Los
teléfonos celulares han dado al traste con las viejas cabinas de paredes de
cristal de cada esquina de la Lisboa
antigua y señorial del fado, en las que siempre había un hombre bien
vestido y un tanto enigmático que indudablemente estaba citándose con una mujer.
Siguen
surcando la ciudad los simpáticos tranvías amarillos de Lisboa, desde cuyas
ventanillas es un placer ver todo lo de fuera como pasado por un sutil tamiz de
celofán.
Por
la Avenida de la Libertad, una orgía de colores de anuncios luminosos. Agencias
de viaje, bancos, camiserías, hoteles de lujo y, de trecho en trecho, esos
inefables cafés-pastelerías-tiendas de ultramarinos-quioscos de
periódicos, todo en una pieza, donde se
puede tomar el té de las cinco a las seis, o a las cuatro, comprar cien gramos
de pimentón y leer una revista mientras un limpiabotas -los de Lisboa son los
mejores del mundo- le lustra a uno afanosamente los zapatos hasta dejárselos
como espejos.
Los
verdes oscuros del Parque de Eduardo VII. El imponente edificio de El Diario
de Noticias, uno de los matutinos de mayor tirada de Portugal. Coches, cines, tiendas de objetos de regalo, mercaditos
express…
Plaza
del Marqués de Pombal. Un turista sueco o danés, o tal vez alemán del norte, de
enmarañada barba rubia, con gafas de carey y un traje Príncipe de Gales color
castaño, pasea en dirección a la calle Antonio de Aguiar con un mono parduzco y
cansino al que lleva sujeto del lomo por una correa de cuero trenzado.
Hay
que pasear un rato por los bulevares, aprovechando los últimos destellos del agonizante
sol de la tarde, y en cuanto oscurezca, irse a un café.
El Café A Brasileira
El
Café A Brasileira (foto) está abarrotado de escritores, pintores, periodistas,
actores y algún que otro politiquillo de chicha y nabo. A Brasileira no deja de
parecerse al café Gijón de Madrid, o a cualquier otro de tertulianos de
cualquier ciudad del mundo. Hay viejas pinturas, oscurecidas por el humo de los
habanos y los cigarrillos –cuando se fumaba- por las paredes. Casi a la altura
del techo, las telas amarillentas que son otro de los signos identificatorios de
A Brasileira. En la terraza han puesto una estatua de Fernando Pessoa sentado,
husmeando unos papeles, como no podía ser de otra manera, tratándose de un
escritor.
He
aquí un café ideal para recalar en él una tarde como ésta en que llueva, con
una lluvia fina y dulce, casi garúa limeña, a la vera de una novia de bellos
ojos castaños, de buen físico, que viva sola en las afueras, para explicarle en
voz baja cómo se le sube a uno el corazón a la garganta en las tardes de lluvia.
Salimos de Brasileira -todo el mundo lo llama así, sin la A inicial-. Farolas y
tubos de neón. El asfalto húmedo refleja las luces rojas, azules y blancas de los
anuncios luminosos.
El
Museo Nacional del Coche está enclavado en el antiguo picadero del Palacio de
Belén. Fue proyectado por el arquitecto italiano Giacomo Azzolini. Se exhiben
en él vehículos de los siglos XVII, XVIII y XIX, de entre los cuales destacan los
carruajes de gala del XVII.
Tanto
por la cantidad de ejemplares expuestos como por su belleza, esta colección
puede contarse entre las mejores del mundo. Supera incluso la de Versalles, según
los entendidos.
Algunas
de estas carrozas, por la delicadeza y el lujo de sus pinturas, sus tallas y
sus bronces parecen más bien auténticas obras de arte sin más objeto que ser
expuestas y admiradas. Se construyeron, sin embargo, para figurar en las
ceremonias de la corte portuguesa. Hay también preciosos ejemplares de literas,
sillas de mano, berlinas; y calesas, arreos, libreas, uniformes y trajes de
corte y de armas.
Salimos
de un museo y nos metemos en otro.
En
el Museo Nacional de Arte Antiguo hay una impresionante colección de obras de
pintores portugueses de los siglos XV y XVI, siglos dorados para la cultura y
el arte de Portugal. Lo mejor de los denominados primitivos portugueses: los paineles de San Vicente de Fora.
Tapices.
Esmaltes. Grabados. Cerámica y platería. La vajilla Germain, de plata pura, de
más de una tonelada de peso en su totalidad, cuyas piezas grandes impresionan
por su tamaño y las pequeñas por la extraordinaria delicadeza de su
ornamentación.
Y
cuadros de Poussin, Rafael, Van Dyck, Reynolds, Brueghel, Cranach, Teniers,
Murillo, Velázquez…
Comemos
en una especie de tasca de tronío. Cocido portugués: carne de vaca, oreja de
cerdo, chorizo, morcilla, repollo, grelos, alubias pintas y
arroz
blanco; queso de Roquefort y un vino tinto muy aceptable; con el café, un coñac
Aliança decepcionante.
Alfama
Escogemos
para llegar a Alfama, el barrio más típico, el más antiguo de Lisboa, el
primero de los caminos en que se dividió su recorrido para mayor comodidad de
los visitantes. Partimos de la Plaza de la Fuente de Dentro y nos internamos en
Alfama por la calle de San Pedro, desde la que se ve la cálebre casa de las
columnas, una de las más curiosas del barrio. Llegamos por la rúa de Pocinho a
la calle de San Miguel: las torres de las iglesias de San Esteban, a la
derecha, y de San Miguel a la Izquierda. Seguimos por la calle Cardosa -al
final de la cual está el patio de las Parreirinhas- y subimos por las
escalerillas que conducen al Castillo Pisao. Iglesia de San Esteban. Calle
Regueira. Callejón del Carneiro…
Volviendo
atrás seguimos por la calle de San Miguel hasta la plaza donde está la iglesia
del mismo nombre. Damos la vuelta por el lado Izquierdo y subimos a la Plaza de
la Cantina Escolar: Calle de las Alcacerías, donde están los manantiales de
agua caliente de los cuales Alfama recibió su nombre.
El
Callejón de los Perfumes, en el que hay una vieja piedra con las armas de
Lisboa. Del lado opuesto, por la calleja de las Bárrelas, llegamos a la plaza
de San Rafaelo. Continuamos por la calle de la Judería hasta arribar a una
pequeña plaza y desde allí, por el Arco del Rosario, antigua puerta del mar,
desembocamos finalmente en Terreira do Trigo.
Reliquia, tipismo, laberinto…
Todo
el pasado de Lisboa está anclado en Alfama, dormido, como incrustado en la
piedra berroqueña de sus calles melancólicas, en el impresionante silencio de
sus minúsculas placitas recoletas; aletea desde cada mirador como el vuelo
cansino de los vencejos a la caída de la tarde; brilla con reflejos apagados,
de esmalte antiguo, en cada registro de azulejo.
Alfama
es reliquia, tipismo, laberinto, alegría, desorden y agitación. Como diría Umberto
de Araujo es poesía caída en un clavel del tiesto, lirismo tenso de una pareja al
atardecer, cuando las madres preparan la cena; bailes de San Antonio y de todo
el año, reminiscencias solariegas, perpetuidad del devenir humano...
Griterío
de chiquillos. El pregón de los vendedores de mil y una naderías. Ruinas de
viejos caserones. Fuentes. Faroles de hierro forjado. Miradores. Azulejos. Rúas
estrechas que se cruzan y entrecruzan para terminar la mayoría de las veces en
callejones sin salida.
© José Luis Alvarez Fermosel
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