excluyentes y acogedores, cuya banda sonora la forman el entrechocar de las
jarras de cerveza, el rumor risueño y a veces colérico de las charlas
eternamente reiteradas, la risotada algo vulgar pero picante de una mujer un
poco beoda y el acorchado golpe del dardo contra la diana”.
A estas alturas parece obligado referirse a las tascas
españolas que jalonan la ruda geografía ibérica. Entrañables tabernas de vinazo
y moscas, con sus mostradores de estaño, sus carteles de toros pegados a las
paredes y todo un alegre y colorido despliegue de tapas en las barras o
mostradores, que casi siempre son de madera de teca, ennoblecida por una pátina
oscura que le imprimió el paso del tiempo.
En Buenos Aires abundan las confiterías -que en España se llaman
cafeterías- y donde casi nunca se come
otra cosa que “sandwiches” o “croissants”.
En las “discos”, de la noche a la madrugada, los
jóvenes hacen un consumo frenético de bebidas alcohólicas mezcladas de
cualquier manera. También beben tequila
o vodka.
Recordemos aquello de “Edamus, bibamus, gaudemus:
post morten nulla voluptas”, epitafio atribuído al rey asirio Asurbanipal,
o Sardanápalo, que traducido literalmente del latín al español significa: “Comamos,
bebamos y seamos felices, porque después
de la muerte no hay placer”.
“Comamos y bebamos, que mañana moriremos”, dice la Biblia.
© José
Luis Alvarez Fermosel
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