Me
he sacado el reloj y lo he puesto sobre mi mesa de trabajo, encima de una gran
agenda roja, junto a la computadora.
Es un reloj no muy grande, de acero, sólido, entre deportivo y de vestir, con el segundero rojo y sólo las manillas fosforescentes; con una correa de goma que no es la original que formaba parte del cuerpo del reloj, o mejor dicho de la esfera, y cuando se rompió pensé que no podría reemplazarla y me quedaría sin poder usar el reloj.
Es un reloj no muy grande, de acero, sólido, entre deportivo y de vestir, con el segundero rojo y sólo las manillas fosforescentes; con una correa de goma que no es la original que formaba parte del cuerpo del reloj, o mejor dicho de la esfera, y cuando se rompió pensé que no podría reemplazarla y me quedaría sin poder usar el reloj.
Pero
encontré una relojera muy hábil en la calle de la Libertad, aquí, en Buenos
Aires, que hizo un arreglo estupendo y puedo seguir luciendo mi reloj, marca
Marea –todavía no lo había dicho-, con números arábigos, que es como me gustan
a mí los relojes.
Tengo
más, unos pocos más, en realidad; sólo uno o dos de ellos son caros, porque no
soy coleccionista, sino un acopiador compulsivo de relojes, plumas
estilográficas, cuadernos de todas las formas y tamaños, gemelos para los puños
de las camisas –que ya no se llevan- y alguna que otra cosa pequeña y rara.
Mi
reloj Marea es uno de mis preferidos, porque lo compré en Madrid, por un unos
pocos euros.
Además,
lo adquirí en Samaral, en el número siete de la Gran Vía, donde Mario Lozano y
yo comprábamos las corbatas, poco menos desde que empezamos a llevarlas.
Tampoco se usan más. Yo tengo una azul oscuro con rayas y diminutos escudos de
Madrid bordados. Comprada en Samaral, naturalmente.
De todo como en botica
Samaral
es, o era –¡con qué tristeza decimos era…!- una gran tienda lujosa y variopinta
en la que había de todo como en botica, además de relojes y corbatas: indumentaria
para señoras y caballeros –indumentaria exquisita-, joyas, bloques de notas con
tapas de cuero de Rusia, pisapeles de ónice, billeteras de piel de avestruz, objetos
para regalo de tema náutico, como sextantes, tablas de madera con nudos
marineros incrustados y mil y una quisicosas más, todas de muy buen gusto y
algunas no excesivamente caras.
Samaral
era un hito en la Gran Vía, cerca de la calle de Alcalá.
Yo
compraba siempre algo en Samaral cuado iba a Madrid, viniera de donde viniera y
aunque no necesitara nada. Era un rito, una manía, casi una superstición.
A
los quince años, mi hijo Juan Ignacio, en su primer viaje a Madrid, se empeñaba
en adquirir un bastón estoque mientras que su hermana, María Soledad, un año
menor, se interesaba por una cajita de música de esmalte azul y oro.
En
la planta baja estaban los mostradores vitrina. Los vendedores vestían como maniquíes y
tenían modales de diplomático. Arriba estaban los trajes, las camisas, los
zapatos, los sombreros…, tweed y seda
china pintada a mano, ébano, cuero, cerámica…
Lo funcional
La
mayoría de los objetos exóticos, valiosos, diseñados por artistas, originales
que vendía Samaral perdieron el interés para muchos, para quienes lo bueno comenzaba
a ser –ya lo es- lo práctico, lo funcional, como las ojotas, las parkas, las
camisetas, los pantalones vaqueros y los innumerables gadgets de la moderna tecnología de las comunicaciones, tan lejos,
por ejemplo, de (…) las lamparitas
amarillas, los “bibelots”de las
repisas y las mesitas laqueadas de azul de la novela “Cuarto”, de Carmen Martín Gaite, o las esotéricas
extravagancias que Ramón Gómez de la Serna atesoraba en su torre de marfil de
la calle Velázquez de Madrid y en la de Hipólito Yrigoyen de Buenos Aires.
En
la entrada principal de Samaral –fundada en 1934 por la familia Pérez de Santa
María- hay ahora unas cajas de cartón apiladas en desorden, una escalera de
mano manchada de ocre, unos palos cruzados y un cubo de aluminio con una bayeta
dentro del agua sucia.
En
la puerta de atrás, la que da a Caballero de Gracia, hay un cierre metálico
echado, todo malamente percudido con aerosol. Dentro está el esqueleto de la que fue
la tienda más elegante de la Gran Vía y de Madrid.
Los
ritos se mezclan con los hitos, los mitos, los hábitos, el pasado y los
recuerdos. Somos lo que recordamos, o lo que nos recuerda.
Mi
reloj Marea de Samaral sigue en mi mesa, al lado de la computadora. Me da la
impresión de que marca las horas con cierta sordina melancólica.
© José Luis Alvarez Fermosel
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