Ethel
Rojo, desaparecida por un negro escotillón, que esta vez no está en el
escenario de un teatro y, de haberse escondido en él volvería para recoger el
aplauso del público, ya no pisará las tablas, que ella convertía en haces de
luz, tal era su magia.
Pocas
artistas tan completas como era ella fueron tan humildes, tan cálidas,tan
accesibles.
Vivió
con intensidad y alegría. Lo más importante: no hizo mal a nadie.
Fue
una gran artista que unió a la belleza de su rostro y a su cuerpo escultural un
“know how” acerca de “las cosas del teatro”, como ella decía, que pocos de sus
homólogos tuvieron.
La
noticia de su desnacimiento, de la pérdida absoluta de la costumbre de vivir,
que no otra cosa es la muerte, me acuchilla en un domingo del recién estrenado
invierno, cuya luz no podrá bailar ya en sus ojos, poniéndoselos del color de
las castañas maduras.
Ha
muerto Ethel, amiga querida, parece mentira. A la memoria dolorida empiezan a
acudir los recuerdos. Ella deja, entre otros muchos, el de su redundante
bondad.
Nuestra
estima fue insobornable y nuestra amistad de esas que no necesitan un trato
frecuente para acrisolarse. Pásabamos largas temporadas sin vernos, pero en
cuanto nos encontrábamos nos poníamos al día en cuestión de minutos.
El desfile
Estando
ya muy mal me dijo un día, refiriéndose a la muerte de un amigo común, que
seguía a otras desapariciones: ¡Qué
desfile, por Dios!
Efectivamente,
pronto nos dejarían Caloi, Estela Raval; en los últimos días, en Madrid, el
actor español –y gran persona- Juan Luis Galiardo; y el agente de prensa Juanito
Belmonte, otra figura entrañable de la colonia artística porteña.
De
muy poco tiempo a esta parte la muerte ha producido tantas bajas en el mundo
artístico argentino que aunque el corazón acusa tristemente su peso total, su
general pesar, la memoria nos falla e incluso las fechas se funden y confunden.
Entrevisté
una vez a Ethel en la Plaza de Oriente de mi lejano y añorado Madrid. Recuerdo
que se extasiaba ante las luminosas vistas en la lontananza del atardecer
velazqueño, de inverosímiles azules, cerca del verde esmeralda de los jardines
del Campo del Moro.
Se
van, una tras otra, las mejores personas, los mejores artistas. Queda la
canalla, la gente mal parida, la gente de mala entraña, rica, poderosa,
implacable, blindados, inmunes a todo y a todos que gozan de una agerasia que
les permite esparcir el mal por doquier.
Adiós,
querida Ethel. Ya has dejado de sufrir.
Cabría
poner sobre la tumba de Ethel Rojo el epitafio de aquella bailarina de la
antigüedad: Tierra, sé leve sobre ella.
¡Pesó tan poco sobre ti…!
© José Luis Alvarez Fermosel
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