Volvíamos de Valencia, después de un viaje estupendo en el AVE (Tren de Alta Velocidad), que en algunos tramos alcanzó una velocidad de 300 kilómetros por hora.
Llovía cuando dejamos la ciudad. Por eso había tan poca gente en las calles, habitualmente luminosas y muy concurridas.
Nuevos ornamentos de acero y cemento resumidos, según el modelo de De Stijl, no sabemos si muy adecuados para Valencia del Cid, circundan sus afueras como una especie de muralla con esculturas cúbicas y estanques oblongos.
También había llovido en Madrid. Al salir de la estación de Atocha, situada donde antaño se levantaba una de las puertas de Madrid, el asfalto húmedo, apenas alumbrado por el sol mortecino del atardecer, tenía un melancólico reflejo de plata antigua.
Los viajeros recién llegados se aproximaban, arrastrando maletas cabineras con ruedas y ordenador portátil en mano a la hilera de taxis aparcados frente a la salida de la estación.
Los últimos rayos del sol parecían desintegrarse en puntos de una luminosidad suficiente como para dorar los pequeños charcos de agua remansada aquí y allí. Plata y oro emborronados en la heráldica de la tarde cansada.
Las frondas enrejadas del Jardín Botánico
Un chofer alto, enjuto, de rostro verdoso que reflejaba un mal humor contenido, nos despegó al ralenti de la plaza del emperador Carlos V y empezó a cobrar velocidad al adentrarse en el Paseo del Prado, dejando atrás las frondas enrejadas del Jardín Botánico y sus muros grisáceos.
Carlos III y uno de sus ministros, el conde de Aranda, convirtieron el paseo, en la segunda mitad del siglo XVIII, en un claro exponente de las ideas ilustradas de la época al crear una zona científica y cultural que conjugase utilidad, belleza y diversión.
La fuente de Neptuno, en la que se representa al dios del mar sobre una caracola. Los hinchas del equipo de fútbol Atlético de Madrid se reúnen en torno a la fontana a celebrar sus más sonadas victorias. Los madridistas se concentran en la Cibeles, que muestra a la diosa griega de la fertilidad en un carro tirado por leones. Está en uno de los enclaves más bellos de Madrid, donde también se halla el Palacio de Comunicaciones, en cuyo interior puede admirarse una hermosa cúpula de cristal o visitar el Museo Postal y Telegráfico.
El Ritz y el Palace
En la plaza de la Cibeles están, junto a la calle de Alcalá, el Banco de España y el Palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército. En la otra acera se yergue el Palacio de Linares, que alberga la Casa de América, centro cultural latinoamericano. El hotel Ritz, obra del arquitecto francés Charles Mewes, inaugurado en 1910. Dos años después abría sus puertas, muy cerca, junto a la plaza Cánovas del Castillo, otro elegante y lujoso hotel, el Palace, proyectado por la firma belga Leon Monnoyer et fils.
El Museo del Prado, hoy una de las más completas y mejores pinacotecas del mundo, se inauguró en 1819 como museo real con 300 cuadros.
Al entrar en la calle de Alcalá, una de las más largas y hermosas de Madrid, se habían oscurecido contornos y perfiles. Extrañas sombras parecían bailar el chotis con los faroles, que ya no son más de gas, en una suerte de fin de verbena en la que Gutiérrez Solana hubiera pintado, de prisa y corriendo en cualquier pared, uno de sus terribles cuadros aliñados con gin y vinagre.
Sabe Dios cuando volveremos -si es que volvemos- a pasar por la calle de Alcalá, en coche, como ahora, o a pie.
La florista que iba y venía por la calle de Alcalá "(...) con los nardos 'apoyaos’ en la cadera”, me puso una vez una flor en la solapa del alma, que jamás se marchitó.
Y el gomoso que la ve
va y le dice venga usted,
a ponerme en la solapa lo que quiera;
que la flor que usted me da,
todo el mundo la verá
por la acera de la calle de Alcalá
© José Luis Alvarez Fermosel