Ya casi no se ven organillos en Madrid.
Un anciano de bigote gris, con gorra de visera a cuadros blancos y
negros, como está mandao, le da al
manubrio de uno de ellos de vez en cuando en la calle de Fuencarral, cerca de
la glorieta de Quevedo. Y suena el chotis, o la habanera, pero la gente no se
da cuenta. Yo creo que ni ve al organillero.
Menos aún se ve un pesetero, una
manuela, un cochecito de caballos
desgualdrajado del que tire un penco matalón de trote lento. Si tal absurdo
aconteciera uno se quedaría con el Blackberry en la mano y la boca abierta.
A finales de los sesenta aún rodaban los coches de Melitón y el Madriles,
los dos últimos cocheros de la Villa y Corte. Ninguno de los dos era muy
diligente, ninguno era abstemio.
Me topaba a veces con Melitón, al filo de la madrugada, frente al cabaré
Casablanca, en la Plaza del Rey, donde está la estatua del teniente Ruiz.
El Madriles (foto*) me encarriló una vez desde la calle Alcalá al café
Gijón. Iba yo tan ricamente, lamentando no llevar capa y espada.
Un vez en el café le invité a tomar un trago. Se mandó un vermú con
ginebra y una lata de jamón en dulce. Al caballo le dio un par de torrijas
empapadas en vino generoso.
Al cabo, se despidió:
- Me voy, señorito, que tengo un compromiso...
- ¿Un compromiso?
- Sí, con una señora australiana de cerca de ochenta años, que ha venido
a España porque quiere ir a los San Fermines. He quedado en recogerla esta
noche para darle una vuelta por Madrid -antes de que se vaya a Pamplona- y que
se despida de la Cibeles.
- ¡Os váis a poner como sopas, que esta noche va a llover, Madriles!
- A los ochenta años ya no llueve.
El Madriles vivía en una vieja casa de vecindad de la calle Mesón de
Paredes, no lejos de la taberna de Antonio Sánchez. Había un patio, con
corredor volante y una fuente en la escalera.
El Madriles se tocaba con una gorrilla de visera de pequeños cuadros
negros y blancos -como la del organillero al que me referí antes-, y llevaba
siempre un pañuelo blanco de seda al cuello. Cargaba una bota de vino en el
coche y entre carrera y carrera se echaba al cuerpo un chorrete de Valdepeñas.
Corrían otros
tiempos
Corrían otros tiempos, que evocamos con nostalgia en la dudosa luz del
crepúsculo, en una tarde ventosa y ríspida.
Los bailongos de La Bombilla o el Agudo, los domingos. Las notas de La vuelta del vivero o Rosa de Madrid.
Alguna falda de percal planchá,
mantoncillos de colores, toda la inocencia gremial de las muchachas y la predisposición
de las que no eran tan inocentes a enhebrar amores malditos.
Esa costa castiza del Manzanares se fue para no volver, como los coches
de caballos desde cuyos pescantes Melitón y el Madriles veían la ciudad como
vigías, más que como aurigas. La Estación de Atocha, el Prado, Neptuno, la Cibeles,
el paseo de Recoletos, la plaza de Colón...
En Morocco ya no baila Naíma
Cherky la danza del vientre, acompañada por su bongosero Alí. Ni puede uno
encontrarse para ir a la verbena con Jaime de Mora y Aragón, o con John Osborne
-agente del MI 6 británico- en el bar del club Miguel Ángel.
Ya no está Alberto Closas, así que no podemos quedar con él para tomar
un café, después de comer, en el teatro Español, en la plaza de Santa Ana. Sólo
Dios sabe dónde habrá ido a parar Mario Lozano, que se hacía traer las paellas
de Gayango.
Menos mal que la piqueta del progreso no ha echado abajo todavía La
Suiza, en la calle de la Cruz, y La Mallorquina, en la Puerta del Sol.
En el café Comercial el fantasma de Enrique Jardiel Poncela aletea por
entre los veladores de mármol.
Ella tenía los ojos morunos de canción de Conchita Piquer y el pelo
largo, un punto más oscuro. La mocita más
juncal y más hermosa…
En la casa grande del recuerdo, la noche intemporal canta flamenco por
las cañerías, que diría César González-Ruano.
(*) Foto de José Pastor
© José Luis
Alvarez Fermosel
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