Acaba
de llegar el invierno al hemisferio sur. Hace calor.
No
es lo suyo, sabido es; pero anda todo tan manga por hombro que no nos
extrañaría nada que este invierno que desensilla sea, como otros que le precedieron,
un invierno de chicha y nabo; y no traiga carámbanos, estalactitas, caireles de
hielo y otras cosas que, si se mencionaran y enlazaran literariamente, crearían
frases bonitas; si nevara, además –en el sur, claro está- podríamos esquiar.
De
todos modos habrá que sacar a relucir los gabanes, las parkas y otras prendas
de abrigo, por si algún día hace frío.
Y
si así es y salimos con el montgomery azul
que nos regaló la santa esposa, quizás al meter la mano en un bolsillo nos
encontremos con una bola de naftalina que quedó allí por olvido, al retirar las
otras cuando sacamos los abrigos de los armarios; nos alegraremos, porque nos
recordará a alguna canica con las que jugábamos de chicos; y, además, nos gusta
el olor de la naftalina.
Estamos
aventurando cosas que a lo mejor al invierno ni se le han pasado por la
imaginación, y viene dispuesto a cumplir con su deber.
Uno
se lo agradecería porque, la verdad, le gusta el frío. Y piensa que hay más
defensa contra él que contra el calor. Se abriga uno bien, incluyendo camiseta
de felpa y bufanda en su atuendo; se toma un café muy caliente y una buena copa
de coñac, perdón, de brandy; y ¡hala, a la calle, a trabajar, o a la tertulia
–según el caso-, lamentando que en Buenos Aires no nieve –salvo alguna vez, en
primavera-!
El
invierno no tiene la culpa de nada. El, como el verano o el otoño, quiere hacer
lo que tiene que hacer, no es cosa de indisciplinarse.
Es
la época; son los tiempos, que ponen del revés más cosas de las necesarias y establecen
que en invierno haga calor y en verano frío.
Es
la cultura del pelotazo. Se nos va la perola. La peña flipa. Te descuidas,
viene Gil y apaga el candil.
Entonces,
¡leña, leña al mono, que es de goma!
©
José Luis Alvarez Fermosel
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